El Maestro dejó que transcurrieran unos días hasta que el Barrendero de esmeraldas se integrara en la vida de la comunidad. Es decir, hasta que, gracias a su dominio del wu-wei, el camino del no hacer, se hiciera invisible para los monjes. Estos no tardaron en percibir la armonía y la paz que había en los claustros y en los jardines mientras que sentían una gran serenidad durante los oficios. Nadie relacionaba este ambiente con la presencia del barrendero cuya escoba parecía deslizarse sola en una imposible forma de Taichi Chuan. Pero eran vanas especulaciones. El Abad pensaba para sus adentros, «Es la presencia del Noble Ting Chang». Los Priores daban gracias al Cielo porque la prosperidad sobrevenida repercutía en el bienestar de la comunidad de acuerdo con el adagio monacal «Buena cocina, buena disciplina». A los monjes de la cocina les parecía que el cobre de las cacerolas y de los peroles resplandecía con brillo especial. Al Ecónomo hasta le salían bien las cuentas. A los monjes que cuidaban de las caballerizas les costaba trabajo arrancarse de la paz en sus quehaceres para dirigirse a los oficios. Los hermanos de la enfermería apreciaron una armonía que resolvió los desacuerdos de las partes naturales de los enfermos que fueron reincorporándose a la comunidad. Hasta el bibliotecario fue capaz de hacerse comprender por sus ayudantes en el berenjenal de fichas.
El Abad contemplaba sorprendido la paz y la armonía que reinaban en el templo durante las meditaciones y el recitado de los sutras del Buda. Hasta el incienso y los perfumes de resinas quemados en los pebeteros parecían contribuir a la general armonía. Sus volutas ascendían sin estremecimientos.
Para el Maestro la noticia de que ya podía ir al encuentro del Maestro Barrendero de Esmeraldas le llegó, antes de que Sergei le advirtiera de su presencia, cuando un atardecer escuchó el sonido del gong y de las maderas. Los pájaros suspendieron sus cantos, las aguas se remansaron y los nenúfares, ya dispuestos a cerrar sus corolas, las volvieron a abrir para que estambres y pistilos desplegasen su hermosura.
Ting Chang cambió su túnica negra por la blanca de los monjes del Templo de Saolín, que el Maestro guardaba en un arcón de alcanfor. Amplios pantalones con pliegues que permitían cualquier movimiento y sencilla casaca con cuello redondo y mangas hasta medio antebrazo. El fajín se ajustaba sin apretar, de acuerdo con la norma del Sublime Theratava «ni tan flojo que no suene ni tan tenso que se rompa», que le había escuchado al barquero mientras su hijo trataba de afinar su instrumento de cuerda.
Sidharta se había alzado, se despojó de sus harapos de renunciante, cortó sus uñas y el pelo y se bañó en el río para regresar a la comunidad de los hombres en espera de la Iluminación.
El Maestro y Ting Chang ya habían comenzado el entrenamiento en el Arte del buen gobierno, organizando sus vidas con arreglo a un plan que a cualquier mortal le hubiera parecido imposible de seguir, pero en el que ellos se habían integrado con toda naturalidad. El tiempo había cobrado otra dimensión, más plena e intensa, más total y sutil. El Maestro había suspendido sus charlas a los monjes mientras que a Sergei le había permitido acompañar a la viuda a su ciudad de Nanking. Sergei refunfuñó cuando ella mandó el aviso porque intuía que se iba a perder algo distinto en el entorno del Maestro y del Noble Ting Chang, sobre todo ahora que el Barrendero de Esmeraldas parecía a punto de mostrar sus tesoros. ¡Se lo iba a perder! Pero el Maestro le había dicho con una sonrisa cómplice y pícara: «Dónde las dan las toman, Sergei. No todo iba a ser revolcones y zalemas. Es la ley del karma: se recoge lo que se siembra. Trata de pasártelo bien, liebre zascandil, pero toma precauciones».
Maestro y Noble Señor salieron a la baranda y se inclinaron ante el apenas visible cuarto creciente de la luna de otoño que apenas se dejaba ver sobre el río.
José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M. Fundador de Solidarios