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Cuando no sabemos quiénes somos

 

¿Quién soy?, ¿qué hago aquí?, ¿merece la pena lo que escribo, lo que digo?, ¿me servirá de algo?, ¿se volverá contra mí algún día? Hoy estoy aquí pero, ¿y mañana?, ¿qué será de mí? Es angustioso estar todo el día dando vueltas a estas preguntas. Normalmente, nos dejamos llevar. Vivimos al día, al minuto, sin plantearnos muy bien qué nos deparará el futuro. Quizás desde el comienzo de la crisis nos planteamos más a menudo estas cuestiones. Y tenemos mucho más miedo. Porque vemos que a nuestro alrededor hay mucha gente quedándose por el camino, en las cunetas. Y tememos que por culpa de las decisiones políticas que se van adoptando semana tras semana, nunca saldrán de ahí. Y que, cuando nos toque a nosotros mismos, también nos caerá la misma condena. A veces tenemos la tentación de pensar que habrá quien se salve y que, quizás, sólo quizás, con muchísima suerte, nos contaremos entre ellos. Pero cuando la esperanza deja de cegarnos nos viene la convicción de que nadie escapará. Un nuevo mundo, mucho más hostil, nos terminará engullendo a todos.

 

Antes todo era más fácil. Los obreros eran obreros de la cuna a la tumba. Apenas sobrevivían, pero sabían a qué atenerse desde que nacían. Una familia pequeño-burguesa con un negocio de su propiedad sabía a ciencia cierta que iba a poder vivir de él durante toda su vida. Algún hijo lo heredaría. Otro estudiaría una carrera. Derecho, por ejemplo. Y sabía que iba a poder vivir de la abogacía hasta la muerte. O de la ingeniería. Incluso del periodismo. Zygmunt Bauman lo dice mucho mejor: “En la modernidad existía un lazo estrecho e irrevocable entre el orden social como proyecto y la vida individual como proyecto”. El escenario en el que se desarrollaba la vida era fiable, duradero, estable y predecible. Tomar decisiones en esa situación era fácil. “Comparada con la duración biológicamente limitada de la vida individual, las instituciones que encarnaban la vida colectiva y los poderes que garantizaban la autoridad de éstas parecían verdaderamente inmortales. Las profesiones, los oficios y las habilidades asociadas no envejecían más rápidamente que sus detentores. Tampoco los principios del éxito”, continúa Bauman.

 

Lo que valía ayer ya no valdrá mañana

 

En esas circunstancias, cada uno tenía muy claro quién era. Ahora el mundo se ha hecho mucho más errático: “¿Cómo puede uno vivir la vida como peregrinación si los altares y los santuarios se cambian de lugar incensantemente, se profanan, se santifican y después se vuelven a hacer impíos, en un intervalo de tiempo mucho más corto de lo que llevaría el viaje para alcanzarlos? (…) ¿cómo puede uno prepararse para la carrera de su vida, si las habilidades laboriosamente adquiridas se convierten en un lastre un días después de haber pasado a ser un valor?, ¿cuando las profesiones y los puestos de trabajo desaparecen sin previo avisa y las especializaciones de ayer constituyen las anteojeras de hoy? ¿Y cómo puede uno delimitar y cercar el propio lugar en el mundo cuando todos los derechos adquiridos no se poseen más que hasta-nuevo-aviso (…), cuando toda relación no es más que una ‘pura’ relación, es decir, una relación que no implica ataduras y en la que no se adquieren obligaciones, y todo amor no es más que un amor ‘confluente’, que no dura más de lo que dura la satisfacción obtenida?”.

 

Las reglas del juego no dejan de cambiar mientras se juega. Así uno no puede llegar nunca a saber quién es, dónde está y a qué lugar se dirige.

 

La ventaja de poder volver a empezar

 

Lo bueno es que tenemos margen para reinventarnos, volver a empezar, olvidarnos de todo y que los demás borren de su memoria aquello que éramos para aceptarnos en nuestra nueva versión. De hecho, preferimos que nuestra identidad, la que adoptamos en cada momento de nuestra vida (o la que no tenemos más remedio que vestir tras cada embestida de los acontecimientos) no sea demasiado ceñida. Bauman nos compara con turistas que van de visita por pueblos, ciudades y países desconocidos, donde hablan con los lugareños, pero sin crear lazos demasiado sólidos. Nos da miedo implicarnos demasiado. Preferimos pasar de puntillas por la vida. Es mucho más cómodo. Claro que esta vida sólo la pueden llevar los más afortunados, los que creen haber escogido esa manera de vivir, los que además se sienten afortunados. La mayoría tiene que conformarse con ser vagabundo. Este último tiene la ventaja de saber que le toca vagar por el mundo por obligación, no por elección. Es más consciente de su miseria. 

 

Todo esto tiene su efecto secundario, claro: la ansiedad relacionada con la inestabilidad de la propia identidad y la ausencia de puntos de referencia duraderos, dignos de confianza y fiables que pudieran ayudar a que la identidad fuese más estable y segura.

