—Hola Iara, tengo que comunicarte que el director nos ha dicho que no puedes seguir colaborando con nosotros. Ha decidido limitar al máximo las colaboraciones externas y en esa limitación, por desgracia, entras tú.
Lo siento mucho,
Que haya mucha suerte
Un abrazo Alberto
Era como si me hubiese dejado mi novio de toda la vida, aunque nunca había tenido una relación que durase más de dos años. Sentía que me habían dado una paliza de puñetazos invisibles; como si una aspiradora enchufada a mi esófago hubiese engullido cada átomo de mi energía, o de lo que quedada de ella. Estaba sola (como de costumbre), salvo que esta vez sentía que el periodismo me había abandonado. Era lo que más me costaba asumir.
Permanecía sentada en un asiento lateral de la línea 8, color verde, del metro parisino. Mirando mi reflejo en el cristal. Eran las 20:45h de la tarde-noche. Hacía un frío seco que me hacía recordar viejas fotografías pegadas en el archivador de mi memoria, como cuando caminaba por las calles nevadas de Dachauer Straße 145, en los alrededores de mi residencia estudiantil de Erasmus, conocida como SPK –Colegio Español Santiago Apostol, situada en la ciudad bávara de Munich (Alemania). Recuerdo que por aquel entonces cursaba tercer curso de mi licenciatura en Periodismo y creía que el mundo era un rincón sin aristas ilimitado, en el que no existían puñetazos. Ni siquiera los invisibles.
Pero ahora ya no era estudiante, o eso creía, aunque me parecía haber perdido el timón de mi existencia. Y ahí estaba yo, viendo mi imagen desenfocada a través de la lente del sucio cristal del vagón del metro. Las puertas se abrieron. Leí las letras blancas del letrero azul: Concorde. Pensé que unos metros por encima de mí reposaba el obelisco faraónico de Luxor, con su imagen inmortal esculpida en oro, la cual se conservaba intacta pese a tener más de tres mil años. Se erigía como un coloso en la Avenida de los Campos Elíseos del VIII Distrito de París. Solo, como yo, desubicado en el tiempo, perdido en una capital que me hacía sentir como un tapón de corcho flotando en la botella de mis pensamientos. Una imagen muy distinta a la del París romántico que aparece en las películas de Woody Allen. Y en las postales de las luces doradas de la Torre Eiffel.
Me preguntaba a mí misma en qué había fallado. Había consagrado mi vida al periodismo. Por él había viajado a un gueto coloured en Sudáfrica, a un campamento de refugiados en Palestina, a un Kibbutz en Israel; por él había sacrificado mis relaciones personales, mi estabilidad –o mi espejismo de estabilidad si es que en algún momento mi vida nómada tuvo un segundo de equilibrio–, y ahora que ya estaba casi rozando con las yemas de los dedos mi sueño: ser corresponsal para un diario grande, la vida me daba esta bofetada. Caprichos del destino.
Había una mujer sentada a la derecha de mi asiento, blanca de pelo largo moreno, y un hombre vestido de traje oscuro, sentado a mi izquierda. Enfrente, una princesa africana que llevaba la cara cubierta con un trozo de tela. Intentaba fijar mi mirada muerta en los colores de sus hilos: eran amarillos, azules y verdes. Me recordaba a los destellos de los atardeceres dorados, parpadeando en la rocosa ladera de Table Mountain (Montaña Tabla), en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), como un semáforo en ámbar. Por aquella época acababa de terminar mi maestría en Londres y creía ser la dueña y señora de una llave maestra capaz de abrir el cofre en el que se escondían los tesoros de este mundo: mochilas de aventuras, puestas de sol de color pastel, y mujeres de piel de avena, como la que estaba delante de mí, en ese olvidado vagón de metro parisino.
Ella ni siquiera me devolvía la mirada o quizás intentaba esquivar la incómoda imagen de mis lágrimas cayéndome por la barbilla. Los extraños que estaban sentados tanto a mi derecha como a mi izquierda también escapaban de mi reflejo, de aquel que se podía ver en el podrido espejo.
Me hubiese encantado tener un pañuelo de algodón blanco para frotarlo por mis mejillas, humedecidas con lágrimas calientes. O incluso tener un simple clínex como el que me ofreció la rumana que pedía monedas en el metro de La Ventilla en Madrid, cuyo reflejo también pasaba inadvertido para el resto de los pasajeros. Pero era tan desastre que ni siquiera tenía la funda de las gafas, las cuales flotaban por algún lugar de mi bolso, como mis pensamientos.
—Escríbele una carta al director diciéndole que te gustaría seguir trabajando con ellos y que puedes aportar cosas interesantes al periódico, me dijo un amigo mío.
Así lo hice. Pero nunca obtuve respuesta.
—El director ha recibido tu carta pero dice que no tiene nada que decir, me dijo su secretaria.
—Es el director el que ha dicho que no puede ser la colaboración. Y no es por nada que hayas hecho mal. Es que, por las razones que sean, que no sé cuáles son, me ha dicho que no puede ser tu colaboración. Y lo ha dicho de forma terminante, me dijo mi jefe de sección.
Ahí se terminaba todo. Sin explicación. Yo perdida en París intentando buscar una respuesta y mi periódico sumergido en los ajetreos de Madrid, demasiado atareado como para pensar en las imágenes e historias que yo estaba viviendo, las cuales sentía la necesidad de relatar. A nadie le importaban. Supongo que por eso me caían las lágrimas.
Claro que podía seguir intentándolo, contactar con otros medios, enviar propuestas desde París y volver a empezar… Pero la industria del periodismo funciona de la siguiente manera: conoces a alguien (padrino) que conoce a alguien y así vas abriendo camino u olvídate de que te den una oportunidad. No había anuncios en Infojobs de: se necesita corresponsal en París, no. Esa clase de trabajos venía de boca a boca y si perdías tu relación con un periódico grande podía costar años volver a recobrarla. Pero había que seguir caminando.
—Bueno, me dije a mí misma, soltera, con 28 años, cobrando 400 euros al mes en mi trabajo de secretaria en la Cámara de Comercio, y sin un periódico para el que escribir. Ya he tocado fondo.
El metro se volvió a parar. La princesa africana ya se había ido. Volví a ver el cartel azul, esta vez estaba escrito: La Motte Picquet Grenelle, la parada de mi escuálido apartamento. Entré en mi zulillo parisino, me saqué el abrigo y encendí el ordenador. Leí el correo que me había mandado mi tía Marisa, quien trabajaba en Londres.
–A veces pasan cosas así y nos tenemos que replantear la vida de forma diferente. No te vengas abajo. Empieza a escribir la novela que siempre te dije.
Supongo que por ese motivo escribí la siguiente propuesta para la plataforma Información Sensible, la cual espero que se financie por Crowdfunding; es decir: por aportación económica de los lectores. Si no se consigue: a intentarlo de nuevo. Siempre hay que volver a caminar. Aunque a veces se reciban puñetazos invisibles.
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