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Mientras tantoCuando pienso en los años que tengo…

Cuando pienso en los años que tengo…

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Cuando pienso en los años que tengo, me quedo, primero, perplejo. No tengo años, los tengo «detrás» de mí. Pero tampoco es eso. Viven en mí, habitan en mí. Ni siquiera cuando los cumplo, no los llevo a su cumplimiento, sino que sencillamente me acuerdo de que este vivir en mí de los años se vuelve poco a poco más denso. Cuando pienso en los años que tengo, pienso, en segundo lugar en que no son creíbles. No puedo imaginarme que los tenga, ya. Hace poco, una aplicación administrativa me dio automáticamente un año más de los que pensaba tener. Y tenía la máquina razón. Me siento mucho más joven de lo que “soy” o de la edad que “tengo”. Cuando vivía en el siglo XX pensaba a veces en el año 2000. Era una fecha que me parecía muy lejana y futurista. Y los años ulteriores, 2010, 2020, 2030, me parecían literalmente galácticos, oscuros como el espacio sideral. ¿Qué haría yo en aquellos años? ¿En dónde trabajaría? ¿Habría fundado una familia? ¿Cuántos hijos tendría? Creo que ni siquiera me hacía esas preguntas, desde luego nunca con frecuencia. Miraba aquellos años futuros: absorto, completamente absorto. Nunca hubiera podido imaginarme mi situación actual. Mis decisiones personales, mi carácter y el concurso (maldito o necesario) del destino me han llevado a donde me han llevado. Así que el futuro es inimaginable, pero como el presente fue antes futuro, el presente guarda restos inimaginables. El futuro del pasado ha sido presente, con lo que también el pasado está atravesado por eventos inimaginables. Probablemente nos cuesta comprender que lo que San Agustín y Husserl vieron como una triple escansión temporal, el pasado, el presente y el futuro, por la cual el instante presente se va volviendo pasado y va comiendo poco a poco momentos del futuro, es una mixtura temporal en la que se producen fenómenos más extraños de lo que uno pensaría.

Pensar el futuro del pasado o el pasado del futuro nos crea una peculiar inquietud o, incluso, a veces, como veremos, un singular vértigo. En el futuro del pasado pudimos hacer algo, que luego no hicimos; en el pasado del futuro habremos hecho algo que tal vez podríamos no haberlo hecho. Pero la inquietud que nos produce, que es la inquietud de nuestra libertad, siempre fracturada y siempre precaria, se vuelve comezón histórica cuando pensamos en la dimensión colectiva de nuestro país, de nuestro continente, de nuestra humanidad. ¿Qué hubiera sido de nuestro país si Carrero Blanco hubiese vivido más allá de la muerte del dictador? ¿Qué hubiera sido si las mentiras en torno a los atentados de Atocha hubieran tenido efecto sobre la población? ¿Qué hubiera sido de Europa, y de España, sin terrorismos de todo pelaje? ¿Qué hubiera sido de una Europa en la que la OTAN se hubiera auto-disuelto a fines de los 90? Perspectivas nefastas las primeras, perspectivas, las dos últimas, más esperanzadoras.

