I am what is around me.
Women understand this
W. Stevens
Fue inolvidable, en una terraza de verano de la Casa Encendida, aquel dj llamado Parrish, de Chicago, derritiendo al público bajo un cielo rojo surcado de vencejos. Nos pasamos el día viendo películas estadounidenses, escuchando música norteamericana y consumiendo creaciones de allí. Pero esto, aparte del hecho de que con frecuencia escogemos lo que ellos usan raramente (The tree of life!), es algo que ocurre desde nuestra vida en Santiago o en Florencia, en Madrid o en Hannover. No gozamos a Mendes o Jarmush desde el “sueño americano”, sino desde el insomnio del otro mundo, del resto del mundo, sea Rusia, Turquía o Italia. Esta distancia es precisamente lo que nos permite escuchar, escoger y usar de modo distinto. Pero es de suponer que los estadounidenses que nos interesan, de Gary Snyder a Tim Burton, de Tom Waits a Warhol, hacen exactamente lo mismo. No es imaginable siquiera a Animal Collective componiendo In the flowers mientras tienen en mente la América que interesa a Obama o fascina a los turistas europeos.
I. Seventh Avenue
Primero las afueras feas, oscuras y tristes, como en San Petersburgo o en São Paulo, hacen presagiar qué tipo de vida agrietada ocultará la metrópolis. Al llegar resulta un poco chocante la poca luz de la ciudad en la noche, comparada con una capital europea. Mal iluminada, la ciudad gana de cerca al tocar su humanidad y su mugre. Nuestro hotel Pennsylvania, a juzgar por las ventanas opacas y la moqueta manchada de la habitación, bien podría llamarse Hotel Transilvania. Como dice una de las niñas de nuestra comitiva: Shit happens! Bendita sea. Y además, el rumor nocturno que llega continuamente a través de la ventana de la quinta planta da una idea de hasta qué punto el enorme monstruo nunca duerme.
Pronto nuestra habitual distancia crítica se suspende por lo espectacular de la megápolis y su contagiosa actividad, su multitud y simpatía. Amamos la ciudad incluso después de haber estado allí. Hay que decir que, más a la manera de Roma que de París, el mito sigue envolviendo en Nueva York a la historia; la vida, al saber. Digo esto a favor de una urbe donde nunca sabes qué va a ocurrir, al menos en tu sistema neuronal. El escritor Jim Harrison explica esta sensación así: “Maldita sea, no soy hijo de la Ilustración, de manera que puedo mantener la relación que quiera con gatos y perros”. Es tal la receptividad envolvente, que piensas: Si dependiera de Nueva York, parece que la paz en el mundo sería posible. O quizás la “guerra” (Pasolini) que es esta ciudad, incluso con la corrección política (esa histérica prohibición de fumar) y la caída en picado de la delincuencia, quiere decirnos: la paz sería posible si antes afrontásemos la guerra que es vivir. Has de ser cruel para ser amable, en el lenguaje de Shakespeare (Speak daggers and use none). Fuera de la vorágine de Wall Street, los neoyorquinos lo hacen muy bien, combinando ética protestante (ese impecable orden social en todas partes) y amabilidad sureña.
Por la posibilidad de entablar una conversación con cualquiera, esta metrópolis es un poco “comunista”. O tal vez sólo se trata, dice un amigo británico, de una paciencia comercial que enseguida se puede agotar. “A mí me pareció que la amabilidad de la gente, en primera instancia, cubría un fondo autoritario que descubres después de poner a prueba ligeramente su paciencia. ¡Justamente como con un asistente de tienda, que es lo que la mayoría de la gente de allí es! Me parece además un paradigma de la cultura multiculturalista: todas las razas interaccionan plenamente, pero solo frente al mercado que constituye la ciudad. Y en secreto hay concentraciones de poder brutales”.
Sin embargo, a pesar de nuestros temores más justos, prolifera por doquier una espontaneidad humana que parece compensar el inmenso maquinismo envolvente. Es cierto que no se sabe nunca dónde acaba la oferta comercial de Manhattan, un inmenso Mall, y dónde empieza el encanto real; es cierto que además esta isla forma la parte más artificiosa de la ciudad, pero aún así debe quedar el beneficio de la duda. Probablemente el viejo orgullo financiero y cosmopolita resultó seriamente tocado en el atentado del 11 de septiembre. La ciudad está desde entonces agradecida por la ayuda y las muestras que recibió del resto de los Estados Unidos y de todo el mundo. Así pues, hoy en día se hace pequeña para acogerte en los mil lugares que la pueblan, esquinas y bares, calles y letreros. Incluso la gente no es en general especialmente guapa, ni especialmente bien vestida, y esta normalidad te hace sentirte normal.
