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Cuando éramos ricos, o el disparate nacional

 

Aunque el programa fue emitido hace un año, sólo ayer vi esta edición de Salvados de Jordi Évole, en la que, bajo el oportuno título de Cuando éramos ricos, el periodista ofrece una interesante panorámica del despilfarro de las administraciones públicas en infraestructuras en la última década.

 

El programa aporta cifras que me mueven entre la indignación y la vergüenza nacional. Obras ingentes de cientos de miles de euros que no se necesitaban, que no se usan y que son sencillamente ruinosas. España cuenta con 50 aeropuertos, frente a los 18 de Alemania, aunque el tráfico de pasajeros es mucho menor. Ni hablemos de las estaciones de AVE. Hay algunas líneas de alta velocidad que no llegan a 20 pasajeros diarios, lo que, a un coste de mantenimiento de 18.000 euros diarios, da unos 1.000 euros por pasajero y trayecto. No me tomé aún la molestia de sumar el coste de todas estas obras esperpénticas, pero el día que lo haga, tal vez veamos más claro que nuestros gobernantes se gastaron en caprichos insostenibles el dinero que ahora nos recortan en salud, educación y, muy pronto, pensiones. Porque ya no respetan ni el hasta ahora sagrado fondo de pensiones. Era de esperar.

 

Los expertos consultados por Évole hablan de una estrategia, comenzada por el gobierno de José María Aznar y mantenida por José Luis Rodríguez Zapatero, de consolidar el centralismo del Estado español conectando Madrid con todas las capitales de provincia, en esa creencia, tan castiza y tan cateta, de que una infraestructura siempre es positiva, siempre va a crear actividad y va a ser utilizada y rentabilizada. Yo añadiría que, con el dinero de todos, España se ha convertido en un país puntero en tren de alta velocidad. Me dirán que eso está muy bien. Yo me pregunto de qué nos servirá eso a los españoles una vez terminen de privatizarnos la Renfe y ésta se convierta en una multinacional más, tan predadora como la Telefónica, Endesa, Repsol…

 

Ahí está la triste realidad: autopistas carísimas que no se usan, aeropuertos sin aviones, elefantes blancos de exposiciones mastodónticas que no sirven para nada, pero siguen costando millones de euros en manutención. Decisiones torpes, electoralistas o interesadas, convenios espurios con empresarios dudosos, estaciones de AVE que pasan casualmente por desiertos en los que destacados personajes del gobierno de turno tienen propiedades, y una larga lista de despropósitos que configuran nuestro disparate nacional.

 

El Gobierno presenta sus medidas como inevitables, como si nos enfrentáramos a una catástrofe natural  y no a las consecuencias de dos décadas de políticas equivocadas e irresponsables. ¿Responsabilidad? Aquí nadie reconoce haber cometido un mínimo error. Alcaldes y diputados aseguran sentirse orgullosos de esas infraestructuras inútiles que nos endeudaron hasta las cejas. Tal vez tengan motivos de estar orgullosos: a ellos les salió bien, al fin y al cabo. Esas obras les dieron en su día rendimientos electorales, y los que pagan los platos rotos serán otros. Los de siempre.

 

Ha ido calando, afortunadamente, la idea de que las entidades financieras han jugado a los casinos con el dinero de nuestros ahorros, y una amplia mayoría de los españoles –por mucho que Mariano Rajoy los quiera considerar una minoría ruidosa, frente a esa “mayoría silenciosa” que no se manifiesta, ay- consideran extremamente injusto que las clases trabajadoras tengan que pagar ahora, con recortes de servicios públicos esenciales y subidas de impuestos, la irresponsabilidad de aquellos que continúan cobrando salarios millonarios sin contrapartida alguna. Sin embargo, hasta ahora se ha hablado menos de esos otros responsables directos de la crisis. Esos que despilfarraron el dinero de todos cuando éramos ricos. 

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