Estos días azules, este sol de la infancia. A. Machado
Aunque amemos la lectura, la vida es lo que comienza allí donde acaban los libros y toda reflexión meramente intelectual. En tal sentido, la escuela de todo lo que sabemos comienza siempre, y también termina, en el mundo sensible, en algo que hemos vivido y cuyo cuerpo sigue girando en nuestras cabezas.
“Para ser dueño de mí, tengo que estar desprevenido”, escribe Nietzsche en una de sus densas cartas. Las experiencias cruciales sólo se dan de repente, cuando algo nos asalta por sorpresa y con las defensas bajas. Sin posible preparación anterior, esos momentos nos cogen descuidados, a contrapelo de cualquier anticipación. De ahí que en el fondo sepamos, bajo la mitología informativa, que el dolor –el menos, el asombro– es la brújula del tiempo, el sextante de una inteligencia que siempre ha de buscar lo nuevo que debemos afrontar.
La deformación es lo que nos forma, lo que nos enseña una y otra vez la ley de lo irregular. Con frecuencia, los necesarios y deseables “planes del día” son solamente una trinchera para asomarnos a lo que reaparece por fuera, como una pantalla de contraste para que las anomalías cruciales resalten. En este aspecto, a veces llamamos “provocación” a lo que con frecuencia no es más que el empuje a pensar según el secreto de lo vivido.
Si tomáramos en serio la poesía aceptaríamos que cualquier cosa parecida a la verdad es un fenómeno de borde que pone en crisis lo que sabemos. “Todo lo que hay en nosotros retrocede”, dice Rilke de esos momentos críticos que a veces comienzan con la tristeza. Algo acaece, se precipita, coagula ante los ojos: es lo que llamamos acontecimiento, aunque sea sólo perceptivo. Aun siendo mínimo en extensión, y el influjo de su espesor impida tomar notas o hacer fotografías, ese lapso de la revelación divide nuestra biografía en dos partes, un antes y un después.
Lo memorable tiene así una relación con algo insignificante que nos invade, cuando un accidente –que bien puede tener un primer aspecto muy humilde: La lluvia cesa– divide el día y se convierte en un monumento que sentimos va a ser duradero. ¿Qué es un pensamiento, una frase, una lectura o una película, si no nos dividen? Prácticamente nada. Algo que se puede grabar y archivar, pero que difícilmente será recordado.
Lo inolvidable es que el tiempo de pronto se remanse, saturando los poros. Podríamos hablar entonces de una velocidad tan alta que hace latir las venas a cámara lenta y nos permite vivir días enteros en pocos minutos. ¿Es hoy nuestra bendita sociedad interactiva un gigantesco dispositivo de cobertura para que esa experiencia de la libertad en acto no se produzca? De conexión en conexión, desactivamos esa posibilidad en su misma fuente. La razón de este relevo incansable y casi militar que es la comunicación es el temor de una sociedad pueril, moral y fisiológicamente desarmada, ante lo que sólo puede ocurrir en un instante de “tiempo muerto”.
La interactividad a la que se nos empuja por doquier es una invitación constante a la interpasividad, a que seamos pasivos en el entre, en el ínterin que hay en medio de cada uno de nosotros, en medio de cada franja horaria controlada. Una y otra vez, se trata de cubrirnos ante lo que se revela de golpe, de desactivar el instante que es la ley del tiempo, su a priori secreto.
Toda una vida basta apenas para esos momentos, briznas de experiencia donde se unen movilidad y reposo, azar y bien. El Cambiando descansa de Heráclito alude a la quietud interna que nos espera en el movimiento, un enigmático “motor inmóvil” donde el tiempo se junta y vibra, en reposo concentrado. Se trata de una precipitación vertiginosa que detiene el tiempo al acumularlo en un punto, tal como ocurre en alguna escena real, en ciertas imágenes, en algunos momentos sonoros.
Sin forma, ese uno que vuelve anula la división habitual de los sentidos. Un presentimiento se convierte en el “sexto sentido” que va por delante, uniendo a los otros. La posibilidad de tal lentitud fulminante, dando lugar a otro tiempo que se abre en la seguridad de la cronología, se debe a que el tiempo mismo, igual que el espacio, no es tanto una cantidad numerable como cualidad oculta, forma de vida. No tanto orden cuantitativo como devenir cualitativo, algo cuya medición es siempre relativa a la intensidad de lo que sucede. Según el movimiento real, así el tiempo. Por eso una hora de espera ansiosa puede ser, decían nuestros abuelos, larga como un día sin pan.
La vida pone cualquier tiempo en presente, juntando opuestos. Tal vez nuestra metafísica habitual de las separaciones –individual/común- comienza por escindir el tiempo del espacio, lo universal de lo local, sin poder concederle a los sentidos –a la poesía y al arte, expresiones de una inmediata vida común- el estatuto de verdad que les pertenece.
El tiempo no camina hacia un final del que pueda apropiarse el concepto, sino que acaba y recomienza en cada aliento, en cada escena espacial. De ahí que midamos el tiempo por el movimiento del espacio, que aquél sea relativo a la física local, al acontecimiento que se da ahí. La propia amplitud espacial es definida por lo que ocurre, por la intensidad de lo vivido. Según esto, un lugar es pequeño o grande, temible o agradable, aburrido o ameno.
La incertidumbre del porvenir, la esperanza o el temor que genera, es resultado de una otredad que es siempre presente, aunque esto raramente se haga manifiesto. De ahí que nuestra intuición recuerde que, para quien vive el peligro del presente –a pesar del encadenamiento salvífico de nuestra economía social-, no tiene mucho sentido angustiarse por la siempre publicitada incertidumbre del futuro.
La inmortalidad es la incansable materialidad del enigma. No algo que viene después de los límites espaciotemporales, sino su infinita ambivalencia. Lo verdaderamente trágico es la eternidad de cada cosa, una profundidad sin concepto que linda con lo inextricable. Una invisibilidad que la vida mortal nos recuerda.