Reubens. Beauty Specialists. Un tercero en ruinas que amontona cajas viejas tras ventanas empañadas corona las tiendas cool de abajo. Es como si el secreto de los altos pisos y los bajos subsuelos mantuviese a la America del medio, ese espacio radiante por donde transitamos. A diferencia de España, el plano postmoderno se apoya explícitamente en la recia modernidad industrial, un romanticismo del hierro y del cemento. Edificios casi soviéticos, una especie de realismo socialista norteamericano, alterna con monstruos de cristal refulgente labrados por Lamb, Gehry o Nouvel. Como Berlín, Nueva York convive muy bien con su antigüedad urbana e industrial, de escala más humana. Tal debido a que el corto pasado hay que cuidarlo, incluso Manhattan coexiste con las pequeñas casas rojas de escaleras de hierro a la vista, los almacenes ennegrecidos, los depósitos de agua en lo alto que semejan cohetes de madera y zinc. Por todas partes se respira una buena relación con el pasado de metales pesados, como en el maravilloso recorrido por la High Line, cuando caminas hacia Chelsea pisando el hierro de hace cien años y divisas manzanas enteras con letreros de otras décadas. Los años cincuenta y sesenta de la Beat Generation, los setenta de Talking Heads, siguen aquí.
Frente a la anemia europea, el ciudadano americano, sea bonaerense o neoyorquino, todavía tiene sangre en las venas, una buena relación analógica con las líneas de fuerza de la exterioridad. En Europa, por el contrario, siempre está el Estado y un ordenador a mano. Un poco más tajante que nosotros, Jünger nos definió así: “Ese tipo de gente que corre a buscar a un abogado cuando están violando a su madre”. En Nueva York ha bajado drásticamente la delincuencia visible, incluso la media de la gente es encantadora, pero es evidente que la violencia (la de las afueras, la de la naturaleza humana) nunca está excluida y en cualquier momento podría ocurrir algo. La belleza, digamos, no es histórica, tiene más que ver con la masa bizarra de lo actual. Y todo es actual allí, fluye en la definición de lo inmediato.
II. High Line
Como siempre, miles de turistas por todas partes, haciendo fotos o comprando souvenirs, dificultan conocer la ciudad real… aunque ellos podrán decir lo mismo de nuestro cuarteto. Si una de las obsesiones de Sokurov es filmar cómo sería la realidad si ninguna cámara estuviera allí, esa tarea metafísica se vuelve casi imposible en una ciudad hecha para las cámaras, tan cinética como la bandera, fotogénica hasta en sus esquinas abandonadas. La ropa colgada en el Bronx ondea con el mismo aire mítico que pueden tener las fachadas de los mejores edificios.
Shame, On the waterfront, The Pawnbroker. Las cien mil películas rodadas en las orillas del Hudson se mezclan con la apariencia de la ciudad, cada vez más consciente de su anhelada silueta. El temor continuo de que nos envuelve una actuación cinematográfica, un atrezzo construido para el visitante, nos rodea como cuando éramos niños. Nueva York nos permite ser niños de nuevo: de hecho, has ido a la Gran Manzana pagando el tributo paterno de quien antes no ha llevado a su hija a Disneyland. Todo lo que se añada a esta ilusión cinematográfica será una propina. Pero si tu afición es sorprender la vida inadvertida, captar sus momentos furtivos, la tarea se vuelve aquí muy difícil. Habría que provocarla, pero para eso se erige en obstáculo la barrera de un idioma que no dominas como para torcerlo. Y sin embargo, sospechas que la maleabilidad del inglés, tan distinto al alemán, es lo que hace soportable esta inmensa geometría cristalizada.
Todo el mundo juega a estar algún día en Nueva York. La concentración de lo mundialmente popular es de tal calibre que continuamente las niñas que nos acompañan tienen la impresión, a veces con divertidos equívocos, de que tal o cual persona es un actor famoso. Cuando parece que lo es, te queda la duda de si ese personaje no estará actuando; cuando te jura que no lo es, ocurre lo mismo.
