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¡Cuánta oscuridad!

 

Stri--tease sentimental en doce noches. De derecha a izquierda, Nacho Sáenz de Tejada, Pablo Guerrero y Alfonso Armada

 

Era noche cerrada cuando abordamos el tren ligero entre Colonia Jardín y Bélgica, la parada más cercana al tanatorio de Pozuelo. Podrían llamarle tranvía, pero quizá resulte un término demasiado antiguo para nuestra demagogia. De repente me sentí a bordo del tren que enlaza Penn Station con Remsenbug, en Long Island, cuando, sobre todo en invierno, Carmen de Zulueta me dejaba su casa frente al mar para escribir. Nunca disfruté de un lugar mejor. Nunca hubiera podido completar Nueva York, el deseo y la quimera sin su generosidad. Estaciones vacías al anochecer, y sobre todo las láminas como de uralita cubriendo el desnivel, reflejando nuestra propia perplejidad. Un tren que recrea James Salter en All that is, su última novela, aunque de forma todavía más estremecedora cuando embarca a dos personajes secundarios en el convoy que, bordeando el Hudson, corre hacia el norte del estado de Nueva York, Albany, y Chicago, como una flecha en la oscuridad. No sé si fue precisamente el final de ese capítulo el que obligó a Richard Ford a detener la lectura, angustiado, a coger aire, a pensar en la grave levedad de nuestro esfuerzo.

 

Conocí a Nacho Sáenz de Tejada en los años gloriosos de El País, cuando era una verdadera escuela de talento, en una sección de cultura donde tanto aprendí de periodistas como Ángel Fernández Santos, Joaquín Vidal, Fernando Samaniego… ¡Cuánta oscuridad! Nacho había muerto la noche del domingo, víctima de un cáncer que se había enroscado en su cuerpo con una avidez impropia. Sobre todo de alguien como él, de su envergadura, de su rara ternura, de su elegancia. Como crítico de música se encargó de dignificar el oficio, de practicar la ecuanimidad y el conocimiento, de darle a cada uno lo suyo, de no dejarse llevar por la inquina personal, de valorar la originalidad, el riesgo, el esfuerzo, el virtuosismo, la honestidad. Recuerdo con qué fervor, muchos años después de que ambos hubiéramos abandonado la redacción de El País, celebró la aparición de grupos como Antònia Font. 

 

Fundador de Nuestro Pequeño Mundo (uno de aquellos grupos folk con los que urdimos nuestra educación sentimental cuando el franquismo daba sus últimos coletazos, y que con lecturas, cine, teatro, algo de alcohol, amor, atizaron nuestra conciencia), acompañó a figuras tan queridas, y malogradas, como Cecilia, o Luis Eduardo Aute, aunque los últimos y largos tiempos los dedicó a un trío exquisito, el que formaba con Luis Mendo en torno al poeta y cantautor Pablo Guerrero. Nacho amaba la escritura y la guitarra. En un hermoso obituario, Diego A. Manrique recordó su curiosidad y esfuerzo para ampliar las sonoridades y prestaciones de su instrumento favorito mediante el dobro y la pedal steel guitar («complejo instrumento que, curiosamente, sería una de sus obsesiones en sus últimos años»). Compartimos noches de fascinación y desdén en conciertos con Luis Galán, Marta Nieto, Isabel Gallo, Javier Pérez de Albéniz… cuando la noche de Madrid ardía para nosotros porque tal vez éramos más jóvenes y la oscuridad era luminosa. Y no habíamos encontrado tantos argumentos para el desengaño en el desempeño del periodismo y en el arqueo de la vida. Recuerdo la feliz codicia con la que Luis Galán y yo acudimos a su casa cuando decidió desprenderse de buena parte de su colección de vinilos. Fue una cosecha magnífica que ahora que Nacho se ha ido al otro barrio nos servirá para añorarte aún más. 

 

¡Cuánta, cuánta oscuridad! Cuando vemos cómo la muerte va talando a nuestro alrededor árboles que parecían sólidos y amorosos, amigos de buena sombra, silencio y conversación… Cuando se van haciendo más amplios los claros del bosque empieza a entrarnos el miedo a que, tarde o temprano, nos llegará la hora. Así funciona el mundo, la empatía, y la pesadumbre. Lloramos por los que se van, por quienes nos han acompañado durante tramos de la existencia en los que acaso fuimos muy conscientes de en qué consistía todo esto. Pero la muerte nos enseña, como recordaba Laura Ferrero hace poco en estas páginas, trayendo a colación a Jaime Gil de Biedma, «que la vida iba en serio», y sobre todo que «uno lo empieza a comprender más tarde». Y con ella la muerte, claro, que aunque parece quitarle sentido a todo sin duda acabe dándoselo. Porque una vida sin extinción no valdría la pena de ser vivida. Ni de intentar hacerlo mejor aquí.

 

¡Cuánta oscuridad! También cuando llegamos a la estación de Bélgica, junto a una carretera infranqueable, llena de desconocidos en movimiento a bordo de vehículos lanzados a toda velocidad hacia la noche y hacia la nada, hacia vidas particulares de las que nada sabemos y que tanto se nos parecen, y casas de pisos con algunas ventanas altas, encendidas, donde transcurren, también, vidas imaginarias, insondables, previsibles. Únicas. Por la calle de San Juan de la Cruz llegamos a la explanada del cementerio, y al final al pequeño tanatorio de ladrillo viejo, mudéjar, que contrasta como un puñetazo en la boca del estómago con la máquina expendedora de ramos de flores para los fieles difuntos. Allí estaba Fietta Jarque, la compañera de Nacho en los últimos años, mi compañera de la sección de cultura de El País, cuando éramos felices y acaso empezábamos a documentarnos. Tan grande, tan abrazable, tan buen amigo, y desvanecido. Nacho, y la oscuridad que nos acompaña de vuelta a nuestra vida. Afortunados, claro, de momento. Te echaremos de menos. Buenas noches.

  

 


Foto: Cortesía de Claudio Álvarez, y del diario El País, donde apareció esta imagen del responsable de esta bitácora junto a Pablo Guerrero (en el centro) y Nacho Sáenz de Tejada, poco antes de la primera entrega de la serie Strip-tease sentimental en doce noches, que se escenificó en la Sala Cuarta Pared de Madrid junto a un puñado de amigos músicos todos los primeros lunes del año 2011.

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