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Cuento de Nochebuena (1)

Estaba adornando el árbol navideño cuando la pantalla del móvil se encendió al tiempo que sonaba un timbre suave. Nunca me han gustado esos sonidos estridentes o músicas para sorprender que se instala la gente en el dispositivo. “¿Cómo está? ¿Ya no se acuerda de mí? Soy Jacques-Marie McFarlane, desde Kingston, su antiguo y lacaniano psicoanalista que tantos dolores de muelas le causó cuando le trataba vía telefónica. Lo lamento. Me ha dicho un pajarito (lo de pajarito lo dijo en español) que no soplan precisamente vientos de alegría en esa cueva que tiene en su por usted llamada ciudad accidental. Pero, ¿qué le pasa, hombre? Arriba los corazones (recurrió de nuevo a mi lengua). Le llamo precisamente para sugerirle un bombazo de idea para celebrar estas fiestas como se debe y ajenos al maldito virus”.

La verdad es que me dio repelús escuchar al almibarado jamaicano de método lacaniano. No corté la conversación por esos buenos modales que a veces me matan. “Hola, Jacques-Marie (llamarle sólo por el nombre le irritaba muchísimo cuando me trataba). Mire, no dispongo de tiempo. Mi agenda está superapretada estos días: tengo que poner el árbol y algunos adornos en la covacha durante las próximas dos semanas”. “¿Y eso? Usted no es muy de fiestas, creo recordar, y esto de la Navidad, como buen intelectual pedante y snob que es, le disgusta y le deprime, ¿verdad?”. “Escuche, Mac, no estoy de humor para soportar sus estúpidos e hirientes comentarios. Así que dígame de qué se trata y cortemos el rollo”, intervine en un tono áspero.

Bueno, Mr Bosco, veo que no ha cambiado. El mundo contra usted. Escuche, le llamo porque pretendo revolucionar su vida, al menos el día de Nochebuena. Alterar su rutina, aunque sea por unas horas. No sé si le gustará lo que le voy a proponer. Se trata de lo siguiente…”. No aguanté su voz ni lo que se aprestaba a contarme. Pulsé el botón y corté la llamada. De inmediato me vino mi maldito complejo cristiano de culpa y fui yo quien marqué el número de Kingston fingiendo que se había tratado de un problema de la línea entre España y Jamaica. “Lo siento, Jacques-Marie. No sé qué sucedió”. “Ya, ya, lo de siempre. Escúcheme hasta el final y no diga nada hasta que haya terminado”. “Vale, adelante. Soy todo oídos”, respondí algo más tranquilo. La llamada del analista jamaicano me había provocado sudores fríos.

McFarlane me explicó a continuación la propuesta más loca que yo jamás había escuchado en toda mi vida. Y ya son muchas décadas a cuestas. Me dijo que no quería que este año pasara la Nochebuena solo en medio de mis cuatro paredes y aunque fuese deleitándome de la oscuridad del mar. “No me tome por loco, pero le propongo que invite a su mesa a cinco personajes públicos”. “¡Ya estamos, señor, alterando mi equilibrio de nuevo! ¡Usted es un maestro en eso!”, protesté. El jamaicano no se inmutó y continuó con su propuesta. La regaba con frases retóricas, la entremezclaba con palabras de halago y de presunto cariño hacia mí (sospechaba que bastante falsas, por cierto) y, cómo no, alardeando de su conocimiento de frases idiomáticas en castellano. Expresiones como “tirar la casa por la ventana”, que para la lógica de cualquier anglosajón y menos aún para la de un retorcido analista de la psique como él son incomprensibles, o “valiente, hombre, hay que coger el toro por los cuernos, no tenga miedo”.

Pero yo entretanto me preguntaba en silencio de qué iba a tener miedo, si este individuo no me descubría el misterio, no el del portal de Belén, sino el de la identidad de ese quinteto de invitados elegidos para animar esa noche tan especial y llena de recuerdos. Además, no podía olvidar que mis dotes culinarias son nulas y que había dado vacaciones a mi eficiente ama de llaves, encargada también de prepararme ricos platos. Aunque eso me preocupaba menos pues llamaría al Corte Inglés de turno de mi ciudad accidental y encargaría el ágape nocturno con turrones y buen cava incluidos.

Escuche bien, Mr Bosco, y no se me desmaye con lo que le voy a decir a continuación. No se asuste con la alineación navideña. Tengo contactos y usted explote a su vez los suyos, si fuese necesario, para pasar la Nochebuena con el Papa Francisco, la vicepresidenta Yolanda Díaz, que al parecer está entusiasmada después de su reciente audiencia con el Pontífice (Santo Padre por aquí, Santo Padre por allá), la canciller alemana Angela Merkel, el actor Javier Bardem y, por último, ese individuo con el que muestra una especie de amor odio llamado Pablo Iglesias, a quien usted a veces llamaba vicedós cuando estaba en el gobierno de coalición de su país”.