Respiramos el mismo aire cosmopolita que es palpable, en versión menor, en Berlín, Lisboa, Ámsterdam o Londres. Pero, para los que amamos los viajes y odiamos el turismo, la pesadilla puede ser continua. Igual que Hollywood para Harrison Ford, el distrito del Rockefeller Center puede ser un auténtico infierno. Ser “elitista” es la única manera de sobrevivir a esta avalancha continua de la oferta estereotipada. Cuando te has pasado cuatro décadas robándole continuamente a los Estados Unidos pequeñas joyas que con frecuencia el público norteamericano ignora, cuesta un poco soportar esta confirmación de los tópicos, incluso en la versión depurada de la Quinta Avenida, el Soho o Midtown. La arquitectura es en conjunto maravillosa, pero si dejas que el Skyline aterrice en cada esquina la vida se convierte en un cliché solar, una de las escenas más aburridas del mundo.
Después de comprobar diez veces que puedes bostezar en Broadway igual que en Majadahonda, ¿cuál es la tarea? No esperar a la noche, a los locales adorables del East Village, para arrancarle a la ciudad zonas de sombra, off–off Broadway, esquinas rilkeanas que permiten confesiones de fuerte debilidad humana. A diferencia de los otros Estados Unidos (¿excepto algunas islas como San Francisco?), seguro que el liberalismo neoyorquino permite esto un poco más fácilmente. Como hablas el idioma de los empleados hispanos, y un inglés confusamente menor, puedes jugar a conseguir de la gran urbe algunas confesiones subterráneas. Además, nuestra embajada de dos recios españoles acompañados por sendas princesas de doce años, abre muchas puertas. De manera que al antropólogo aficionado que eres le quedan jirones, pequeños fragmentos de vida caídos de la geometría urbana, arrancados a la gran organización capitalista. También una antropología a golpe de taxi amarillo, esa mirada privilegiada que sacas del conductor. La ciudad vista desde abajo: por ejemplo, desde un padre de familia ecuatoriano que trabaja dieciocho horas y duerme seis en el mismo taxi. Delante, en efecto, el vehículo tiene todo el aspecto de una vivienda.
Son memorables algunas caras bellísimas de madres paseando con sus niños. Y de trabajadores hispanos silenciosos, agotados vendedores callejeros, elegantes transeúntes, viejos con cara de niño. Algunas mujeres entrevistas durante escasos segundos, como aquella chica escribiendo sentada en una mesa del High Line, valen más que todos los ángulos, reproducidos un billón de veces, de Times Square. Al final, tanto en Nueva York como en Betanzos, lo que cuenta es la vida que tengas, algo siempre muy difícil que se desenvuelve entre diez, quince o veinte personas. Afortunadamente para nosotros y nuestros seres queridos, el totalitarismo informativo que nos envuelve en cualquier ciudad nada sabe de ese espacio secreto donde la vida se juega.
III. West Houston Street
125 St. ¿Qué significa que en general las calles no tengan nombre, sino sólo un número? El crecimiento exponencial de la ciudad, su pasión numérica, ese “bosque de tallos” que impresionaba a Lorca. Broadway es una de las pocas arterias que no es rectilínea. Y esto porque sigue un antiguo camino que unía dos enclaves distantes en la isla.
Aunque probablemente ya no sea la capital del siglo XXI, Nueva York sigue siendo un epítome de Occidente igual que un electrón lo es de un campo de fuerzas. Tal vez por esto la miramos con una mezcla de admiración y temor. Escala febril, destellos lujosos, amplísimas perspectivas. El aluvión humano, la falta de raíces impulsa sin cesar la movilidad humana en Manhattan. Ser es ser percibido: en caso contrario no existes, eres tragado por la masa. De ahí la proliferación de sectas, tribus, bandas y submundos para defenderse. De ahí, sobre todo, la necesidad de que el individuo sobreactúe, como un actor que no se siente escuchado por la baja sonoridad de la sala o no se cree el guión. La actividad frenética, sonrisas incluidas, es lo único que conecta a la soledad de quince millones de almas que se han alejado de cualquier suelo. Mejor dicho, que tienen el suelo multiplicado de su aislamiento. Todo el mundo está obligado así a interactuar, a hablar sin parar; a cantar, gritar, reñir, bailar, reír: como si el reposo estuviera prohibido y el simple vivir no fuera suficiente. ¿Es esta religión de la circulación el espíritu del capitalismo, el mensaje de su medio infinito? La existencia no existe sin cobertura histórica, de ahí que todo el mundo deba esforzarse en ser el mejor en algo, en batir algún record. La misma comedia, un género muy norteamericano, debe convertir el infortunio en empresa.