 

De productores a consumidores 

 

También hay otro punto fundamental en el cambio experimentado por el mundo y que explica nuestro débil anclaje en él. En la sociedad que antes describíamos, los individuos, cualquiera que fuera su clase social, eran productores: el dueño de la fábrica, el proletario, el pequeño-burgués… Ahora lo que nos define es nuestra condición de consumidores. En un mundo de posibilidades de consumo infinitas, la insatisfacción se ha convertido en un sentimiento prácticamente congénito. Sobre todo porque, como les ocurre a los galgos, por mucho que corramos, la liebre siempre irá por delante, a la misma distancia. Es inalcanzable. Siempre se podrá tener un coche mejor, una casa más grande, ropa más cara, ir a restaurantes más lujosos, veranear en lugares más exóticos… 

 

Pero hay personas que no pueden soportar estos vacíos, estas ansiedades, estas vidas sin un ancla, este no saber quién es uno ni para qué vive. Éste es el mejor caldo de cultivo para fundamentalismos, nacionalismos, identidades étnicas, identidades territoriales, para agarrarse a Dios o al terruño, según…

 

Manuel Castells así lo afirma: “Una sociedad constantemente en la frontera del cambio social y la movilidad individual está abocada a dudar de forma periódica de los beneficios de la modernidad y la secularización, anhelando la seguridad de los valores e instituciones tradicionales basados en la verdad eterna de Dios”. Eso, en el caso de los fundamentalismos, tanto el musulmán como el cristiano. Respecto al nacionalismo, Castells destaca la importancia del basado en la lengua: “Si el nacionalismo es frecuentemente una reacción contra una identidad autónoma amenazada, en un mundo sometido a la homogeneización cultural por la ideología de la modernización y el poder de los medios de comunicación globales, la lengua como expresión directa de la cultura se convierte en la trinchera de la resistencia cultural, el último bastión del autocontrol”. Pero, según dice Castells, la etnicidad ya no construye sentido. Ya no es decisiva para generar identidad.

 

¿Paraísos o sólo refugios? 

 

La gran pregunta es si estas nuevas comunidades religiosas o políticas constituyen nuevos paraísos para los seres humanos, lugares en los que les es posible ser y saber lo que son, o si son solamente refugios. Castells se inclina por lo segundo: las identidades que nacen en ellas son reacciones a las tendencias sociales imperantes, son defensivas, funcionan como redes de seguridad y están constituidas desde la cultura en torno a un conjunto específico de valores.

 

Ahora que la crisis se agudiza, que no hay escapatoria posible, ¿qué nuevas comunas surgirán?, ¿con qué características?, ¿inspiradas por qué valores?, ¿existen ya las primeras semillas, las primeras redes de solidaridad?, ¿puede ser la Plataforma de Afectados por la Hipoteca un refugio de ese estilo?

 

Todo son preguntas.

 

El individualismo bien entendido, ¿la mejor receta? 

 

Alaine Touraine ofrece una alternativa. Llena de buenas intenciones, seguramente, pero bastante falta de realismo. Esto es, por supuesto, una interpretación rápida. A Touraine, el comunitarismo le parece terrible por excluyente y constituir una de las principales causas de las guerras contemporáneas. Y ensalza el individualismo. Pero no el de los neoliberales. “Es verdad que la palabra tiene mala reputación”, reconoce el autor, “dado que ha servido para rendir culto al interés personal y a la indiferencia en cuanto a la situación de la mayoría, y cuando canta el éxito de los ricos, rechazando a la sombra la situación de los precarios y los excluidos, es propiamente intolerable y se convierte, con toda justicia, en la diana de todos los ataques que le dirigen quienes defienden la solidaridad, la justicia y la igualdad”.

 

El enemigo del individuo, del sujeto, es tanto la sumisión a las reglas masivas del mercado, es decir, el individualismo extremo, como el enclaustramiento en un comunitarismo que lleva inevitablemente a la guerra.

 

Divididos entre la cólera y la esperanza 

 

El individuo que Touraine quiere que nazca en medio de esta crisis es el que lucha, el que se rebela, el que escapa a las fuerzas, reglas y poderes que le impiden ser quien es. “No hay sujeto si no es rebelde, dividido entre la cólera y la esperanza”, dice Touraine. 

 

El de Touraine es un mundo idílico: “Lo que busca cada uno de nosotros en medio de los acontecimientos en que está inmerso es construir su vida individual (…) Esta búsqueda no puede ser la de una identidad (…) No puede ser más que la búsqueda del derecho a ser el autor, el sujeto de la propia existencia y de la propia capacidad de resistir a todo lo que nos priva de ello y hace incoherente nuestra vida. Esta imagen del individuo se nos presenta de una manera creciente como el ser humano que se afirma como un ser de derechos, derecho ante todo de ser individuo (…), el ser humano dotado de derechos cívicos y de sus derechos sociales, de sus derechos de ciudadano y y de trabajador, y actualmente también de sus derechos culturales”.

 

Es posible que eso sea lo que buscamos, luchando contra viento y marea, pero cuando uno por uno, se nos arrebatan todos los derechos, cuando el mundo se parece muchísimo al que describía al principio Bauman, Castells sigue teniendo razón. Más que nunca. Y veremos surgir más comunas, más comunidades y triunfará el comunitarismo. La alternativa, el individualismo extremo que tanto miedo también le da a Touraine, sería muchísimo peor. ¿O no?

 

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