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Mientras tantoCuando seas los de ayer

Cuando seas los de ayer

El dueño pálido de la tabaquería   el blog de Ernesto Pérez Zúñiga

 

(La Biblioteca de la Tabaquería)

 

La tumba del Monfí

José María Pérez Zúñiga

Almuzara, 2012

 

Hay novelas que se quedan en un solo lugar del tiempo, como si la vida fuera más sencilla que nuestros sueños. La tumba del Monfí pertenece a otra especie: un edificio cuyas líneas se multiplican más allá de la apariencia, con una perspectiva profunda, a priori invisible, pero que nos permite viajar dentro de un laberinto fascinante. También me hace pensar en un hombre cuya figura de carne y hueso se muestra clara delante de mí, pero que está dentro de una figura mayor y más alta, borrosa, y ésta a su vez en el interior de una nebulosa gigante. Cuando este hombre camina, su estructura impalpable le acompaña. 

 

Hay novelas de una sola dimensión y de una sola puerta. No son peores por ser más simples. Hay novelas motocicleta, novelas todoterreno, novelas barco de vela, novelas avión y novelas tren, con un misterio de sucesivos vagones. La tumba del Monfí sería una novela ferroviaria, con tres líneas de tren paralelas, solo que dos de ellas parecen imperceptibles, aunque su presencia es determinante para entender el sentido de nuestro viaje.

 

Las novelas de José María Pérez Zúñiga han mirado desde el principio la multiplicidad del ser humano: la percusión de sus obsesiones secretas, de sus sueños involuntarios en una cotidianidad reconocible para todos y que, sin embargo, contiene las consecuencias que originan nuestras pulsiones desde su escondite.

 

En La tumba del Monfí, el secreto de nuestra identidad -tan rebelde a nuestra conciencia- se segrega desde el pasado. No se trata en absoluto de una intriga cuyo origen esté confinado en un rincón oscuro de los años. La gran fuerza de esta novela es que el pasado -otras vidas pasadas- tienen consecuencias simultáneas en el presente de sus protagonistas, a través de sus sueños, y de la casa a donde han ido a dormir durante un fin de semana. El pasado está vivo en el presente. O mejor dicho: es una de las formas del presente. 

 

Nos encontramos al principio de esta novela con una estructura clásica en las historias de terror: visitantes ociosos se reúnen en el edificio de un pueblo aislado, que acumula la terrible experiencia de los siglos; y el edificio actúa como médium de esos acontecimientos perdidos en el tiempo, pero latentes, orgánicos, como en la Casa Usher de Poe.

 

Pero, al contrario que en esta tradición del miedo, sorprende por su originalidad que ese gran motor oculto obedezca -no sólo a una maldición, o a un espíritu singular- sino a los sangrientos hechos de nuestra historia y, en concreto, a las guerras de los moriscos de la Alpujarra, que tuvieron su origen en la conquista de los Católicos y en las traiciones que los Reyes ejercieron sobre los antaño habitantes de “nuestra” tierra. A la que llegamos en automóvil para pasar un fin de semana.

 

Así hacen sus protagonistas. Desde que abren la puerta de un viejo caserón de Ugíjar, el pasado comienza a hablarles desde los rincones imperceptibles, desde los libros que esperan en una estantería, o desde los testimonios de la gente del pueblo. Estas voces nos informan de poderosas y trágicas realidades solamente lejanas en el tiempo, pero omnipresentes en el espacio (allí donde los jóvenes personajes pisan), a través de una divertida estructura de narraciones superpuestas, historias contadas por uno u otro personaje, y notas del editor. O también gracias a la lectura que realiza el protagonista de libros antiguos que habitan en la casa. Todo ello me ha recordado felizmente los métodos del Manuscrito hallado en Zaragoza (cuyos misterios, por cierto, también tenían su origen en la Alpujarra). Una razón más para afiliar La tumba del Monfí a la literatura fantástica.

 

El pasado -que es presente a través de una multitud de formas- habla en los libros y en los ancianos del pueblo (guardianes de la experiencia), y en los rincones tubulares de la vieja casa, y en los sueños, donde se conectan las neuronas de los vivos con las huellas capilares de los muertos.

 

Hay en esta novela un logrado homenaje a la lectura, y a otros modos de vivir relacionados con la escucha, con la atención: lo que narran otros: personas, libros, paredes -normales en apariencia-, y los misteriosos sueños donde flotan los náufragos de nuestra identidad. 

 

También el aire nos dice cosas, que quizás no quisiéramos oír, acerca de otros dos protagonistas que, en distintos capítulos de los siglos, existieron con mayor consistencia que yo. Tres trenes paralelos en distintas dimensiones. Dos volúmenes más que envuelven, como las muñecas rusas (pero invisibles), el muñeco central que soy. 

 

“Cuando murieron” -dice ese yo del hoy-, “tenían prácticamente nuestra misma edad, pero ellos parecían haber vivido ya varias vidas, no como nosotros, demasiado apegados al presente, a una época en la que no podíamos sin embargo intervenir, pues los hechos y factores decisivos -terrorismo, guerras, hambre, economía-, pertenecían al mundo de las malas noticias, y no éramos rebeldes ni héroes por una causa en la que nos jugásemos nuestro futuro (…). Así que nosotros, paradójicamente, vivíamos apegados a nuestra propia vida, que se nos escapaba sin que pudiéramos remediarlo”.

 

El resultado es que en esta novela se alternan con maestría diferentes atmósferas, estilos de escritura e, incluso, recreación de textos semiperdidos: conversaciones de jóvenes urbanitas, voces inmemoriales de los pueblos, crónicas de las antiguas guerras, escenas oníricas donde se levantan infiernos quevedescos, o héroes emparentados por su ironía con los de la Cueva de Montesinos. 

 

Es esta ironía la que se va convirtiendo en uno de los personajes más importantes. Rescatando hechos históricos, se construye una narración fundamentalmente contemporánea, que en ocasiones toma recursos del cómic. Informándose el lector -con sobrada riqueza y precisión- sobre una de las más terribles guerras que acaecieron en España, se abisma en una original y lúdica trama sobre la identidad. 

 

Y en este caso no se ajusta a un solo individuo atormentado. Nos toca a todos. El pasado llamado «Historia» late a través de las generaciones y de nuestros actos. La violencia enloquecida que ejercieron guerreros, mandatarios, religiosos o bandidos, llenó el presente de sus frutos, nos entregó o arrebató privilegios. Puede que aquella sangre también manche nuestras manos, aunque sea de manera involuntaria. Hay otros que caminan en nuestra sombra. El peligro de no advertirlos es tanto como el de dejarse poseer por ellos. 

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