¿No Logo? ¿Dónde, cómo? Difícilmente la metrópolis moderna puede evitar estar plagada de logos cuando nos asusta tanto la indefinición que la marca está ya en la identidad personal, en una definición individual que huye del tiempo muerto, como de la peste, con el currículo profesional, el círculo de amigos y el éxito, la orientación sexual, la actualización tecnológica… Exit, éxito: salir del armario de la existencia a toda costa, abandonar continuamente el viejo mundo de la vida mortal. Citado por A. Armada en su Diccionario de Nueva York, Berger comenta: “No hay interioridad. Puede haber introspección, culpabilidad, felicidad, pérdida personal; pero todo esto emerge y sale a la superficie en forma de palabras, acciones, hábitos, tics, que se convierten en hechos que tiene lugar en todos los pisos de todos los edificios. No se trata de que todo pase a ser público, pues eso sugeriría que no existe la soledad. Más bien, cada alma se vuelve del revés, pero continúa sola”.
Así pues, en la gran capital la muchedumbre solitaria se conecta de continuo a golpe de sirena, noticia, grito, disparo, gag, semáforo, anuncio luminoso, sms, sonrisa. La cultura del impacto conecta la dispersión atómica, el solipsismo millonario. El desierto de la masificación fuerza el espectáculo de la conexión. ¿Qué puede unir a dos picos más que una chispa eléctrica? Por eso se puede decir que esta humanidad, parisina o neoyorquina, incluso en su versión de izquierdas, ha elegido de antemano el formato de la violencia. Aunque ésta pueda ser casi siempre latente, o cultural, o espectacular, o informativa. El gesto de los locutores norteamericanos es todavía más militar que el de los españoles. Y no olvidemos que la televisión permanece encendida y vociferante en todas las esquinas, incluidos taxis y ascensores.
Lo normal es que la violencia sea al ralentí, esperando en el silencio de los que concentran su poder. O configurada en la definición de la imagen personal, la ropa, la actitud deportiva, la música, la resolución ejecutiva. Cuesta incluso separar este formato de la atractiva espontaneidad, la agilidad y la fuerza de un partido de aficionados al baloncesto, al atardecer, en la cancha pública de cualquier calle cercana a Washington Square.
Banderas rojas y azules, música y edificios, músculos, pelo bien cortado, maquillaje, ropa de moda, marcas y anuncios. El impacto de la imagen y su definición domina la ciudad. No la ahoga, pues por debajo se admite la vejez y la fealdad, en edificios y personas, pero la imagen establece una jerarquía. Igual que Dios, la sociedad aprieta, pero no debe ahogar a sus súbditos. Hay así un nuevo racismo del look, por eso ni los almacenes Hollister, ni los bares de moda en Chelsea, contratan a cualquier joven. Seas negro, hispano o blanco, es necesario ser atractivo para estar en la cúspide y ser popular. Tal vez este impacto cuasi terrorista de la imagen es lo que permitió a Stockhausen (en un comentario que le valió la excomunión) comparar el atentado de las Twin Towers con una obra de arte. Tal vez es esta empatía de la ciudad con el poder de la imagen y de la escala la que permitió decir a Baudrillard en El espíritu del terrorismo que en el 11 de septiembre fue como si las dos Torres obedecieran a la señal de los aviones para dejarse caer. Escena, por lo demás, cien veces adelantada por la imaginación neoyorquina y estadounidense… hasta el punto de que, after the facts, hubo que censurar portadas de discos. De todas formas, hay que insistir en que la “zona cero” y la corriente de simpatía mundial que despertó han hecho a la Big Apple más humana y vulnerable, un poco más humilde.
