Su programa abarcaba las veinticuatro horas del día. A intervalos regulares descansaban profundamente, tan sólo unos minutos, pero suficientes, se bañaban y reparaban fuerzas con una dieta adecuada. Era la que seguían en el templo de Saolín los monjes guerreros cuando entraban en el gran período de las pruebas de otoño. Parecida a la de los lamas en el Potala de Lasa, aunque estos añadían la manteca rancia conservada en pellejos de yak y la tsampa a causa del intenso frío de los Himalayas. Similar a la de otros grupos de monjes Zen en las seshin de otoño que preparaban el Despertar del Buda que tuvo lugar en un 8 de diciembre. Los chamanes del Ártico hacía siglos que habían transmitido los fundamentos de estas dietas, que así pasaron como códigos secretos entre las diferentes comunidades de las gentes del Camino.
Se regían por el curso de los astros y se desenvolvían, durante el día, en las dependencias del Maestro para estudiar el I Ching (Libro de las mutaciones), el Libro de los ritos, el Libro de las Odas y los Anales de Primaveras y Otoños. A mano tenían las Analectas (Lun yu), el Justo medio (Zhong yong) y la Gran enseñanza (Ta hio).
En el Tibet, a los monjes responsables de hacer sonar las caracolas, los gongs y las maderas les llaman «los hacedores del tiempo», porque son conscientes de que éste no existe, lo vamos haciendo. Como tampoco existe el espacio en sí, sino que éste se define por sus contenidos. De los sanyasin (santos renunciantes en India) se dice que van vestidos de viento. Y de los lamas, chamanes, derviches, marabúes, curadores y abuelos indígenas en América, se dice que practican los vuelos astrales. En todas las tradiciones esotéricas es constante la experiencia del éxtasis chamánico y de la sutileza que suspende las propiedades naturales de los cuerpos sólidos. A diferencia de lo exotérico, a lo que tiene acceso el común de los mortales, lo esotérico se dice de lo que es impenetrable o de difícil acceso para la mente. Era la enseñanza que los Maestros de la Antigüedad sólo comunicaban a corto número de sus discípulos. No pertenece a la quimera, al ensueño o a la fantasía, sino que se trata de la realidad más profunda, real y auténtica de los seres humanos. Lo que ocurre es que la han olvidado y por eso existen, en todas las épocas, Maestros y comunidades capaces de ayudar a recuperar el sentido originario, el rostro perdido, la identidad primigenia. Se trata de un quehacer que puede ser aprehendido por algunas personas singularmente dotadas, y despertado en el contexto adecuado.
Como quiera que sea, el Tao te King presidía todo el aprendizaje, mientras que el maravilloso libro de Chuang Tzú, que el Maestro le había entregado como único compañero de viaje mientras acudió a la llamada del Círculo de su padre en Shangai, seguía siendo la almohada sobre la que apoyaba su cabeza en los momentos de descanso. Todo era acción y todo era, a la vez, descanso. Movimiento en el ritmo. Vivían plenamente en ese lugar de encuentro entre el tiempo y la eternidad que es el ritmo que informa nuestras vidas y el aliento de todo cuanto existe. Es la frecuencia del Cosmos que, una vez captada, nos traslada a otra dimensión sin perder más que la gravedad, que se suspende en esas circunstancias. (Aunque esto no lo sabía Newton). De ahí, que sea imposible narrar cronológicamente lo sucedido durante ese período de entrenamiento del Noble Ting Chang que se inició una vez que ambos hubieron ido al encuentro del Maestro Barrendero de esmeraldas.
Pero, después del baño y antes de entregarse al profundo descanso de unos instantes inmensos en la otra dimensión, el Noble Ting Chang seguía el consejo del Maestro y tomaba unas notas que le servirían, en el futuro, para refrescar su memoria una vez inmerso en las tareas que le aguardaban. Ese era para ellos el único sentido de los Libros sagrados, de los cantos y de los cuentos. Así como de las representaciones del teatro No, del Kabuki o de los Caminos del té (chado), de la espada (kendo), del arco (kyudo), de la mano vacía (taekwondo), es decir, del Bushido, y de la fuente originaria de todos ellos, del Taichi Chuan. Como para los indígenas de América son los ritos ancestrales de la pipa de la paz, el baile en círculo, la cabaña que «echa humo» – por el vapor del agua sobre las piedras ardientes – o de las ceremonias iniciáticas tan similares en los cuatro puntos cardinales. Donde se experimentan la soledad, el miedo, el hambre y la sed, los demonios de los sueños y los terrores de la naturaleza dentro de un círculo trazado en el suelo.
Por la noche, tan pronto como asomaba la luna, se bañaban, reparaban sus fuerzas, y se vestían de viento con sus kimonos blancos. Entonces, cruzaban el río por la vereda de los patos y se dirigían al claro en el bosque de robles que habían hecho los monjes, pensando en un helipuerto, pero actuando según lo mandado por el Cielo. Allí les esperaba el Barredor de esmeraldas, con su kimono blanco y su mirada llena de luz y de misterio pero que infundía paz y terminaba de trasladarlos a la otra dimensión.
Se saludaban en el centro del claro del bosque, iluminados tan sólo por la luna y comenzaban por las 84 formas del Taichi Chuan para abrirse a las fuerzas del Cosmos. El Maestro iba explicando el significado de cada una (cola de gorrión, peinar las crines del caballo, aguja en el fondo del mar, cigüeña que despliega sus alas, pico de ánade etc.) que Ting Chang, al anochecer, recogía brevemente en su cuaderno de viaje. Pues de eso se trataba de un viaje al interior de uno mismo.
José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M. Fundador de Solidarios