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Cuando el fotoperiodismo te atrapa en sus insomnios

Foto: Fidel Raso

Era el 23 de octubre de 2013. Ese día sonó el teléfono y escuché una voz: “Tienes la moto mal aparcada en la plaza de los Reyes”. Hubo apenas unos segundos de silencio y colgó. Era una clave, sin duda, porque yo no tenía una moto allí, y ni siquiera en Ceuta. Mi moto se encontraba, desde hacía varios años, retirada en un pequeño lugar de un pueblo de Valladolid.

No terminé de comer y me despedí de Tamara con un “tengo que irme”, a lo que siguió el clásico interrogante de “¿qué pasa?”. Sin responder, fui a recoger mi equipo fotográfico nervioso y cuando estaba abriendo la puerta, y casi desde el descansillo, le contesté que no sabía lo que pasaba, pero que tenía que ir.

No sabía que en ese “allí”, el “allá lejos” de Truman Capote en A sangre fría, iba a vivir unos segundos que me helarían la sangre. Lo que apareció en el visor era tan cruel que me quité la cámara de la cara para verlo con mis propios ojos, algo que nunca había hecho antes.

Todo comenzó el día anterior, cuando, en ese mismo lugar, se encontraba un grupo de sirios acampados, con una pequeña pancarta que explicaba la situación a su manera. Su texto era el siguiente:

“Somos de Siria 8 hombres, 4 mujeres, 8 niños, 1 Bebe. Pedimos mesericordia. Necesitamos permiso especial para ir a la peninsola con nuestros niños nuestro país está en guerra. No podemos quedarnos aquí. Gracias”.

Sin soluciones administrativas a la vista, algunos niños empezaron a enfermar por la duración de la protesta y fue entonces cuando la Fiscalía de Menores ordenó al Gobierno de la Ciudad Autónoma que los servicios de asistencia social llevasen a los niños a un centro adecuado, donde pudieran ser atendidos.

Aquel día llegó y fue cuando esa voz anónima me avisó de que fuera a la plaza donde tenía “la moto mal aparcada”.

Cuando llegué no había nada especial. Los acampados hablaban entre sí en pequeños grupos de manera relajada y algunos paseantes cruzaban el lugar por donde los pequeños setos lo permitían.

Casi una hora después sí cambió todo. Fue al llegar varias furgonetas con agentes de la policía y personas que luego me enteré eran trabajadores de asistencia social.

Los sirios empezaron a moverse inquietos y a pedir explicaciones a los agentes. Tras un rato largo, la policía y los empleados municipales se acercaron a los niños para llevárselos al centro de acogida. En ese momento todo se descontroló. Hubo carreras, algún grito, y muchas explicaciones de los policías a los afectados.

Yo no sabía concretar en mi visor cuáles eran los puntos de atención más relevantes de aquella información, que se extendía por toda la plaza, y fue entonces cuando un encuadre me congeló el aliento. Me quité la cámara de la cara y me puse a mirar con mis propios ojos para confirmar si era real lo que había visto. Sí lo era. Rápidamente volví a enfocar la escena anterior y aquella imagen nuevamente encuadrada era la de una persona adulta que sujetaba un bebé con una sola mano en ademán de tirarlo hacia la rampa del garaje subterráneo. El policía que estaba frente a él parecía tan paralizado como yo.

Algo me dijo que apretara el disparador de la cámara…, ¡clic!, y seguí varias veces más, ¡clic!¡clic!¡clic!, y así hasta que aquel hombre desapareció de mi visor. Lo habían cogido por la espalda, tirando fuertemente de él hacia un lado. Agentes de policía y algún funcionario habían conseguido sujetarle y ponerse encima una vez en el suelo y, sobre todo, lograron quitarle el bebé antes de detenerlo.

No daba crédito a lo fotografiado. Me puse muy nervioso y me acerqué hasta el policía que había salido en mis encuadres para hablar con él. Estaba como yo, sobrecogido. Fue entonces cuando le pregunté si creía que el hombre habría tirado el bebé, me respondió que no lo sabía, que podría haber sucedido cualquier cosa si no hubiera sido neutralizado por una acción rápida de los que se encontraban más cerca.