Never, never, never. We can’t forget it, repite la voz agotadora del guía turístico a bordo del barco que circunvala Manhattan en medio de una ilustración “cultural” inacabable, plagada de nombres de famosos (W. Allen lives there), cifras millonarias y detalles televisuales. Hace falta ser muy provinciano para sentirse cómodo siendo turista en Nueva York: como diría Beckett, somos idiotas, pero no hasta ese punto. El comentario social ininterrumpido del que tanto abominaba Baudrillard toma aquí proporciones dantescas, con monitores continuamente encendidos en la recepción del hotel, también en ascensores y taxis. Llegados a este punto es posible preguntarse otra vez por la omnipresencia de la bandera de barras y estrellas. La Política es nuestra gran Metafísica. La bandera estadounidense prolifera por todas partes como un signo de consumo interno, un símbolo para aunar un archipiélago social siempre amenazado por la desintegración (¿tampoco aquí la guerra civil ha terminado?), aunque el alcalde Giuliani y el 11-S hayan hecho caer drásticamente la delincuencia de guante negro.
Barras y estrellas simbolizan la constante federación de soledades. Únicamente el individualismo puede dar lugar a esta masificación, donde todo el mundo hace lo mismo, pero cada cual con su life style. Sólo la masificación de las barras puede soldar este global aislamiento de cada estrella en la hornacina de su soledad. To shop es un verbo que no existe en castellano y expresa a las claras el alivio estándar del aislamiento wasp: ir de compras, tiendear mientas intercambias sonrisas y comentarios, sales de casa y ejerces un simulacro de elección en terrenos secundarios… ¿Qué sería de Manhattan sin su famoso shopping? Hasta la sonrisa frecuente puede (nunca lo sabremos) estar impregnada de este espíritu comercial con el cual se conecta, siempre bajo la seguridad de una coartada impersonal, el colosal archipiélago de almas aisladas.
Por lo demás, la imagen del típico ciudadano, turista o nativo, caminando solo con su bolsita de comida y bebida da idea de la soledad impúdica, autocontenida, que está en la base de esta conexión perpetua que es el capitalismo. También las cenizas del pariente muerto son ahora portátiles en una ligera urna que apenas ocupa lugar ni obliga al arraigo. Movilidad perpetua. Muralla flexible erigida, en nombre de la sacrosanta seguridad, contra la vida desnuda. El reino de la libertad está contenido por lo idéntico: todo el mundo hace lo que “quiere”, pero sectarizado por sus marcas favoritas, sus tribus urbanas y sus estilos de vida. Para eso están los distintos códigos a disposición del cliente, para acabar todos en la misma visibilidad, distintos nudos conectados.
Por debajo está la vida, claro, el viejo misterio que salvaba a tu villa natal. En Nueva York y en Segovia, las mutaciones y el uso minoritario de los códigos, libertad de expresión dentro del encadenamiento de la acción, hacen la vida posible, al menos como buen simulacro.
IV. Chelsea
A pesar de tanto estruendo, recordaremos a la ciudad por lo pequeño, por mil detalles entrevistos en la lejanía o vividos a dos pasos. El diablo, y tal vez dios, respiran hoy en los detalles, hermanados por los márgenes. Por el contrario, el decorado grandioso lo archivaremos como algo pueril, incluido el paseo en barco en torno a la isla, con el edificio de Naciones Unidas cerrando el círculo de los tópicos multiculturales. Pasa un poco como en París, lo has visto todo tantas veces, lo has imaginado tantas veces, que cuesta tomar conciencia de que aquello tiene un sabor real. Es como si el anuncio continuo que es Manhattan tapase la experiencia de la ciudad. Todo tan fiel a su imagen estereotipada, hasta las sonrisas, que la sensación es de tal normalidad que tienes que recordarte que estás en por fin allí. Is life disappearing? De esto no sabe nada National Geographic, naturalmente, pero tal vez la existencia misma sea la primera especie en vías de extinción.
Pobreza de la experiencia, en palabras de Benjamin. El gigantismo de Nueva York sería el escenario ideal para conjurar este temor de desaparición inminente. ¿Cómo una criatura asustada, la gran urbe crece para escapar de un temblor inconfesable, una escena primitiva que (a pesar de los indios eliminados) siempre amenaza con volver? ¿Esta ciudad-archipiélago es como Marilyn, atrapada entre una imagen radiante y un alma oscura que no puede crecer?
