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Mientras tantoCuando la cobardía se contagia I

Cuando la cobardía se contagia I


 

El 2 de abril de 1982 quien escribe no estaba en la Argentina. Meses antes había salido de estas costas con rumbo a Brasil. Algunos inconvenientes políticos familiares y algunos inconvenientes familiares decidieron un viaje que supuse iba a durar poco pero duró mucho, lo suficiente para encontrar a la vuelta un país distinto del que había dejado. Al menos en la superficie. Las palabras: tablita, desaparecidos, habían dado lugar a otra, hegemónica: democracia. Con la democracia se come, se cura, se educa. Las buenas intenciones de Raúl Ricardo Alfonsín duararon dos años de los casi seis de su gobierno, entre asonadas militares, catorce paros generales, defecciones propias y golpes de mercado: una inflación galopante obligó a entregar el gobierno por adelantado a Carlos Saúl Menem pero la administración radical no se privó de acordar con Chile un tratado sobre el canal de Beagle, de tratar a la gente del campo de lobbystas, de favorecer, en lo posible, la libertad de expresión, de dictar la ley que permitía el divorcio y de juzgar a los cúpulas de las juntas que se adueñaron del país en marzo de 1976 (y de dictar dos leyes vergonzosas, obediencia debida y punto final) que fueron anuladas con los años, cuando la amenaza castrense ya no existía. Si Alfonsín no hizo más, es probable que jugaran dos variables: era un hombre de centro, nunca pensó que la ideología autoritaria estuviera tan enquistada, hasta los tuétanos, como estaba en la sociedad civil. País con una clase media importante y veleta, en la Argentina la servidumbre voluntaria viene de lejos.

 

Atornillada con los gobiernos de Menen y de Fernando de la Rúa, creció junto a la modernización leve de las instituciones y al boom de los medios y de las tecnologías de la comunicación que en un país sin producción industrial consistente, iba a redundar en un aumento entre la pobreza y la riqueza escandaloso después que el esquema agroexportador, endeudado y corrupto, estallara por los aires a fines del 2001, cuando empezaron a jugar otras fuerzas y otros actores. Pero quisiera poner el acento en dos fenómenos. Malvinas y el crecimiento exponencial de la pobreza.

 

Nunca como antes, ahora se conmemora el comienzo de una guerra que nació perdida. Como antes, sí, ahora se hacen actos como ayer fueron vivas a los militares patoteros con un dedo de estrategia en la cabeza. Nunca como antes, el chauvinismo argentino rebrota estos días que habría que atravesar como un duelo. Nunca como antes, la sociedad argentina se hizo tan permeable al discurso de la inseguridad y al religioso. El nivel de paranoia inducida es directamente proporcional a la banalidad de los programas de debate político. En las casas hay cámaras de vigilancia, alamas y patrulleros de la bofia vigilando cuadra por cuadra… si les pagan una cuota extra. Esas comisiones de vecinos son las mismas que patean las cabezas de los ladrones de chocolatines.

 

Las Malvinas nunca más serán argentinas, por mucha historia heroica, por mucho pichiciego, por mucho billete emitido ad hoc. Y mucho menos desde que se descubrió algo de petróleo y que esas islas son un puente hacia las reservas acuíferas de la Antártida. Yo confieso haber festejado el fin de la guerra en Arembepe, atragantado de hongos alucinógenos y presentes de niñas cariñosas. Volví años después, para estudiar, y pude estudiar y ordenar mi propio caos.

 

El final es para advertir que tres generaciones de desempleados y una pobreza creciente es el resultado de políticas de reconversión económica asistencialista, simplemente porque ese es el límite de la doctrina social de la iglesia, y que son los hijos de ese estado «ausente» como dijo estos días el diputado electo Sergio Massa, demagogo y oportunista los que salen a robar, hijos a su vez de los enviados a morir a las Malvinas, sin calificación siquiera para empuñar un cuchillo; son ellos los apaleados y asesinados bajo las cámaras de la televisión bienpensante. ¿Será ahí que hay que buscar en lugar de prometer y dar aumentos a la policía, la única institución que en treinte años de democracia no se revisó, no se depuró ni rejerarquizó, según otros medios y protocolos que no sean primero robar, después preguntar?

 

Es posible.

 

Creételo.

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