Suena Moving on,
de James
En un acto reflejo, a priori inconsciente, pero que no deja de tener cierta lógica, suelo asociar a Ken Loach con Oliver Stone, siendo ambos cineastas en principio bastante diferentes entre sí. Aunque no tanto. Ciertamente, al británico, en su detrimento, le falta el humor gamberro del que hace gala el norteamericano cuando este no se pone solemne y pretende edificarnos con marcados y tendenciosos discursos ideologizados. A favor de Loach podemos admitir que este adolece respecto a Stone de su contundencia visual, apoyada en un deslumbrante trabajo de montaje, y por lo tanto su cine no acaba por ejercer una terapia de choque a la que conviene entregarse, en el caso de las películas de Stone, si uno no quiere adoptar similar actitud beligerante. El peso ideológico también se impone en un cineasta como Ken Loach, pero personalmente cuando sucede de forma acentuada me cuesta mucho más aceptarlo, digerirlo. A ambos decido abandonarlos esporádicamente, aunque me apetece y me divierte más ver lo que el enajenado de Stone es capaz de hacer, con total desfachatez, que lo que el flemático y racional Loach pretende hacerme aprender, sin ruborizarse, sin plantearse que los demás pueden tener sus propias ideas.
La indigestión causada por la mayoría de películas de Loach –cuando mejor funciona es cuando se centra en dramas sociales, de denuncia sí, pero centrados en la gente de la calle- viene provocada por la simpleza de un cine que, además de tomarse tan en serio a sí mismo, acaba por querer imponerle al espectador el peso ideológico que lo alimenta. Todo acaba supeditado a la transmisión de determinado mensaje de carácter político, histórico o social, de manera que los personajes que protagonizan las historias acaban siendo reducidos a simples arquetipos, cuando no caricaturas, que facilitan un discurso que tanto interesa dejar claro; un peso ideológico que condiciona de tal forma cualquier posible lectura o interpretación alternativa que acaba poniendo en jaque el compromiso de la propia película. Y Jimmy’s Hall vuelve a ser un claro ejemplo de ello, como lo eran El viento agita la cebada (The wind that shakes the barley, 2006) o la mediocre La canción de Carla (Carla’s song, 1996) .
La historia de James Gralton, un activista y líder comunista, que vuelve, tras diez años de exilio en Nueva York, a su Irlanda natal para comprobar que las antiguas heridas provocadas por guerras civiles siguen abiertas y han causado algunas más, es tierra de abono ideal para que Ken Loach, junto a su inseparable guionista, Paul Laverty, siga ejerciendo su papel de cineasta comprometido, responsable de un cine de denuncia contra las injusticias. Jimmy’s Hall (2014) permite a Loach y a Laverty un nuevo alegato en contra de los abusos del poder, siempre representado por la misma ideología, conservadora y clerical; de nuevo ambos manifestando su lamento por las causas perdidas de índole comunista. Y aclaremos que no se trata de disentir de los planteamientos del cineasta británico, incluso, más bien en ocasiones, de todo lo contrario.
Porque en Jimmy’s Hall aparece, como suele ser habitual, ese esquematismo tan propio de unos discursos aquejados de un maniqueísmo tan inverosímil que incluso fastidia la posibilidad de sentir afinidad con las ideas que defiende el cineasta. El resto de aspectos del film ya poco deben importarnos porque ni tan siquiera parecen importarles a Loach, centrado en dar lecciones. El naturalismo de su puesta en escena resulta puro vehículo propagandístico. Los actores resultan simples títeres que transmiten el mensaje convirtiéndose entonces el propio cineasta en un totalitarista de esos que tanto aborrece. Las imágenes de Jimmy’s Hall quedan pues como claro ejemplo no de cine político, sino de política hecha cine. Y lo que es peor, con la misma simpleza de planteamientos, con la misma pobreza dialéctica y con el mismo manual con los que se hace hoy en día la política, al menos la de nuestro país. Así que, igual que a los políticos, cuando Loach se pone en su mismo plan no me lo creo.