Educadamente, se te pide un continuo autocontrol, personificado en esos relucientes y corpulentos afroamericanos que en general ocupan el papel de bedeles y vigilantes. Los neoyorquinos son sin duda liberales frente al resto de USA, pero no olvidemos que tratan al fumador como a un apestado, que probablemente le siguen llamando “escándalo sexual” a lo que a nosotros nos importa un comino y que, después de todo, el matrimonio homosexual se aprobó en España seis años antes que en Nueva York. De manera que, aunque no atendiéramos a Weber y al impresionante Los archivos del Edén de Steiner, es más que probable que este elegante liberalismo neoyorquino participe de ese “sueño” típicamente puritano de recomenzar la historia desde cero, en un territorio libre del virus del pasado. En efecto, ya el “complejo archipiélago de esperas” (Morey) que soportan los viajeros en Madrid y en el aeropuerto J. F. K. da a entender que, incluso con sus amabilidad incorporada, entramos en un orden social distinto. Un orden que debe protegerse del desorden (siempre un poco terrorista) del afuera, casi el mismo desorden del que huyeron las primeras oleadas de inmigrantes y sectas que fundaron las colonias, más tarde la nación.
¿El sueño de unos no ha de incluir necesariamente una pesadilla para otros? Primero los indios y los negros supieron algo de eso. Después nos acostumbramos el mandato bíblico de bombardear lejanos países de extrañas costumbres, que no hablan inglés y tienen un nombre casi impronunciable. Hasta el glamour contagioso de esta ciudad recuerda a veces la amenaza de un enfrentamiento al resto del mundo. Como Whitman frente a Poe, como Bárbara Kruger frente a Sylvia Plath, esta nación es puritana hasta cuando es correcta, radical, feminista y gay. No es de descartar que la mayoría de los homosexuales del Soho y Chelsea acaben condenando a G. Grass por “antisemita” y aprobando después la destrucción del “machista” Irán. En un escenario radiante siempre ha de haber alguna encarnación maniquea del mal. Y ahora los musulmanes parecen haber tomado el relevo ideal del comunismo eslavo o latinoamericano.
Es un poco el temor que nos puede asaltar después de ver Anatomía de Grey, aunque esté producida en la otra costa. Todos son tan ferozmente darwinistas que en ese paquete bien puede entrar, como un arma más de actualización, ser intelectual y lesbiana. Por el contrario, incluso siendo homófobos, los españoles somos tan majos que ni siquiera vocalizamos cuando trabajamos en una serie televisiva. Realmente, uno a veces no sabe con qué carta media quedarse. Frente a esta duda, ¿Nueva York es precisamente el modelo de cualquier carta, mezclada en el menú?
Conversación nocturna con una española que frecuenta el East Village: “Echo de menos Europa, cambiar de costumbres y de idioma”. Aunque la autodenominada America representa en cierto modo el “esplendor de lo idéntico”, sugiere ella, al menos aquí puedes encontrar el calidoscopio de un planeta que se multiplica sin fin a través de las distintas culturas. No se puede hacer mucho ante este argumento del tamaño y la multiplicidad. De poco vale que traigas a colación este recuerdo: Dolores jamás había salido de su valle (Soldón da Seara, Lugo) y sin embargo tenía todo el mundo en la cabeza, leyendas de lobos y caminantes perdidos en la nieve; recuerdos de infancia, de enfermedades; amores, hijos, canciones, baile, cosechas y alegría campesina. A sus noventa años, esta viejecita contaba sus historias con la misma cara de niño que John Cage ponía al bromear sobre el compromiso ético con lo que surge y aún no tiene forma. Pero de poco sirve en esta mesa nocturna del Village tu argumentación, pues el mito de la variación espectacular no tiene competencia. Una vez más, probablemente, quedas como un nostálgico de otros tiempos. Dios salve a John Berger.
Eurotrash. Posiblemente tiene razón quienes aconsejan no ir de noche a escuchar jazz en locales preparados ya enteramente para turistas, igual que los “mesones” de la Plaza Mayor madrileña. Ante lo que por ahí llaman jazz o blues Coltrane, Monk y Canned Heat se morirían de risa. A cambio, el KGB es un delicioso bar judeo-comunista. No hablemos de la librería St. Mark’s, de la cervecería McSorley’s Old Ale House, todavía con serrín en el suelo. No hablemos del whiskey Basil Hayden’s, en el dba, que casi deja en pañales a nuestro profundo malta Glenrothes. Aunque no hace falta una salida nocturna para volver agotado al hotel. Indefectiblemente, ese cansancio se cumple porque te has atiborrado de imágenes, millas y palabras, sorbidas además con la vigilia flotante propia del extranjero. Fuera de la seguridad doméstica, todo son signos y la percepción se agudiza al máximo.
