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Mientras tanto¿Cuántas estaciones componen el calvario?

¿Cuántas estaciones componen el calvario?


 

 

Las palabras nos acechan con su carga de pasado. Palabras que hemos ido acompasando a nuestra vida y que nos han servido para nombrar los objetos, los deseos, los recuerdos y los malentendidos. Con las palabras adquirimos conciencia de nuestra singularidad, con las palabras intentamos que lo que queríamos se pusiera al alcance de nuestra boca y de nuestras manos, con las palabras intentamos pensar en lo inconcebible, sobre todo cuando de niños contemplábamos el firmamento de verano desde un cenador recalentado por el sol y nos quedábamos perplejos y con esa sensación nos íbamos a dormir y antes de conciliar el sueño nos quedábamos pensando en Dios, en las sombras, en el infinito, en el significado de la vida, en una respuesta inasequible: ¿cómo empezó el mundo? Porque entonces la muerte no era ni siquiera una hipótesis.

 

 

Ahora me doy cuenta de que, como tituló Rose Ausländer uno de sus libros, Aún queda mucho por decir, y que su libro me estaba esperando en esta mesa donde se amontonan desde hace años las tareas para que sin duda lo llevara conmigo en mi viaje a Oriente. Lo abro al azar, y leo un poema titulado ‘Nuestras estrellas’:

 

En torno a la luna de aliento

iluminadas estrellas sin nombre

 

Nuestras estrellas terrestres

pan palabra y 

abrazo

 

 

Había perseguido a Frédéric Pajak como a una sombra. Como si supiera que, sin conocernos, sin saber apenas nada el uno del otro, debíamos emprender un viaje desde dos lugares en el espacio y el tiempo, en la memoria y el deseo, y encontrarnos frente a un mar «desganado», como él lo nombra. En el primero de los cuatro volúmenes dedicados a Walter Benjamin, y que acaba de ser publicado en España con el título de Manifiesto incierto. Con Walter Benjamin, soñador abismado en el paisaje, escribe:

 

«Resulta curioso que las palabras parezcan una necesidad, un consuelo, al mismo tiempo que encarnan una equivocación, un desliz, una fuente de incomprensión. Me dejan perplejo y consternado la desenvoltura oratoria, esas bocas llenas de sí mismas, esas voces que lucen, que proclaman alto y claro su pertenencia a la ‘realidad’ quiero decir a la autoridad. Naturalmente, ante ese vasto ruido demasiado bien ordenado se abren abismos, y no me creo una palabra. Creo en el balbuceo, en la palabra hecha añicos entre sus zarzas y su maleza. Creo en una verdad total y absoluta, y perfectamente inefable».

 

 

A la pregunta de Elena Cué hoy en ABC ¿Ha dejado de creer?, responde Antonio López: «No he dejado. Pienso que creo de otra manera. La religión ahora no nos presiona. El sentimiento religioso que tú puedas tener que se relaciona con las cosas trascendentes, con lo amoroso, con los dolores, también con los placeres hay gente que a lo mejor lo tiene más desarrollado. Yo no puedo decir que no creo en nada, ni tampoco que hay otra vida. Está ahí todo suspendido en una especie de enigma que es el misterio del mundo, y eso no nos lo ha arrebatado el tiempo. Lo que creo es que ahora todo se hace para el presente. Pero el hombre va a acabar con todo, en esa especie de necesidad de quererlo todo. Nos hemos vuelto muy ansiosos. No se pueden tener todas las seguridades, la espiritual y la material. Yo me siento muy afortunado de mi vida, tal y como se ha ido desarrollando, a pesar de todo, a pesar de aguantar muchas cosas. Pienso que es por todo lo que me ha dado el arte. No por el hecho de hacerlo, sino por la gente que estaba ahí y con la que he podido contactar». 

 

 

Regreso sin cesar a Patrick Modiano como si esperara alcanzar alguna certeza brumosa sobre mi propio pasado, sobre la escritura y el hecho de estar aquí. Modiano puede ser muy perjudicial (como George Simenon, pero con otras contrapartidas) para quien quiera escribir una novela y piense que basta con tener algo que decir y ponerse manos a la obra. En Más allá del olvido, leo: 

 

«El sobre celeste se hallaba a mi lado encima del colchón. Me dejaba vencer por un dulce sopor que disolvía mis escrúpulos». 

 

Modiano hace que parezca fácil escribir novelas. Atiza mi deseo agazapado de escribir novelas. ¿La chica que va sentada en la última fila del autobús es la misma que ayer llevaba botas negras altas y que se perdió en la noche y en la lluvia con un impermeable amarillo? Se parece. Podía ser un personaje de esa novela que me gustaría empezar a escribir esta noche, ahora mismo, tras bajarme del 146, comprar un cuaderno en una papelería, buscar un café, no volver al periódico. Abandonar la vida que llevo. Y dejar que se disuelvan mis escrúpulos.

 

 

He ido dando bandazos hasta que encontré un posible camino entre el Bronx y Nuevo México, entre la figura de J. Edgar Hoover, el turbio y todopoderoso jefe del FBI, y una monja llamada Edgar, pero sobre todo gracias al miedo a la bomba y a un humorista crudo y autodestructivo al que me hubiera gustado ver y conocer antes del final: Lenny Bruce. Pero muchas páginas antes (Submundo, la novela de Don DeLillo, tiene 902 páginas en la edición en español traducida heroicamente por Gian Castelli) aparece un adelanto de lo que tuvo que experimentar un tal Rato:

 

«¿Es Mario de quién estás hablando, Badalato? Lo vi una vez en televisión dije, en una secuencia en la que lo meten en un coche camuflado para llevarlo al juzgado y uno de los detectives le pone la mano en la cabeza para que no se golpee contra el marco de la portezuela y yo, ahí sentado, pensaba, ¿por qué será que los policías se preocupan siempre tanto de que los criminales no se golpeen la cabeza? Últimamente parece que no piensan en otra cosa, los policías, más que en protegerles la cabeza con la mano».

 

 

Hace tantos años que nos alimentamos de tonterías, repetimos tonterías, bebemos tonterías, nos dejamos acunar por tonterías. Aurelio Arteta lo recordaba hoy mismo en una entrevista con Daniel Ramírez en El español. Vuelve a hablar de los tópicos («los utilizamos para evitar pensar») y de los lugares comunes: «Si digo ‘nadie es más que nadie’, quedo como Dios. Es verdad que nadie es más que nadie en el sentido último de la dignidad del ser humano, pero con este tópico nos referimos a que nadie es más listo o mejor que yo. Y eso es manifiestamente falso. Los tópicos son pildoritas mentales que nos hacen comportarnos de manera gregaria y cobarde».

 

 

Creo que voy a seguir regresando a ella mientras siga aquí, mientras siga albergando alguna duda, o me surjan nuevas dudas, cuando regrese a África, cuando emprenda el largo camino por América Central y del Sur. Pero ocurriría igual si permaneciera aquí, encerrado en esta habitación, sentado a esta misma mesa, en noches como esta, y en noches de aguacero. Porque con Simone Weil se puede recorrer el camino de la vida haciéndose preguntas especialmente incómodas. Volver, por ejemplo, a La gravedad y la gracia una y otra vez, donde leo:

 

«Lo de aceptar un vacío en sí mismo es sobrenatural. ¿Dónde hallar la energía para un acto sin contrapartida? La energía ha de venir de otra parte. Y sin embargo, primero ha de producirse un desgarro, algo de índole desesperada: primero ha de producirse un vacío. Vacío: noche oscura».

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