Recuerdo que la primera vez que la volví a ver me hizo pasar por un pasadizo estrecho al lado de una cama que ocupaba toda la oscuridad de una habitación húmeda y con olor a guardado. Yo la iba siguiendo, pensando en mis primeros días, en mis propios caminos, y en cómo una mujer como ella pudo llegar a un lugar como ése. Aparecimos en una salita acomodada como dormitorio. Había una ventana con vista a la vereda, un sofá reclinable de color rojo intenso. Había colgado un espejito de segunda mano con borde de madera sobre una de las paredes. Ella volteó y me preguntó «¿Qué te parece?»
Para aquel entonces, ya yo sabía algo de aquella costumbre neoyorquina de improvisar cuartos con cama. Entre las bondades de Newyópolis no se cuenta la del espacio abundante ni la de los alquileres económicos. Cada inmigrante, por más dulce o furioso que sea, a menos que aparezca en el aeropuerto forrado con dinero, sabe lo que significa «dividir para triunfar»: convertir un departamento de un dormitorio en tres dormitorios, una recámara en dos, una salita en cuarto. Había pasado un par de inviernos improvisando para comer y ya había visto que en ciertas piezas en Queens una sala puede acomodar a familias enteras, que se puede inventar una ducha para diez en un sótano, que es posible acomodar a tres personas en un ático pequeño. Nada grave: en la playa donde pasaba el verano en el Perú, en una sola habitación se armaban seis camas y los abuelos, mis padres y mis tíos improvisaban un hotel de lujo entre paredes de piedra. Era parte de la aventura.
Así lo entendía ella. Por menos de 400 dólares le quitaba su sala al hombre cincuentón y de modales frustrados que sufría cada fin de mes para sobrevivir en la ciudad, en un departamento a dos cuadras del Parque Central. Lo conocí la segunda vez que fui a verla. Daba la mano con inseguridad, miraba con desconfianza, hablaba con una voz que por alguna razón me pareció la de un hombre fracasado con una patética necesidad de cariño. No tenía una pareja y apenas si tenía amigos.
Me imaginé la escena: esta muchacha llegaba con la cabellera larga y los jeans apretadísimos, buscando un cuarto a buen precio en un barrio interesante. Con una gracia natural para girar la boca, abanicar las pestañas, doblar la cintura, para poner en el ángulo correcto de los ojos de ese hombre la visión completa de sus nalgas de veinteañera, aún redondas, aún prometedoras. Me lo imaginé imaginándosela desnuda. Me lo imaginé dándole un buen precio codiciando las aventuras que podrían alegrarle la vida: ella entrando a ducharse en el único baño compartido, ella pasando por su pieza en la oscuridad para llegar hasta la suya, rozando las sábanas de su camota con olor a sudor y a guardado. Olor a decadencia, ligero aroma rancio a semen. Pasé una noche por allí, al lado de su cama. Regresábamos de una fiesta, me quedaba a dormir. Cerré la puerta que dividía ambos cuartos y sentí un placer vulgar por no ser él. Por no tener su edad, tal vez por ser quien la acompañaba a ella, su objeto del deseo. Por poder dormir con su calor en aquella ciudad con frío.
Ella también me había adoptado como mascota de aquellos sueños suyos para conquistar el mundo. Dormía pegado a su cuerpo y claro que me imaginaba penetrándola, pero nunca me atreví más que a acariciar su cabello y a decirle frases que ahora, con la distancia del tiempo, me parecen más patéticas que los silencios en inglés del hombre que se tocaba pensando en ella mientras mi amiga se desvestía en la habitación contigua. «Me da un poco de asco» me dijo en un café; cuando nos encontrábamos para que me detalle sus aventuras, y yo las mías, para que nos consolásemos por estar solos en una ciudad que no se parecía ni remotamente a la nuestra.
Ella nació en un barrio de clase media en Lima, tenía tres hermanos y una madre que trabajaba en modelaje. Su padre era una especie de playboy caribeño que las abandonó sin avisarles. La madre supo que se fue a trabajar en «algo de artistas» en Puerto Rico cuando mi amiga era apenas una niña. Mi primera imagen de ella fue de lejos, con sus 17-18 años, apretando el paso por los pasadizos de la universidad. Me la presentaron cuando ya tenía fama de mujer fatal pero yo jamás me fijé en ella porque andaba perdidamente enamorado de una chica pequeñita, interesante, inteligente; todo lo opuesto a la frescura de ese cuerpo soberbio que solo cursaba invitaciones a la lujuria. Se hizo amiga de amigos comunes, por ellos supe que había desembarcado en Manhattan, después de haber aprendido periodismo a la misma velocidad con la que sus jefes periodistas le hicieron aprender que para triunfar tenía que negociar su carne. Yo le conocía un par de parejas. Hay quien me dijo que solo picaba en escritorios importantes, entre jefes: con algunas cervezas demás un amigo se persignó para jurarme que alguien que él conocía la había encontrado semidesnuda y entregando las nalgas a una super estrella de los reportajes en una isla de edición. Que se acostó con dos o tres ejecutivos de renombre.
Tal vez huía, pensé. Como muchos huímos de esa ciudad de rumores y medias verdades donde se envidia tanto. De ese mundillo de mediocridades. Tal vez escapaba de una vida normal, porque la vida normal que ella llevaba en Lima ya no daba para más. Acá en Newyópolis nos podemos reinventar, pensábamos los dos.
Poco después conoció a un escritor. Sé que fue muy feliz.