No me desmayé, pero cuando dejó de hablar, exclamé irritado en español: “Jacques-Marie, usted está loco. Qué, ¿se ha tomado al despertarse un tirito de esos con el que se colocaba antes de nuestras sesiones? ¿Pero se da cuenta de lo que propone?”. Y proseguí: “Le agradezco que piense que tengo poder de convocatoria, pero en fin…¿Qué hacemos? ¿Los convocamos por Facebook, por Instagram, por Twitch? Seguro que Francisco tiene cuenta en alguno de ellos”.

Calma, por favor, Mr Bosco, calma”, me interrumpió. “Escúcheme bien. He logrado cerrar la invitación con cuatro de ellos, incluido el Papa. El único que falta es Bardem. Se encuentra en Los Ángeles promocionando con Nicole Kidman su última película, Being the Ricardos. Me han dado el teléfono de su agente americano. Hágalo usted y si tiene problemas me lo dice. Yo conozco a su mujer, Penélope, y seguro que ella nos allana el camino”.

Escúcheme bien, Mac, ¿a qué obedece esta selección tan particular? ¿Encierra algún mensaje? Nada tengo contra ellos. Al contrario, son figuras que me encantaría conocer…” “¡Y los va a conocer! Se lo aseguro”, me interrumpió. Percibía entusiasmo y alegría en su voz. “No sé”, continué dubitando, “poner en la misma mesa al Papa y Merkel con Iglesias y Bardem, ateos los dos, y hasta con la mismísima Yolanda, que conserva el carnet comunista, aunque, es verdad, que la vice parece haber entrado en un éxtasis teresiano tras su encuentro en el Vaticano…”.

McFarlane me aseguró que la lista no escondía nada. Consideraba que eran personas que valía la pena conocer, que a buen seguro me iban a agradar y con los que pasaría una inolvidable y bonita Nochebuena. Todo me parecía muy raro y más tratándose de él, que jamás daba puntada sin hilo. “¿Y usted no se anima a venir?”. “No, yo molestaría. Usted se sentiría incómodo. Y esa noche es para usted. Además, Mr Bosco, he pillado el puñetero covid y no me puedo mover de casa”. “¡Vaya, lo siento muchísimo!”, contesté por una vez con un tono sentido.

Todo fue mucho más sencillo de lo que en un principio parecía. Lo de Bardem se resolvió muy pronto. Mac me facilitó el teléfono de Penélope Cruz, que estuvo encantadora, y prometió que su marido vendría a la fiesta. “Me sumaría yo también de buen gusto, pero tengo que atender a mis dos hijos y al resto de mi familia de San Sebastián de los Reyes”, afirmó con un tono de disculpa que me pareció sincero.

Resuelto el problema de invitación y el compromiso de asistencia de todos ellos (algunos lo hicieron a través de sus más estrechos colaboradores), no por ello mis nervios se calmaron. Me acordé que uno de los seis comensales, Angela Merkel, no sabía español y eso resultaría una incomodidad para ella. Llamé a Berlín, a la cancillería. Me pasaron con el nuevo jefe de Gobierno, Olaf Scholz, que estuvo a punto de colgar pensando que se trataba de una broma. Pero al final me pasó con un ayudante de la ex canciller. No di crédito a lo que escuché: “Su excelencia la señora Merkel ha comenzado a estudiar español. Lo entiende muy bien y empieza a hablarlo. Es una entusiasta del Siglo de Oro”.

Dicho y hecho. Terminé de decorar la casa, revisé la lista de villancicos en Spotify, llamé a mi peluquero para que me arreglara cabello y barba en la cueva (cuando le conté lo que iba a ocurrir se moría de envidia), eché un vistazo a mi armario de ropa y llamé a uno de los Corte Inglés de mi ciudad accidental donde encargué dos besugos a la sal, una sopa abundante de pescado, turrones variados y una buena selección de vinos y cavas.

Noche de paz, Noche de Dios, me escuché cantando en la ducha alegremente. Esta Nochebuena iba a ser para no olvidar. Buen tipo ese McFarlane después de todo, me dije mientras extendía el champú por el pelo. “¡Como se enteren los vecinos se morirán de envidia! Pero no pienso abrirles la puerta, ni siquiera para recibir la bendición papal. Van buenos. Se van a enterar de quién hace ahora más ruido. Hasta pensarán que el portal de Belén está en la ciudad accidental y que el Niño Jesús nacerá en mi cueva”.

continuará

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