«Escribes demasiado sobre Theresienstadt,
esa palabra que corre gritando hacia
mi niñez, levantando su gris vestido de lana,
el humo en sus violentos penachos y plumas,
el oscuro corazón agusanado del deseo humano de morir.
En Praga, me dijo Anna, había pan,
papas y pescado, ejércitos y las mujeres
que se acostaban abajo con ellos, quizá huevos pero nunca
carne, nunca carne salvo la de los muertos».
Carolyn Forché, ‘Nosotros mismos o nada’,
en El país entre nosotros (traducción de Andrea Rivas)
Leo en voz alta mientras el día se deslíe a marchas forzadas, irrefrenable, sin nadie capaz de restituirlo, por mucho que nos empeñemos con palabras o con geometría. Se van encendiendo las luces como si mis vecinos fueran unos entusiastas de Encuentros en la tercera fase, y pulsando cada una de esas ventanas fuera a sonar una melodía que tradujera para la noche del universo una frase musical que entendieran los que, como los pulpos y los seres de La llegada, sí tuvieran la lucidez necesaria para leer el tiempo sin necesidad de ser lo que fuimos, lo que estamos siendo, lo que seremos. Nosotros, que nos matamos tanto.
Han tenido que desnudarse todos los árboles del contorno para que el ciprés, que siempre había estado allí, silencioso y tenaz, asomara y se hiciera dueño y señor del invierno. Un signo de admiración clavado en la tierra, a orillas del Palacio de Cristal, donde los caminos que se entrecruzan son el cuaderno de caligrafía de todos los que recorren el parque como sonámbulos y como mineros del sentido. La frase en este caso está escrita a lápiz, y el cuaderno es el aire, que se va difuminando a medida que vamos callando, vamos diciendo, vamos sabiendo de qué materia está hecha la conciencia política, los lugares comunes, este empeño en retorcerle el pescuezo al pollo de las palabras. Desde memoria histórica a lengua vehicular, desde el negocio de las mafias al efecto llamada, y de los que se niegan a reconocer que cuando te alías con el diablo hay que disimular.
* * *
La cobardía, la miseria moral, la mezquindad, la atmósfera asfixiante, la sordidez, la soledad de los que quedan después de que hayan intervenido los asesinos, la turbia voz de un pastor de la iglesia que se alía con el mal y que justifica el crimen por un bien mayor, un fin que justifica los medios… Todos los elementos ya están planteados en el primer episodio de Patria, que por fin hemos empezado a ver. Cómo esos tres disparos que Bittori oye a pesar de la lluvia, y la despiertan de un duermevela, descorren el pestillo del espanto. Desde el primer instante ella sabe a quién estaban destinados esos tiros. Al Txato. A su marido. Bittori baja las escaleras sin echar mano de una rebeca, de un anorak, de un paraguas para guarecerse de la lluvia. Porque sabe, en medio del abismo que es una trampilla ante sus pies, del dolor que ya empieza a quemar, de la rabia, de la realidad que se alza como un fantasma negro, como un martillo… que cada instante cuenta. Aunque intuye que la muerte ya se ha apoderado de todo. Entre esos disparos que cortan el nudo entre ficción y realidad, y con constantes vaivenes temporales entre el presente y el pasado, transcurre el capítulo, que se cierra precisamente con el final de la carrera de Bittori bajo la lluvia hacia el cadáver del Txato, al que acoge como una pietá tan impotente ante la desgracia como todas las pietás, mientras grita desgarradoramente como una leona herida, como una madre, como una mujer, para que ese grito nos taladre las entrañas y se las taladre a los hombres de piedra, y quede resonando, contra el telón de lluvia, sin que nadie, nadie, nadie salga a salvar al Txato, a Bittori, al País Vasco de ese crimen que la lluvia lava, la cara ensangrentada, que no se borrará nunca aunque tantos se han esmerado en borrar y sigan esmerándose en borrar. Nadie se apiada de ella. Nadie. El asesinato ya estaba sellando al muerto con un estigma, el que ya había sido sentenciado con las pintadas que llenaban, como un salvoconducto y una nueva señal de tráfico para los ejecutores, el pueblo. Primero le hicieron el vacío en vida, sus cobardes amigos. Luego se lo hicieron a la viuda. Y se enseñaron en la tumba, en el teléfono, en la memoria: “Jódete”.
—A esos.
—Algo habrá hecho.
—Por algo será.
* * *
La serie se despliega en dos líneas paralelas: el descubrimiento de una insostenible, indefendible miseria moral (las víctimas son unos provocadores, el muerto se lo buscó, la mera presencia de los deudos es un insulto), y la emoción estética (la ambientación histórica, un mundo sombrío, de luces carcomidas por el óxido moral y la lluvia, y la solvencia de las interpretaciones, de un reparto cosido al aspecto que tenemos los que vivimos aquí). El hilo de acero es un guion que, como un cabrestante cuando vara un barco, tira y tira de la novela como si fuera una inmensa mole de hormigón con la forma del País Vasco, pero que se mueve gracias a la lluvia y a la memoria que en el relato no ha sido lavada como la sangre, sino que se ha convertido en grasa que permite que el engranaje político funcione: tanto en el sentido de la voluntad histórica que los representantes políticos se arrogaron y se siguen arrogando (herederos de la muerte), como de la lógica interna de un drama que impone los hechos sin maniqueísmo, sin mentir en lo básico, y que nos lleva, sobrecogidos, a una pregunta que nos va a perseguir como nos persiguen los restos insepultos de la Guerra Civil: ¿Cómo pudo ocurrir aquí? ¿Cómo los beneficiarios se siguen mostrando tan ufanos después de haber bebido tantos chatos de sangre? Y una pregunta que ni el libro de Fernando Aramburu ni la serie responden: ¿Dónde aparece el PNV? ¿Cuál fue y sigue siendo su responsabilidad?
