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¿Cuántos genios has conocido en tu vida?

 

¿Cuántos genios has conocido en tu vida? me pregunto mientras miro el río Hudson desde el asiento del tren y paso las páginas de The Autobiography of Alice B. Toklas de Gertrude Stein. En las primeras páginas del libro, Stein ─en este hermoso ejercicio literario de hacerse pasar por su compañera─ escribe: “I may say that only three times in my life I have met a genius and each time a bell within me rang… The three geniuses of whom I wish speak are Gertrude Stein, Pablo Picasso and Alfred Whitehead.”

 

Es lamentable que la genialidad sea una de esas cualidades de las que ─en la mayoría de los casos─ solo se puede hablar con certeza cuando la persona ha muerto. Cuando se ha hecho un balance de sus aportes y entendemos la dificultad de un reemplazo. Antes de que el inspector del tren me interrumpa para pedirme mi boleto, he contado a cinco de mis amigos a los que considero genios. Claro, no podré decir sus nombres.

  

¿Qué criterios utilizo? Ya que no me puse jamás a intentar escuchar esa campana interior de la que se aferra Stein con tanta seguridad, intento justificar mi elección con este concepto: mis cinco amigos son genios porque son capaces de comprender más que el humano común y corriente, tienen una habilidad que los ubica muy por encima del promedio.

 

La genialidad, compruebo entonces, basándome en estos referentes cercanos, no asegura nada que no sea el genio mismo y cierta espectacularidad en la resolución de problemas conectados con el campo en el que ellos se desempeñan. No me estoy refiriendo a genios de los negocios o de las ciencias sino a genios artísticos, que es mi área: artistas e intelectuales con una capacidad sobresaliente para entender problemas o para expresar ideas. Ellos, genios en un aspecto de su vida, tienen el defecto de la ignorancia en otros aspectos ─tiene que haber sucedido lo mismo con Stein, con Whitehead y con Picasso también. Me queda claro que la genialidad, al menos en el caso de mis cinco genios, no va casada con nada que sea cercano a la felicidad. Esa viene por otras fuentes.

 

Me los imagino ─tal vez─ felices de un modo radical cuando se enfrentan a las dificultades del campo en el que trabajan: el arte o la teoría del arte. Sin embargo, bien sabemos, la vida tiene muchos aspectos que no tienen nada que ver con lo que nos fascina y nos quita el aliento. Los genios sucumben ─quizá con más frecuencia que quienes no lo somos─ a los sencillos problemas planteados por otros aspectos de la vida. Ahí reconocemos con dolor su pasmosa brutalidad: el amor, las relaciones interpersonales y el manejo del dinero, solo por citar lo más concreto. Es sabido que las mentes más brillantes a veces son incapaces de lidiar de manera feliz con aquello que los humanos normales enfrentamos día a día.

 

Pienso en uno de aquellos genios y me abruma la seguridad de que él hubiera sido feliz en Nueva York, si hubiera sabido cómo enfrentarse a las complicaciones desde aquellas esferas que él ignoraba: no sabía tratar a las personas, era indiferente al dolor de quienes no conocía, le costaba mucho entablar una relación saludable con alguien del sexo opuesto. Pienso en otro de aquellos genios y me lo imagino lidiando con las complicaciones de no saber cómo administrar el poco dinero de que dispone para los gastos diarios. Uno de mis genios cumple con lo que puede, sigue trabajando porque la fama que tiene no le alcanza para vivir sin trabajar, cosecha buenos amigos entre quienes admiramos su trabajo. Creo que en el amor, al menos cuatro de cinco, no han sido muy afortunados. Sin embargo, si sitúo a mis genios, con especial cariño, en esa línea de la vida desde la cual algunos de ellos están partiendo ─en temas del arte muchos genios de mi generación han empezado tarde─, quebrando las barreras que los anclaban a la mediocridad del día a día, creo que la esperanza de que su genialidad se les reconozca en vida aún está intacta. ¿Les servirá saberlo?

 

Esta esperanza, pienso, mientras salgo del tren, amarrándome una bufanda alredor del cuello, verificando si no he olvidado los guantes o el gorro de tela en el asiento, es solo mía. A ellos no les importa.

 

A mí sí, porque creo poder entender lo que su vida está aportando para entender la de todos nosotros: la de los seres normales que viajamos en tren, que pensamos en la vida como un árbol, en los días como hojas, cuya madurez es la escritura. En cierto modo, somos los genios del día a día, los que nos creemos felices si terminamos acostados por la noche, al lado de una mujer que nos ama, con el foco encendido, leyendo ese libro que de vez en cuando, nos arranca una sonrisa.


 

Autobiography of Alice B. Toklas

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