Estaban los tres sentados en torno a la mesa de roble. Habían dado cuenta de una buena cena preparada por Sergei y regada con un rico vino que había traído el Noble Ting Chang. Descansaban sentados en el suelo sobre sus cojines cuadrados y bebían el té especiado a la manera india que tanto le gustaba al Maestro cuando hizo su entrada el Abad, acompañado por los tres priores. Se postraron ante el Maestro para saludarlo, pero con el rabillo del ojo los priores no perdían de vista a Ting Chang. Éste enderezó un poco más su espalda, tiró desde la coronilla de su cabeza de las siete vértebras cervicales y bajó sus rodillas para firmarlas con suave firmeza sobre la alfombra. No se levantó porque el anciano permanecía sentado y con una mirada le había transmitido el mensaje de que los jerarcas del monasterio no venían en visita monacal. De hecho, cuando se levantaron, se volvieron hacia Ting Chang y se inclinaron con respeto:
– Maestro – dijo el Abad con el protocolo reservado en el ceremonial del Libro de los ritos tan venerado por Confucio -, sabemos que el Noble Ting Chang no se encuentra entre nosotros para compartir la vida del monasterio ni tampoco para buscar su lugar en el Camino, puesto que ya ha tomado una decisión y desea permanecer un tiempo a tu lado.
– Así es, Abad – dijo el Maestro en un tono quizás demasiado bajo que obligó a los tres priores a concentrar la atención en sus palabras y no en la imponente figura de Ting Chang que se agrandaba por momentos.
– Por eso, desearíamos insistir en que podría habitar en una tranquila zona del monasterio y acudir aquí para recibir tus enseñanzas. Esta comunidad jamás podrá agradecer bastante el honor que nos hace su presencia y la desbordada generosidad de su Ilustre padre.
Ting Chang inclinó su cabeza hacia el Maestro pidiéndole venia y en un tono cortés, con profundo respeto pero lleno de dignidad, se dirigió al Abad cuando éste y sus acompañantes hubieron tomado asiento sobre los cojines que les había colocado Sergei.
– Venerable Abad y estimados priores, ya conocéis cómo llegué aquí en busca del sosiego y de la paz junto al Maestro fundador de este monasterio. Buscaba la luz y esta surgió de las cenizas. El Consejo de mi Venerado e Ilustre Padre me ha hecho conocer los designios del Cielo sobre mi hermano mayor y sobre mí. No puedo excusar esa voz buscándola en otro lado que en su sendero natural. Mi hermano mayor seguirá viviendo en EEUU con su esposa norteamericana y cumplirá allí la misión que le ha sido encomendada. Yo debo reconducir todo lo aprendido hasta ahora para prepararme a asumir las funciones que me esperan. Por eso, he regresado junto al Maestro para que me instruya en el arte del gobierno de acuerdo con las milenarias tradiciones de nuestros antepasados. Está pasando la noche que durante casi un siglo se cernió sobre nuestro pueblo, pero éste se prepara a resurgir con toda la sabiduría que le exige asumir las responsabilidades que le aguardan, de nuevo, como Imperio del Centro. Cada uno ocupará el puesto que le pertenece desde largo tiempo, aunque todavía no lo sepa. A algunas personas les está reservada la ingente tarea de dirigir y de gobernar, de organizar y de prever. Para eso es necesario comenzar por el gobierno de uno mismo. Por eso he venido aquí. Viviremos como lo hemos hecho durante estos meses, pero el Maestro ha dispuesto un programa que para nada afectará a la vida regular del monasterio. Cuando llegue el momento, partiré sabiendo en dónde encontraré siempre un lugar de retiro, de reposo y de refugio ante las tormentas que nos esperan.
– Así es, Noble Señor, y queremos testimoniaros el reconocimiento por el honor que nos hacéis y agradecer la generosidad de Vuestro Padre.
– Sí, Abad, la conozco bien. Pero le he pedido a su Consejo que, para compensar un poco el privilegio del que disfruta su hijo y heredero, multiplique por diez mil lo que hubiera pensado entregar a esta comunidad y que lo coloque en una cuenta especial, al más alto interés, que ya cuidaré yo de darle un destino coherente.
El Maestro asintió con un gesto y dirigiéndose al Abad y a sus acompañantes les dijo sonriendo:
– Ya conocéis las costumbres que tenemos en estas chozas. Toda enseñanza puede contenerse en un cuento, si se sabe contar y se escucha con un corazón limpio. «Érase una vez un sacerdote que pasó frente a una casa muy humilde en la que una madre daba de comer a sus hijitos entre canciones y bromas. Les daba la comida y también depositaba unas migas ante la imagen del Buda entre el alborozo de los cinco niños. El sacerdote se encrespó y le dijo: «¡Mujer, no seas blasfema! ¿Cómo tratas la imagen del Theratava con semejante falta de respeto? ¡No mereces tenerla aquí!» Y agarrándola con ira, se la guardó entre los pliegues de su túnica y la colocó sobre un altar en el templo que regentaba. Los niños quedaron profundamente tristes y su madre muy avergonzada. Pero esa misma noche, el Cielo se apareció en sueños al sacerdote y le increpó diciendo «¡Insensato! ¡Más que insensato! ¿Por qué te metes en dónde no te llaman? Todas las tardes, antes de retirarme, me gustaba sentarme en aquella humilde casa para disfrutar con la alegría de aquellos niños y la excelsa santidad de aquella mujer a la que has humillado. Allí me sentía a gusto y no en este templo lóbrego y triste. Mañana por la mañana, encarga al monje más joven que devuelva esta imagen a aquella morada de paz.»
Todos se pusieron de pie, se inclinaron ante el Anciano y se retiraron en silencio. Así comenzó la preparación de Ting Chang en el noble arte de gobernar.
José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M. Fundador de Solidarios