Pocas voces se han vuelto tan obsoletas como el término “veraneo”, con sus marcadas connotaciones familiares y de clase, de alargadas y detenidas estancias en destinos muy prefijados, más bien norteños y casi vitalicios, antes de que el extendido afán de ligar bronce diese al traste con el antiguo prestigio de preservar marfil. Al margen de productos asociados, cada vez más indefinidos y ubicuos, consumibles en cualquier época del año, como la “canción del verano” o el “tinto de verano” (también “las bodas de la cerveza y el verano”, que oficiara el poeta), ¿existe ya un ámbito específico de esta estación?
“Verano” –definió Francisco Umbral en Mortal y rosa– “es eternidad razonable”. Un espacio, también, para que jueguen al escondite inglés el calor y la sombra, que, a decir de Jean-Paul Sartre, van de la mano, pues “El sol es siniestro”. Y en lo cual redunda, con mayor fuerza lírica, José María Valverde: “El sol lo toca todo como un ciego…”. Es, según lo concibieron Georges Bataille y Samuel Beckett, respectivamente, “el ano solar”, y la ensoñación del “esfínter del cielo”.
Se levanta ahora la veda para dar con un tiempo peculiarmente elástico, zumbón y diletante. Pero, en la medida en que se emborronan las fronteras, entre ocio y negocio, entre hipótesis de vacación y de trabajo, caen los atributos del verano. La cuestión de fondo radica en que, a raíz de la hegemonía digital, el tiempo físico y el tiempo social andan dislocados. Quizás sabemos que es verano sólo porque ya ha dejado de ser primavera en El Corte Inglés. Y porque –en los mejores casos– las empresas dejan de embarazarnos y nos dan el mes para que vivamos el período a pierna suelta. Mientras la luz se alarga, el deseo se vuelve más consciente, y, a la vez –acaso como antídoto de la provisionalidad–, nos volvemos más zumbones. No obstante, como solía argumentar el filósofo Agustín García Calvo, “cuando insisten tan obstinadamente en proclamar que hace frío en el invierno y calor en el verano (pues, ¿qué sería, si no, de los abrigos de astrakán y de los hoteles a la vera de las playas?) no puede uno menos de sentirse invadir por la desconfianza”.
Pese a la ilusión de atemporalidad (“Puertas abiertas a un salón vacío/ donde se pudren todos los veranos”, escribió en Piedra de sol Octavio Paz), ya no se trata tanto de un vaciado específico en el almanaque, o de una suspensión inherente a una estación determinada, cuanto de una actitud o un estado de “disponibilidad”. Como analizó en su día el sociólogo Jesús Ibáñez, autor de Más allá de la sociología, “al estar el verano en todos los lugares y en todos los momentos, está ya nunca y en ninguna parte”. Sin identidad alguna, carente de atributos espacial y temporal, se le identifica como algo susceptible de saltar como un resorte en cualquier instante y rincón, donde sea y cuando sea, con tal de que “puedas… oscurecerte la piel con bronceadores, deambular por las autopistas, visitar como un loco monumentos y comercios; que puedas como un zombi, trasnochar, trascomer, trasbeber, trasfollar… simular la trasgresión a toda costa”.
Ese poder de simulación, de adquirir el estatus de trasveraneante, con la veda masivamente levantada en estas fechas, sigue siendo, no obstante, un duro trabajo remunerado en prestigio. Irse de vacaciones para poder presumir de que se ha ido de vacaciones. Varían los parajes, pero permanece intacta la ambición esencial de las señoritas de la clase media madrileña que, a mediados del siglo pasado, se recluían en sus casas y bronceaban en los balcones para poder presumir de que habían pasado la temporada en un chalé de Villaviciosa de Odón. Lo que aumenta es el compulsivo destajo, el prestigio de la lejanía, la sofisticación para perfeccionar la prueba o el botín que se exhibe en el retorno, que ahora llevamos incorporado en el apéndice del móvil.