* * *
Ana Iríbar, la viuda de Gregorio Ordóñez, no ha perdido un ápice de entereza ni de coraje político. Sigue siendo un junco moral. Es ella la que nos guía a través de una exposición que la ha vuelto a reconcomer hasta la médula. Hasta hace poco no leyó el aluvión de cartas y de telegramas que le llegaron cuando ETA segó de cuajo la vida del que estaba destinado a ser un alcalde popular de San Sebastián, la segunda ciudad, después de Madrid, donde más asesinatos se cometieron. Por eso ella ni siquiera pudo terminar de leer Patria, y no quiere echarse a la cara la serie. Porque los capítulos duelen y pesan, se quedan dando vueltas en la memoria, fragmentos, astillas, manchas, heridas, voces, odio, grisalla, humo. La vida posible es todo lo que tenía que haber sido, que pudo haber sido, si la muerte que con tanta fruición y entusiasmo o silencio cómplice repartían los asesinos en nombre de la patria vasca no hubiera intervenido. Ellos, como en la vida del Txato, se cruzaron en su camino. Ellos decidían quién debía vivir y quién debía morir.
Contra ese telón que algunos se esfuerzan en borrar no tantos años después figuras como José Luis Rodríguez Zapatero, Pablo Iglesias Turrión y Pedro Sánchez Pérez-Castejón piensan que no hay nada obsceno en servirse de los herederos de tanto horror para pactar, hacer política en Navarra, o en toda España. Ese es un río mugriento que deja los pies negros para siempre. Pero no sólo se están manchando los pies, sino también la lengua y las manos con la sangre de los inocentes. Están emponzoñando la memoria, envenenando el agua del pozo que teníamos para beber y para lavarnos. Están convirtiendo los episodios más sucios y bárbaros de la vida española tras la Guerra Civil y los primeros años del franquismo en un nuevo capítulo de la interminable Historia universal de la infamia a la que parecemos condenados los españoles mientras no entendamos que la muerte no puede estar sentada a la mesa como un comensal más. Igual que las riadas dejan marcas en las fachadas, la estatura moral de la política española viene determinada por los casi novecientos abatidos por los que empuñaron las armas, ordenaron el crimen, le dieron la espalda en vida al enemigo del pueblo, espiaron para ponérselo a tiro a los valientes gudaris, justificaron, aplaudieron, miraron para otro lado, callaron… Esa frontera que están cruzando con la sonrisa negra se quedará como un rictus, como una verruga de sangre en sus rostros, aunque les pese, aunque disimulen, aunque se sirvan de amanuenses y propagandistas para borrar su gesto, su firma, sus compromisos bajo la mesa, a oscuras, en la trasera de los cementerios.
No, no estamos curados de esas muertes, y no lo estaremos mientras la expiación no sea completa. Vemos Patria en pequeñas dosis, para no caer en la pesadumbre, para que no nos coma un dolor que en cualquier caso no se puede comparar al que se vieron súbitamente condenadas todas las Bittoris de Euskalherría y de España. Pero la indignación nos va carcomiendo. Hasta la hora de las noticias, en que vemos con qué ruin cálculo los socialistas, y los que se viste con la superioridad moral de la izquierda (ese “chiste”, como me dijo Susan Sontag en Sarajevo, cuando le pregunté por el papel de la izquierda europea ante la matanza de Bosnia) se va cubriendo de inmundicia. Una izquierda que no tiene reparos ni políticos ni morales en aliarse con un nacionalismo que es esencial y doctrinariamente reaccionario, para mantenerse en el poder cueste lo que cueste. Porque esa lucha y toda su red cómplice y fanática no era más que otra cara del fascismo.
Aliarse con el diablo tiene un precio que tarde o temprano hay de pagar. Una deuda que a medida que aumente se hará cada vez más difícil de liquidar. A la pena se une el asco, a la tristeza el hastío, a la perplejidad la desolación. ¿No vamos a aprender por fin en España qué pasa cuando la muerte se recluta para la política, que ese desfondamiento moral nos envilece a todos? A los que comulgan con esas ruedas de molino, a los que se encogen de hombros, a los que siempre encuentran justificación para sus fechorías, a los que se abren la gabardina para mostrar otros principios ad hoc, a los que le quitan hierro a la muerte de los otros, a los que miran para otro lado con incurable cobardía, a los que apuestan por la realpolitik y el pasar página a pesar de que (salvo honrosos casos individuales y discretos) no haya habido un reconocimiento sin ambages del daño infligido, a los que aplauden y así salpican con sangre los ojos de sus hijos, a los que no quieren saber, como si cada asesinato no nos disminuyera. ¿Qué les dice Patria, y ese aguacero como banda sonora, auténtico heavy metal de los años del plomo? Esta sí es una línea roja que vale la pena mantener como un ciprés, contra la lluvia que borra la sangre, contra el olvido que cierra el horror en falso.
[«Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea este un lujo excesivo». Manuel Chaves Nogales].
Foto: Corina Arranz