Una vez en la redacción seleccione una foto para que fuese publicada y no las volví a mirar en mucho tiempo, pero en alguna ocasión me han preguntado por ella y por lo que habría hecho después si en otro fotograma se viese que el niño iba camino del suelo. La respuesta fue muy dura: que debería pensar si continuar o no con esta jodida profesión. A veces el alma se rompe antes que la cámara donde menos esperas, en aquella ocasión fue en un metro cuadrado de una plaza del mundo.

Aunque se crea que el periodismo puede explicar casi todo, incluso el infierno cuando se mete en él, no es cierto. En el periodismo manda el azar, el azar…, y que a veces se transforma en eso que Joseph Conrad describió en su libro El corazón de las tinieblas como el horror, el horror en ese viaje del capitán Marlow por el Congo. Es la crudeza del drama prometeico: el hombre civilizado en busca de los límites de su naturaleza. Algo parecido debí sentir en aquella plaza española cuando un ser humano amenazaba con tirar al suelo a su bebé.

Después de ese día, mi memoria viajó quince años atrás, al verano de 1998, cuando vi en televisión a dos soldados cómo tiraban por un puente de Kinshasa, en el Congo, a un rebelde y lo ametrallaban en el agua. Imágenes que fueron grabadas por Sipo Maseko, un cámara sudafricano de la agencia Reuters que, según explicó posteriormente, filmó la escena mientras pasaba por aquel puente “sin que los militares se dieran cuenta”.

La secuencia tuvo un aluvión de críticas al emitirse en el canal de televisión France 2, en un programa en el que se invitó a dos personas para conocer su impresión. Una de ellas, estudiante de París, que se puso a llorar y dijo que era algo “atroz e inadmisible”, y un ingeniero que calificó de “irresponsable” la emisión de las imágenes de “violencia extrema”.

El periodismo había bajado a los infiernos de la mano del capitán Marlow en el mismo país para, en este caso, sembrar dudas de si la presencia del “camarógraf”» había dado origen a aquel cruel asesinato.

Pero hubo otros muchos más, antes y después. En Bangladesh fueron pasados por la bayoneta, delante de algunos reporteros, los sospechosos de haber colaborado con Pakistán durante la guerra de la independencia en 1971. Kevin Sites grabó en 2003 unas imágenes muy duras de un marine que remataba en el suelo a sangre fría a un iraquí en la mezquita de Faluya. Su publicación puso en aprietos a un estamento militar que se limitó a decir que las imágenes “podían haberse evitado”. En Saigón, durante la guerra de Vietnam, el general Loan disparaba a la cabeza de Neguyen Van Lem, miembro del Viet Cong, una imagen que fue captada “porque pasaba por allí”, por el fotógrafo estadounidense Eddi Adams. Igual ocurrió con Malcolm Browne cuando fotografió en Camboya en 1963 al monje budista Thich Quang Duc mientras se rociaba con gasolina para posteriormente inmolarse dentro de una bola de fuego en medio de la calle.

Durante la guerra de Yugoslavia, el World Press Photo de 1993 había galardonado con un primer premio, dentro de su apartado Noticias de actualidad, una secuencia gráfica del fotógrafo Bojan Stojanovil que recogía a un policía serbio de Brcko, una pequeña localidad al norte de Bosnia, cuando dispara a la cabeza a una persona a la que se acusaba de ser un francotirador musulmán, según publicaba el prestigioso concurso a modo de pie de foto de las imágenes. A diferencia de aquella foto de Vietnam de Adams, en este caso no se daba el nombre del ejecutado ni del que disparaba, a pesar de la terrible semejanza.

Una secuencia igual fue llevada al año siguiente al cine en la película Before the Rain, del director Milcho Manchevski, en la que un reportero de guerra macedonio, Alexander Kirkov, dice, casi al final, que mató a un hombre al presenciar una ejecución. En la escena, un policía serbio saca de una fila a un prisionero, mientras se dirige al reportero preguntándole si ha visto “acción”, momento en que dispara a la cabeza al detenido. Kirkov dice que esas fotos no las ha visto nadie, en medio de una tribulación personal, y termina rompiéndolas para que no se publiquen, a pesar del empeño de su editora en hacerlo.

Me encanta Luis Cernuda. Hubiera sido un gran reportero gráfico en los “vastos jardines sin aurora”, como describió en uno de sus poemarios titulado Donde habite el olvido. En él describe lo que es el verdadero acto fotográfico: “Sometiendo a otra vida su vida, sin más horizonte que otros ojos frente a frente”.

 

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