Las guerras tienen la extraña capacidad de avivar de nuestro subconsciente colectivo, e individual, pesadillas pasadas. Despiertan temores y delirios. Yo no hago más que pensar, a causa de la guerra en Ucrania, en “nuestra” guerra, en esa guerra incivil en la que los que tuvieron que ganar la guerra, la perdieron, en la que una parte de mi familia fue ganadora y otra perdedora, con fusilamientos y exilios de por medio, y otra se tuvo que adaptar pues no estaba especialmente politizada. No hago más que pensar en la guerra de Vietnam, que acunó mis primeros años de vida. Uno de mis primeros libros (¿o el primero?) que me regaló mi hermana fue la historia de un niño vietnamita, en plena guerra contra los norteamericanos y Vietnam del Sur.  Se titulaba La historia de Lam Tahn. En la portada, un niño montaba a lomos de un búfalo…No hago más que pensar en la guerra atroz entre Irán e Irak, que duró tanto que hasta la prensa se fue olvidando de que existía. No hago más que pensar en la guerra de las Malvinas, en la que teníamos el corazón con los argentinos y la razón contra Videla y sus compinches, nunca en favor de Thatcher, por mucho que blandiesen el Derecho internacional. No hago más que pensar en los euromisiles, contra los cuales nos manifestamos, pero, ojo, también contra los misiles del Pacto de Varsovia. No hago más que pensar en la guerra de Yugoslavia, hermoso país a donde quería ir en verano pues nuestro amigo Bixente había pasado unas estupendas vacaciones de mochilero, del que nos habló con pelos y señales, y con un no velado entusiasmo, esa guerra que nos produjo un gran estremecimiento, pues era, por primera vez, cerca de España, en Europa, en la Europa mediterránea, en ese país en el que gobernaba el «gran» Tito, un dirigente que hasta los franquistas lo admiraban; una guerra motivada por nacionalismos radicales e intolerantes que tanto nos recordaban lo que sufríamos en Euskadi, de la mano de ETA, ya no de las fuerzas del orden público franquistas, que poco a poco se iban diluyendo y democratizando, más por el paso del tiempo, y el cambio generacional, que por las medidas que la UCD y el PSOE habían puesto en marcha, tan tímidas e insuficientes. Allá se fue mi querido amigo Enrique y allá se enraizó, al casarse con una mujer croata. Veo las imágenes de las atrocidades cometidas en aquel país y la decepción profunda, incluso dolorosa, que me provocaron las declaraciones de mi admirado Peter Handke. Estuve años sin leer un solo libro suyo. Allá fui, a visitar a mi amigo, años más tarde. Todavía recuerdo las esculturas recias de Mestrovic y ese país de orografía tan accidentada como su historia. No hago más que pensar en la invasión desalmada de los EEUU en Irak y del grito de indignación que generó en todo el mundo y, en especial, en España. “Qué barbaridad, Bagdad”, cantaba nuestro Mikel Laboa.

No hago más que pensar en las heridas colectivas que nos generan las guerras y en ese revoltijo temporal en el que los gritos, las fotos, los recuerdos, el espanto de ver violencia, allá donde fuese, me sigue conmoviendo. De muchas guerras hemos aprendido algo, básicamente a entendernos mejor, a curar, en la medida de lo posible, las heridas, a realizar un trabajo de memoria histórica, de memoria colectiva, a trenzar hebras de paz, como dice Juan Gutiérrez, otras veces, hemos aprendido a confiar en la economía, una economía “de mercado” reglamentada y en la medida de lo posible domesticada,  y en el entendimiento mutuo, como escudos contra el enfrentamiento y la barbarie.

¿En qué guerra la víctima no ha cometido algún error, de mayor o menor calibre? ¿No fue acaso la II República un régimen que pudo luchar mejor contra la impunidad y en favor de un orden público bien entendido? ¿Por qué no trató de atraerse realmente a los católicos, sin sectarismo alguno? Ahora bien, el verdugo de España fue Franco. Fue él y los que lo apoyaron los únicos culpables, algo a lo que las derechas actuales, en toda su variedad, no se les mete bien en la cabeza. ¿No fueron acaso los vietnamitas del Norte intolerantes respecto a todo asomo de propiedad comunal o privada, estableciendo un sistema de purgas y represión atroz? ¿No provocaron los militares argentinos con su invasión de las Maldivas, utilizando los instintos más rastreros, incluidos los futbolísticos, la reacción británica, contundente y brutal, con el hundimiento del Belgrano? Así de tantas y tantas guerras. Pero nunca se olvide que los norteamericanos invadieron Vietnam, arrasando el país con napalm, y que el régimen de Milosevic sembró el terror en Bosnia y Croacia. A veces, como en la guerra de Irán e Irak, las provocaciones fueron tan compartidas que es difícil discernir quién lanzó primero la piedra. En toda invasión, el único responsable es el país invasor: los EEUU en el caso de Irak y, ahora, la Rusia de Putin en el caso de Ucrania.

Es cierto que ésta no hizo nada en favor de la lengua rusa en Ucrania y que, tal vez, ninguneó a los ucranianos rusoparlantes, con el aval implícito de la UE, o mirando para otro lado, es cierto que en su pasado y en su presente ha albergado movimientos por-nazis, que en sus milicias hay miembros extremistas, pero éstas son minoritarias con relación al número considerable de soldados de su Ejército y a los partidos democráticos con representación parlamentaria. Es más que probable que los dirigentes ucranianos jugasen con fuego, despertando expectativas falsas en los europeos, mientras recibían amenazas o/y advertencias explícitas de los rusos, algo que seguramente escondían a los dirigentes europeos. Es más que probable que los europeos se dejaron enredar en dicho juego, confiando ingenuamente en una expansión “pacífica”, casi “natural”, hacia el Este, en la que los países iban eligiendo libremente adherirse a la OTAN, al mismo tiempo que algunos lisonjeaban a Putin. Olvidaban que la libertad no es el alfa y el omega de las relaciones internacionales, regidas todavía hoy en día, en parte, por el ejercicio de la fuerza y el imperio de los intereses “existenciales”. Pues bien, a pesar de los pesares, la única culpa de esta invasión tan brutal (¿hay una invasión que no sea brutal?) la tiene el régimen autocrático de Putin, quien nunca ha dudado en asesinar a sus opositores y a golpear a todas “sus” ovejas descarriadas, a los países “satélites”, al más mínimo ademán de salirse del redil.

