[Este es el relato en primera persona de una ciudadana hondureña con conciencia social que lleva toda su vida tratando de mejorar la vida de los demás y que sufrió en carne propia la arbitrariedad de una policía que no siempre tiene presente la Constitución y las leyes a la hora de cumplir con sus deberes]
Hace diez años, sentada en una de las tantas mesas de dialogo que convocaba el FONAC (el Foro Nacional de Convergencia) sobre diversos temas que concernían a la nación hondureña, se planteaban propuestas razonables para la modernización del aparato policial, ya que se contaba con los recursos necesarios. El diagnóstico arrojó datos espeluznantes: reiteradas y sistemáticsa violaciones de los derechos humanos, carencias básicas (como no contar con papel y lápiz en las jefaturas) y personal con poca o nula formación y capacidad para lidiar con la ciudadanía, y como eje transversal que todo lo emponzoñaba la corrupción a todos los niveles de unas fuerzas de seguridad creadas para proteger a la población. Esta situación crítica en Tegucigalpa empeoraba todavía más en las oficinas regionales y locales.
Ahora, sentada en la paila de una patrulla, esposada, y cruzando toda la ciudad, con una sirena que anunciaba que todos los conductores que tenían la obligación de ceder el paso al vehículo que me llevaba a una posta policial que tuviera celdas para encerrar mujeres durante 24 horas, volvía a pensar en aquella mesa. En la paila de la patrulla estaba custodiada por dos mujeres y tres hombres, cinco agentes en total. Durante más de una hora, un vehículo oficial se decidó a exhibirme como un trofeo por toda la capital del país que yo amo a pesar de todo. Les pregunté a los policías cómo podía ser que en un país con grandes problemas de violencia en los barrios estuvieran perdiendo tiempo y recursos humanos y económicos (como la gasolina) en un caso como aquel, de “desobediencia civil” o “irrespeto a la autoridad”. Ese fue el artículo de la Ley de Convivencia que uno de los agentes se sacó de la manga, cada vez más enojado porque yo, consciente de mis derechos, no dejaba de hacerles preguntas. Y porque les reclamaba el respeto que todo ciudadano merece de unos funcionarios encargados de velar por la seguridad de los hondureños, a los que han jurado servir con honestidad y escrupuloso respeto a las leyes. Los primeros en respetar religiosamente la ley son los empleados públicos contratados para que se cumpla. Yo me limitaba a pedirles que bajaran la voz y que no me maltrataran ni me menospreciaran. Pero la triste y penosa constante en todas las postas donde me trasladaron la escena se repetía como una pesadilla en pleno día: jefes arrogantes que solo escuchaban las inicuas acusaciones de sus subordinados, sin que nadie me prestara atención, sin que nadie quisiera escuchar mi versión de los hechos. Lo que más les indignaba era precisamente que les preguntara él porque estaba en la posta. ¿De qué se me acusaba? ¿Por qué me maltrataban? ¿Por qué no me dejaban explicar lo que había ocurrido? La palabra de sus compañeros era palabra de Dios, y no había nada más que hablar.
Me trasladé mentalmente a las series de televisión de investigadores y policías que me gusta ver con mis hijas y concluí que no se parecen nada a la realidad hondureña. No se rellena ningún documento, no hay investigación digna de tal nombre, no hay aplicación de la ley de “inocencia hasta que se demuestre lo contrario”… En un par de minutos fui juzgada y sentenciada al calabozo por espacio de 24 horas, a expensas del enojo de policías armados hasta los dientes y lastimados en su ego.
Me amenazaron con pasar 24 horas en el calabozo, un lugar al que entiendo llegan todas las mujeres tal vez inocentes como yo, o no tan inocentes. Allí íbamos a pasar dos días. Gracias a Dios no me llegaron a encerrar, aunque las intenciones de mis abusadores era que se cumplieran sus amenazas. Para corregirme, y que no fuera tan “malcriada”.
Me soltaron casi tres horas después del incidente que tuve con un joven policía. Casi todos los días hay un retén cerca de mi colonia. Entiendo que es porque vivimos junto a una de las colonias más peligrosas de Tegucigalpa. Siempre que me paran me piden mis documentos y yo se los muestro. Me he dado cuenta de que a los policías más jóvenes les gusta pavonearse ante mis hijas y a menudo lanzan miradas a sus piernas con sonrisa juguetona. El joven agente que me paró me dijo que debía abstenerme de circular. Resultó muy chistoso, porque ante las medidas dictadas para luchar contra la pandemia de Covid-19 los hondureños que tenemos conciencia social y nos preocupa nuestra salud y la de los demás seguimos circulando por cuestiones de trabajo o de estricta necesidad. El policía me amenazó con decomisarme la licencia y el vehículo. Por eso discutimos. En cuestión de minutos una mujer policía ya estaba queriéndome subir a la fuerza a la paila de la patrulla, y mi hija llorando. ¿Cómo no alterarse ante una situación así? Por eso le dije a mi hija que subiera, que la llevaría a casa, y a los policías que en mi carro íbamos a ir a la posta más cercana para averiguar de qué me acusaban. La patrulla me siguió y el conductor se bajó gritándome como a una peligrosa delincuente, que por qué había huido y que ya iba a llamar a una grúa para llevarse nuestro carro, y que me subiera de inmediato a la patrulla. Insistí en ir en mi propio vehículo con mi hijo. Cuando llegamos a la posta más cercana me encontré con el panorama que ya conocen.
No me dejaron hablar. Una funcionaria muy tosca me registró, me puso las esposas y me subió a la fuerza a la paila de la patrulla. Recordé a una amiga que decía que las mujeres policías siempre deben ser mujeres, no actuar como hombres policías, y no perder la feminidad que nos caracteriza. Pero ese es otro tema.
Gracias a la intervención de casi diez personas, entre amigas feministas, el jefe de mi hija, el alto comisionado de los derechos humanos y mis compañeras de la fundación Alfredo Landaverde me sacaron con el pesar pintado en la cara de toda la jefatura. Recibieron una llamada de altos mandos.
Me había quedado sin dinero, sin teléfono. Les pregunté que cómo regresaba a mi casa y me contestaron de forma burlona: “En bus rapidito”.
Tengo muchas preguntas que hacer: ¿Qué pasó con todas aquellas mesas de trabajo para una nueva ley de policía? Se incrementó el presupuesto para que los agentes ganaran más plata, para que así fueran más eficientes, ya que ahora su sueldo es equivalente al promedio de un profesional universitario. ¿Qué formación reciben en las escuelas y universidades de policías de reciente creación? ¿Qué pasó con los millones de dólares para financiar la modernización del cuerpo de policía? Y, por último, ¿qué hubiera pasado conmigo si no tuviera amigas e hijos que insistieron hasta que lograron mi pronta liberación? ¿Qué pasa con aquellas personas que no tienen contactos y que caen en manos de este despiadado y abusivo sistema policial?
Es en solidaridad con todas esas víctimas inocentes que cuento mi experiencia.
Mi denuncia la lanzo contra un sistema policial que me parece prepotente y abusivo, negligente y machista, afianzado por un gobierno dictatorial que no respeta los derechos humanos.