La vida transcurría plácida pero intensamente para todos. Durante el día, el Barrendero de Esmeraldas hacía su labor en el monasterio, cuidaba la limpieza del claustro y atendía a las necesidades del jardín que en esa época del año no eran muchas, más allá de recoger las hojas caídas de los árboles y amontonarlas para preparar el mantillo. Vivía envuelto en una sinfonía de colores amarillos y tostados, de apagados verdes y de oros viejos. Por donde él pasaba permanecía un suave rumor de regreso al origen.
El Maestro Tenno dedicaba gran parte de su tiempo a pintar sobre sedas, como si tuviera la responsabilidad de inmortalizar las fases de un tiempo que no existía más que en la mente de los hombres.
El Noble Ting Chang pasaba muchas horas con el Maestro ejercitándose en el arte de conocerse a sí mismo para poder dirigir a los hombres. Todo en las cabañas estaba impregnado por el orden sutil y profundo de la sabiduría de Confucio. Pero durante las noches, la vida más intensa y armoniosa se desplegaba al otro lado del río.
Sergei andaba muy ocupado, pero algo triste porque intuía que no participaba de algo grandioso que se le escapaba, a pesar de las continuas atenciones que todos le prodigaban.
– Maestro – le dijo un día mientras le preparaba el té como a él le gustaba -, ¿qué será de nosotros mañana?
– El mañana no existe, Sergei. Es sólo una hipótesis. Igual que el ayer sólo es memoria. Lo que cuenta es el instante presente.
– Sí, Maestro, pero vosotros cuatro parece que vivís mil vidas a la vez. Todo está lleno de energía y es como si hasta las plantas participaran de vuestra danza.
– Tú lo has dicho. Esa es la imagen de la que se sirven los sabios hindúes para describir la relación del Creador con su Creación: Él es el bailarín y la Creación es su danza. No se confunden, pero no se puede concebir el uno sin la otra.
– ¿Qué hacer?
– Se trata de pensar menos, de reflexionar menos y de hablar menos para poder contemplar el pájaro, una piedra, la hoja marchita. Mirar, escuchar, oler, tocar y saborear la experiencia sin darle más vueltas.
– Siento como si me ocultarais algo.
– Un discípulo se quejaba a su Maestro de lo mismo que tú. «Me ocultas el último secreto del Zen», le decía. Un día, el Maestro se lo llevó con él de paseo por el monte. El discípulo iba feliz. De repente, oyeron cantar a un pájaro. «¿Has oído el canto de ese pájaro?», le preguntó el Maestro. «Sí», respondió el discípulo. «Ya ves que no te he estado ocultando nada».
– Pero yo he oído cantar a miles de pájaros, Maestro, y nunca me ha pasado nada.
– Porque siempre esperas algo. Cuando mires un árbol o el fluir del agua o una hoja seca sobre el suelo, y veas un milagro, entonces habrás visto un árbol, el agua y un milagro de la naturaleza.
– Sí, como tú dices, Maestro, «e pois, mais nada».
Y el Maestro se rió con una sonora carcajada que se extendió por el valle, ascendió a los montes y se hizo cielo.
José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M. Fundador de Solidarios