Algunos lugares de Manhattan son como una versión celeste del “espacio basura” de Koolhaas, una morrena glaciar, purgatorio de baja calidad que queda como residuo de una modernidad cuyo mejor tiempo ya pasó. Recuerdas aproximadamente un pasaje de Sontag: “Todo lo que la ciudad desechó y liquidó, después la fotografía lo archiva para la nevera de la posteridad”. Así ocurre en esa esquina de Broadway con la Séptima, donde tú fotografías el enorme panel urbano que te capta en real time a todo color. La autorreferencialidad domina la imagen oficial de la ciudad, su Studium, como si nuestra vida moderna necesitase continuamente pruebas de la existencia. De ahí la proliferación de cristales, espejos, destellos, cámaras y reproducciones, por si la vida mortal no fuese suficiente prueba. Si te descuidas, más que en ningún otro sitio, la omnipresente imagen horada lo real neoyorquino y te impide vivir, hacer tu viaje, residir en una ciudad.
De un auténtico viaje jamás se vuelve (a la vuelta, no eres el mismo). Por el contrario, el mito del turismo se alimenta hoy de nuestro inmovilismo ultraconectado, nuestra condición de prisioneros globales. Para empezar, estamos tan apresados por la religión de la economía y de la información que hasta la percepción parece guiada por carriles difíciles de torcer. ¿Quién repara en esa mirada agotada y triste de los vendedores ambulantes de Greenwich Village, el Soho o el Lower East Side? ¿Quién se demora en la poética de las viejas casas descoloridas que quedan en medio de los lujosos edificios? El capitalismo es, antes que una maquinaria económica, un enorme dispositivo de exorcización de las sombras, una complicada muralla proteica para separarnos de la vida, esa isla que los indios algonquinos llamaban mannahatta, “lugar rodeado por numerosas mareas vivas y burbujeantes aguas”, según una de las múltiples etimologías que recoge el libro de Armada.
Una idea de la inflación congénita en la ciudad, esa especulación depredadora que constituye el corazón militar de Manhattan y que Inside job retrataba tan bien, es el siguiente detalle. Una botella de vino tinto Mencía puede costar en un restaurante medio del West Broadway 50 dólares. La gran ciudad te devuelve lo que ya era tuyo, pero debidamente sellado por La Meca de la opulencia y a un precio multiplicado.
Otra imagen de la burbuja que es la ciudad (además de esas horribles patatas fritas, casi peores que las de Bélgica) la configuran los paneles de Cindy Sherman en el MOMA. Para empezar, ¿estaríamos hablando de ella si fuera sevillana? Su ridícula autotaxidermia, supuestamente irónica, es superada con creces por los animalitos bien disecados del American Museum of Natural History. Doblemente eficaces, además, debido a que en ellos la ironía es involuntaria y el narcisismo, si lo hay, impersonal.
Una y otra vez, sin embargo, los defectos hacen humana a Manhattan. Esas baldosas mal colocadas en los almacenes Macy’s, las madejas de polvo en el suelo de algunos museos, el pescador furtivo que prueba fortuna en los lagos de Central Park… Esta ciudad-archipiélago, ¿es un “sueño americano” prometido a la desdicha? Querríamos creerlo, querríamos quererlo. De hecho, tal vez las vistas abigarradas desde las terrazas del Rockefeller Center o del Empire State Building invitan a gozar de la ciudad como una gran juguete en manos de la muerte y el misterio, un “modelo para armar” según el alma de cada cual. Adiós pequeña, agrietada New York, te recordaremos siempre.
(Quiero agradecer la compañía generosa e incansable de Manuel Vilariño. También he de dar las gracias a Eduardo Lago, Mireia Sentís, Alfonso Armada, Tim Appleton, Ana Castro, José Luis G. Canido y Salomé Ramírez, quienes acompañaron de distintos modos este viaje).
Ignacio Castro Rey es filósofo y crítico de arte, autor de libros como Sociedad y barbarie (Melusina), Votos de riqueza (A. Machado Libros) y Roxe de sebes (Noitarenga). En FronteraD ha publicado, entre otros, El cuerpo de la desintegración, Bajo la máscara. Patología y concepto en el sistema filosófico, ¿Una segunda transición?, Si esto es amor y De Jaren. Un viaje a Holanda y algunas preguntas. En FronteraD mantiene el blog Crítica y barbarie