Esta última guerra nos causa un mayor malestar si cabe que las anteriores, no solo porque está a las puertas de Europa, sino porque el país invasor es la segunda fuerza armada del mundo y tiene un potencial nuclear presto a utilizarlo. Ni siquiera Stalin o Jrushchov se atrevieron a utilizar un lenguaje tan gansteril. Cuando Putin habla, la Unión Europea contiene el aliento. Esta guerra nos corta literalmente el resuello, a nosotros los europeos, en particular. Creo que es su singularidad. Nos corta el resuello porque nos mete el miedo hasta en los tuétanos, porque nos dificulta mucho toda decisión colectiva audaz o justa. Queremos ganar a Putin, o, mejor dicho, queremos que los ucranianos venzan y expulsen a los rusos, pero para que alcancemos dicho objetivo ¿cuánto tiempo tendrá que pasar? Venderemos armas a los ucranianos ¿hasta cuándo? ¿Es verosímil pensar que Putin tire la toalla en algún momento? ¿Cuándo? ¿Cuando su economía esté al borde de la quiebra? Si no vendemos armas nos hacemos cómplices del verdugo ruso; si las vendemos aumentamos el sufrimiento y entramos, de tapadillo, en la guerra, se diga lo que se diga, con el grave riesgo de entrar de verdad a nada que se produzca un incidente imprevisto. Dije en Twitter que era una decisión trágica y que como toda decisión trágica no tenía solución. Los políticos tienen que tomarlas y no es nada, nada, fácil.

¿Quién tenía razón en 1939? ¿Besteiro y Casado o Negrín y los comunistas? Los primeros violaron la ley al hacer un golpe de Estado, pero lo hicieron para aminorar el sufrimiento de la población aunque, claro está, fueron muy ingenuos pensando en que el dictador pudiese mostrar un gramo de magnanimidad . Los segundos fueron respetuosos de la ley, contaban todavía con un tercio, un cuarto del territorio bajo su control, pensaban, con juicio, que iba a estallar la Segunda Guerra mundial y que la continuación de la guerra favorecería la causa republicana, mas ¿era humanamente razonable continuarla?… ¿Quién tenía razón? No lo sé, de verdad. Y confieso que esta incapacidad de responder con plenitud de mi conciencia es la que tengo con la guerra de Ucrania. Un estremecimiento semejante lo tuve cuando la OTAN bombardeó Serbia para defender a los kosovares. ¿Se evitaron vidas actuando así? ¿No hubieran podido implementarse otro tipo de medidas? Confieso que no me gustó lo que hizo Joschka Fischer, el ministro verde de asuntos exteriores de Alemania. Las decisiones dudosas de políticos afines duelen más. Y, la verdad sea dicha, no sabía cómo yo hubiera actuado de estar en su pellejo…Una vez tomada la decisión, las cartas estaban echadas, están echadas ahora. Y nada ya se puede rebobinar. El pasado corre y corre y nos atenaza en sus cabriolas crueles entre el presente, el pasado y el futuro.

Cuando pienso en el año que estamos viviendo, se me queda un nudo en la garganta y me siento muy triste, y atemorizado, ante la perspectiva de una Europa armada hasta los dientes y de un Putin brabucón que resista y resista, ayudado eventualmente por China. Cuando pienso en que soñaba, al alborear este año, con que los dos patitos del 22 fuesen amables y favorables para nuestros pueblos, para mi vida personal, saliendo todos ya de la crisis sanitaria, siento mucha rabia y solo puedo seguir alerta, solo podemos seguir alertas, y solidarios con los ucranianos, no enredándonos en excesivo en esa noria de guerras del pasado-futuro que nos sigue dando zarpazos, manteniendo la menta clara.

La guerra es la imposición del destino y la aniquilación de la libertad.

La guerra es la crueldad del decurso impenitente de la Historia universal, como vino a decir nuestro admirado Ferlosio.

Es siempre lo inimaginable. Y lo que tiene que cesar lo antes posible.

Guardemos reservas de energía, tal y como la ardilla almacena con esmero sus avellanas.

 

Le Mans, a 21 de marzo de 2022

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