Uno de los lemas más extendidos podría ser: Ganarás el pan del prestigio con el sudor de tu frente sobre la hamaca. Esto puede acometerse en plan desaforado, o bien, más familiarmente, reproduciendo los esquemas dejados en origen. Ibáñez estipuló en su día dos modelos de “trasveraneantes”, que no sólo continúan vigentes, sino que, incluso, al rebufo de la crisis se han exacerbado: “El zombi sin sepultura” y “El caracol cargado de implementos”.
Éste último, fiel heredero del seiscientos de la clase media –desde los Planes de Desarrollo hasta Verano azul–, es el utilitario familiar atiborrado, con la suegra, el tiesto y el loro incluidos, que se limita a trasladar el aura doméstica hasta la entrada de la tienda del camping o la mesita del clónico apartamento. El otro modelo, el “zombi sin sepultura” (cuya imagen paroxística la alcanzan hoy los adolescentes haciendo botellón hasta el alba, o agolpados en cualquier afterhours, precisamente en cualquier tiempo y lugar), lo encarnan los herederos de “mientras el cuerpo aguante”. Son los émulos de la célebre jet –otra antigualla– y de cuantos optan por darse de bruces con la borrosa imagen de previsión meteorológica que legara el vanguardista Agustín Espinosa: “En aquella estación, el sol salía y se ponía siempre a una misma hora”.
Por lo demás, conforme a la “desconfianza” señalada por García Calvo, ya no ofrece garantías aquella animada vocecilla que antaño aseveraba: “Yo sé que este verano te vas a enamorar”. Sobre todo, desde que Eva María se fue buscando el sol en la playa, con su maleta de piel y su bikini de rayas. Desde que, sin la menor indulgencia, se esfumó la noción misma de verano. Y más bien sucede que nos adscribimos a la estación con la misma inercia preventiva con que asumimos los rigores de María Cristina: que me quiere gobernar y yo le sigo-le sigo la corriente, porque no quiero que crea la gente que me quiere gobernar. Eternidad razonable, sí, pero cuya inmanencia sólo podemos vislumbrar un instante: al trinchar, por ejemplo, un tropezón en la paella, luego de haber aguardado durante horas para pillar mesa (o nicho) en el hangar petado de la playa global.
La vida a fuego lento
Al otro extremo, el verano es, al menos como ideal, la estación propiciatoria del emergente movimiento slow (lento). Entre sus próceres, devenidos en los últimos lustros en sintomáticos best-selleres destaca el escocés Carl Honore, que ha visto traducido ya a treinta idiomas su libro Elogio de la lentitud (RBA, 2008), a caballo entra la narrativa de consumo y el manual de autoayuda. Sus obvios reclamos son dignos de figurar como manual de instrucciones, a la entrada de las tumbonas estivales: “Rápido equivale a atareado, controlador, agresivo, apresurado, analítico, estresado, superficial, impaciente y activo. Es el dominio de la cantidad sobre la calidad. Mientras que lento es lo contrario: sereno, cuidadoso, receptivo, silencioso, instructivo, pausado, paciente y receptivo: Significa la supremacía de la calidad sobre la cantidad”.
Por su parte, a partir de la razonable premisa de que “el trabajo fue inventado para facilitarles las cosas a los de arriba”, Tom Hodgkinson se muestra mucho más frívolo y contemporizador en su Elogio de la pereza (2005): conmina al personal a permanecer en la cama como única medida de sublevación posible. Y, otro destacado slower, el periodista italiano Carlo Petrini hace bien en prevenirnos contra “la era del furor” y la galopante americanización de la cultura europea, a través de un fast-food que se apodera ya de todos los ámbitos de la creación y la recepción artísticas y culturales.
