En la mañana del domingo, cerca de 2.000 agentes de la Policía Militar entraron en el barrio de Pinheirinho, en la ciudad de São José dos Campos (São Paulo), con un objetivo firme: expulsar a las 1.600 familias que allí habitan, unas 9.000 personas que, simplemente, no tienen hacia dónde ir. Por eso muchos optaron por resistir, ni que fuese con piedras y palos, frente al material bélico de las fuerzas de Seguridad del Estado. Saben que si salen de allí, si los poderosos obtienen lo que quieren -el suelo que ocupan-, quedarán a su suerte. Y resisten.
En sus ocho años de historia, el barrio de Pinheirinho ya ha sufrido varios intentos de expulsión, aunque nunca con tanta virulencia. Esta vez, el Estado desplegó todo su poderío: helicópteros, bombas de gas pimienta, gases lacrimógenos y balas de goma. Toda la fuerza del Estado contra trabajadores y trabajadoras, ancianos y niños -se calcula que un0s 2.600 de los 9.000 vecinos son niños-, presionados psicológica y físicamente
para aceptar un pasaje de autobús de vuelta a São Paulo, o al lejano estado nordestino de Piauí. Unos aceptaron; otros se rebelaron e hicieron frente a los agentes. Resultado: decenas de heridos, varios detenidos y, probablemente, también algunos muertos, como ha denunciado el responsable local de la Orden de Abogados de Brasil (OAB).
Las ocupaciones se suceden, en las ciudades como en el campo, a lo largo y ancho del vastísimo territorio brasileño, pues, como reza el célebre eslogan de los movimientos sociales, «mientras la vivienda sea un privilegio, la ocupación será un derecho». Los despojados, las familias desalojadas de su barrio por la policía, o que vieron su chabola caer tras las fuertes lluvias de un verano cualquiera, montan con paciencia y esmero su poblado a base de troncos y lonas de plástico, que después serán ladrillos y tejas. Poco a poco, con el mimo de lo manufacturado, el poblado va creciendo y prosperando, y sus gentes van haciéndose con una mínima, aunque precaria, infraestructura urbana. Mientras ocupen con sus chabolas terrenos que nadie ambiciona, el Estado no se preocupará por ellos; pero ay si se asentaron sobre un suelo que pasó a ser objeto de deseo de las empresas y especuladores urbanísticos. Ese es el caso de Pinheirinho, según el diputado Iván Valente, que siguió de cerca las negociaciones previas con los vecinos y asistió a un confuso rifirrafe con la justicia en que una jueza acabó desacatando una orden anterior y la brutal represión policial acabó llegando, de tapadillo, por la mañana de un domingo. «Si la acción no fue ilegal, fue al menos ilegítima», asegura Valente, para quien la justicia, como la política, se replegó ante los intereses de la especulación inmobiliaria. El pasado 9 de enero, los gobiernos estatal, federal y municipal llegaron a un acuerdo para suspender el desalojo de manera temporal. Poco después, cuando los propietarios del lugar lo reclamaron, el Estado se desdijo del acuerdo y la justicia cumplió ese papel, tan consolidado en Brasil, de celar por el respeto a la propiedad privada, aunque sea pasando por encima de los derechos humanos más elementales. Para darle más emoción al caso, el terreno sobre el que se asienta la ocupación pertenece a la empresa Selecta, del grupo del especulador Naji Nahas, que, por evasión de impuestos y otros delitos, tiene prohibido actuar en varios países….
Hace tiempo que lo viene denunciando el batallador movimiento brasileño por el derecho a la vivienda, y hace tiempo que desde estas páginas estoy reportando esa lucha. La tensión entre los despojados, que ocupan porque no tienen nada, y los propietarios, que no quieren ceder un ápice de lo mucho que poseen, es antigua, pero se viene haciendo más cruda ante la proximidad del Mundial de 2014 y, también, a la ascensión económica de Brasil, especialmente de la ciudad que concentra esa riqueza, São Paulo, donde la especulación inmobiliaria cabalga a ritmos que recuerdan a los de la España de hace unos años -y no harían mal los brasileños en aprender las lecciones de aquellos errores nuestros-. En pleno centro de São Paulo, hace apenas unos días, la policía emprendió una represiva operación en Cracolândia, como se llama desde hace años a las cuadras que, entre los barrios de Luz y Santa Ifigênia, fueron
convirtiéndose en el refugio de marginales y usuarios de crack, la devastadora droga hecha a base de pasta de cocaína que, por su precio asequible, se ha convertido en sinónimo de pobreza y exclusión. Los zombis humanos que se pasearon durante años por Cracolândia fueron ignorados por el Estado hasta que, con vistas al proyecto de revitalización de Luz, la presión de la especulación inmobiliaria evidenció que un territorio tan jugoso como el centro de la ciudad más cara y más rica de Suramérica no podía quedar en manos de los pobres. La policía entró dispuesta a causar «dolor y sufrimiento»; esa fue la
intención manifestada por los propios políticos que dieron las órdenes. La primera consecuencia, además de los abusos y maltratos, es que, con la diáspora de los drogodependientes, se ha dificultado todavía más el trabajo de los asistentes sociales. No se entiende, si no es por la presión de aquellos intereses, que se emprenda una acción policial de este tipo sin antes haber creado el centro de atención a los dependientes que fue largamente prometido.
Ejemplos no faltan, cada día que pasa. Hoy mismo leo que el Morro da Prividência, en Rio, está sufriendo desocupaciones provocadas por el proyecto Porto Maravilha, que, con un teleférico, hará las delicias de los turistas. Leo estas informaciones desde São Miguel dos Milagros, un pueblecito de pescadores al norte del Estado de Alagoas, próximo de Pernambuco. A la salida del pueblo, decenas de personas están alzando uno de esos campamentos que simbolizan la resistencia y la lucha de quienes, despojados de todo, buscan una vida más digna.