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Cuento de Navidad

 

 Permítanme volar hoy hacia el lejano norte. Hacia el frío.

 

Las islas del Mar Blanco son como una representación en miniatura de Rusia. Cuentan con su hospital, su iglesia, su mafia local, su bania, sus humildes tiendas, su propio periódico y una inevitable legión de alcohólicos. Por aquí han pasado todo tipo de personajes: escritores y artistas, zares y príncipes, monjes y borrachos, vagabundos y peregrinos…Las islas han hecho las veces de prisión, se han constituido en centro de la Iglesia Ortodoxa, y alcanzaron gran esplendor como campo de trabajos forzados de la Unión Soviética.

 

El Kremlin conserva todavía una belleza mágica con sus muros de piedra cubiertos de moho y en ruinas. En su interior se esconden varias iglesias, dos catedrales, palacios, celdas y diversas galerías de las que se sirven en las frías noches las prostitutas. Los antiguos barracones de los campos de trabajo funcionan hoy en día como viviendas. Se mire donde se mire, la tierra negruzca se mezcla con escombros y cristales rotos. El alcantarillado, en pésimo estado, conduce todas las aguas fecales a un mar que se burla sarcástico en la Bahía de la Prosperidad. Los perros y humanos, famélicos y desganados, campan a sus anchas por el infierno gélido; las vacas y cabras pastan entre la mierda. Todo se desmorona hacia un abismo de miseria, desesperación y alcoholismo.

 

Ella, sin nombre, se tiró por la ventana de un sexto piso. Sus restos desparramados sobre la nieve se guardaron en un ataúd rodeado de velas y acompañado por varias campesinas de luto. Las mujeres están borrachas, se escuchan disimulados sollozos, las viejas se quejan por el frío, la calefacción no funciona, la comida disponible huele a podrida. La suya era otra corriente historia rusa. El padre, a menudo ausente, solía estar borracho. La madre terminó suicidándose. Su marido no pudo soportar el norte y desapareció con su hijo mayor. Ella se acostumbró a beber; escribía poemas, trabajaba en un museo, trataba de evitar la oscuridad y la melancolía. Los cortos veranos aún podían ser soportables, el invierno no.

 

La escarcha brilla sobre las hojas, el cementerio está desierto. Su foto colgada de una cruz muestra una sonrisa irreal. Cavar en el hielo resulta difícil, los vasos de vodka circulan con suma celeridad. El calor nunca llegará hasta aquí para descomponer su cuerpo, flotará helado en la eternidad. Desde los árboles observan los cuervos. El cortejo fúnebre se arrastra lentamente delante de su tumba arrojando un poco de tierra.

 

Ella, que era una buena persona, se compadecía de todos los desechos humanos que la vida había arrastrado hacia el norte: soñadores, idiotas, o perdedores. Un día se despertaban al límite de todo y entonces ya no era posible el retorno. Ella decía que todo el mundo debería, al menos una vez, lavar con sus manos un cadáver para sentir la vida hasta las últimas consecuencias…

 

Han dejado un pequeño vaso junto a la lápida más próxima. Pronto vendrá alguien, se sentará, beberá, y continuará su camino.

 

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