Mientras que los antiguos sesentayochistas proclamaban “Paren el mundo, que me bajo”, hoy el lema propiciatorio podría ser: “Paren el reloj, que me vuelvo a mi mundo”. Ciertamente, frente a las fauces devoradoras del tiempo social y laboral (¡o del estrés de su carencia!), que nos someten, cuando menos, a un ritmo de lavadora centrifugada, prima el anhelo de recobrar el propio tempo interior, y contemplar el propio rostro reflejado en los lentos vaivenes de un reloj de arena. Con o sin piloto automático, en el estío aspiramos a alcanzar el ala-delta de la velocidad de crucero, y sentirnos, por una vez, de veras, manos libres. Gestos lentos de la propia estación –¡ella sí que se va de veraneo!–, a cuyo rebufo horizontal y ancha acogida, se nos dilata de nuevo la ilusión monarca de confundir a nuestro antojo la velocidad con el tocino. E, incluso, el sol nocturno, que tanto encandiló a Novalis, con la nieve solar del mediodía.
Por una vez, los autores de best-sellers que pregonan la lentitud coinciden con la cachaza a fuego lento que aconsejaban los clásicos. La lenta degustación y el saboreo temporal como única posibilidad creadora: darle tiempo al tiempo es la esencia misma de cualquier arte. No por nada, antes de optar por una vida contemplativa y sosegada, el poeta emblemático de Isla Mauricio, Malcolm de Chazal, se preguntaba: “El futuro está delante de nosotros y el pasado, detrás, pero, en el presente, a nuestros ambos lados, ¿qué clase de tiempo se encuentra?”… La respuesta es que se encuentran los dos: el presente que aniquila el pasado y corre desaforado hacia el futuro incierto, con la lengua fuera, y el presente detenido, que se ofrece, justamente, como un presente, y nos hace partícipes de cierta redención a través de la memoria. En efecto, conforme a nuestra condición de seres “escindidos”, con que nos catapultaran en sucesivos planos Freud, Marx y Nietzsche (que para Paul Ricoeur componen la tríada de “la escuela de la sospecha”, y que, tal vez, siguen siendo, respectivamente, los cimientos de las tres cosas que hay en la vida: salud, dinero y amor), a un costado nos azuza un velocista intratable, tan neurótico como el conejo de Alicia en el país de las maravillas, cronómetro en ristre, mientras que, al otro lado, nos tira de la manga un reflexivo corredor de fondo, sugiriéndonos la necesidad de repostar a cada nueva escala, y hasta de responder, a cada nueva demanda intempestiva, como el Bartleby del célebre relato de Melville: “Preferiría no hacerlo…”.
En su novela La lentitud (Tusquets, 1994), Milan Kundera se mofa de la relatividad del concepto, superponiendo diversos períodos históricos; pero establece una regla de oro de la aritmética existencial: la directa relación entre la velocidad y el olvido. José Ángel Valente sentenció en sus diarios que “sólo en el péndulo parado se inscribe en verdad el ser del tiempo”, y, contra “la falacia” de la linealidad temporal, argumentaba: “Porque hay tantos después que envuelve ya el pasado y tantos antes no nacidos nunca”. Por su parte, José Lezama Lima, que definió la poesía como “un caracol nocturno en un rectángulo de agua”, resumió en este verso su proceso de composición poética: “Lento es el paso del asno en el abismo”. Y para elogiar el verdadero sentido de cualquier actividad creadora, el poeta cubano sentenció: “No hay nada más absurdo que pasarse una tarde mirando un punto fijo de una pared, pero nada más heroico que hacer eso mismo toda una vida…”. Sólo que resulta más factible hacerlo en el verano.
Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) es escritor, periodista y crítico literario. Escribe en los diarios La Razón y La Provincia, y en diversas etapas ha colaborado con El País y ABC. Es autor de ensayos como Poesía y posmodernidad y Crítica de la razón comunicativa, y de poemarios como Contraluz o el mar liquida su comercio, Agua por señas, Sofá de arena y Ojos de garza. En la actualidad es director de Comunicación de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, en Las Palmas. En FronteraD ha publicado Salvador Pániker: el tao en la alfombra roja, Archipiélago portátil. De la ‘Utopía’ de Tomás Moro a la muerte de Fidel Castro desde el mirador canario, La devaluación de la muerte: entre el ‘pijama de madera’ y el cenicero y Para sobrenadar en la sociedad líquida. En torno a Zygmunt Bauman