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Cuentos de Ricky. En Maiquetía

Había momentos de tristeza que le embargaban de repente. Eran como oleadas, como si en lo profundo de sus ganglios, de lo más hondo de su ser aflorasen vaharadas de tristeza, como de un tedio, como de un cansancio. Como debe de sentirse el nadador en un naufragio cuando ya está a punto de dar las últimas brazadas. Cuando ya no es él quien bracea, sino que es su cuerpo el que de manera mecánica extiende un brazo y luego otro brazo. Es como esa sensación que se vive en el desierto cuando se camina mucho tiempo por la arena, bajo un sol abrasador, cuando ya la inteligencia no cuenta y el sentimiento tampoco: es la voluntad de sobrevivir y de mover un pie tras el otro. Tan solo un observador inteligente y avisado se daría cuenta del peso del alma por el rastro que va entre huella y huella sobre la arena. Estas vaharadas de soledad, con un sí es no de angustia, le acometían de vez en cuando.

Ricky en esos momentos no trataba de analizarlas. Había como un cierto placer morboso en dejarse llevar por ese cansancio de vivir, o esa nostalgia, dolor por lo conocido ausente. No tenía nada más importante que hacer en este momento de ocio y se dejaba llevar por esa lasitud, como uno se deja llevar en la orilla de la playa por las olas cansadas de un atardecer en el otoño. Atardecer cósmico a la orilla de la tierra, como había leído esa tarde en Carl Sagan, en Cosmos: la tierra era una de las orillas del cosmos. Esa mancha azul. Ese instante en la eternidad. Ese espacio sin tiempo.

La relectura por enésima vez de ese primer capítulo en Cosmos, a varios miles de pies de altura en su vuelo desde La Habana, vía Santo Domingo, hasta Caracas le había producido como un despertar de dolores ausentes, de querencias, de lágrimas fundidas y nunca vertidas. Ricky pensaba en esos momentos de tránsito en los aeropuertos que era mejor era que le sucediera esa laxitud que no locas pulsiones que le podían llevar a destruirse.

La vida de Ricky en los últimos años era una sarta de aeropuertos. A veces no sabía si es que le daban a él esos destinos, esos reportajes tan lejanos, o era él, que de manera sutil conseguía que se los diesen. Así era, en efecto, porque era él quién conseguía sacarlos en el consejo de redacción, reportajes inverosímiles en tierras inalcanzables, que requerían tantos transbordos, diferentes hoteles.

Ricky odiaba las camas nuevas. Ricky odiaba dormir solo. A Ricky le producía una terrible tristeza llegar a un hotel y encontrar todo nuevo y en el que el único extraño allí era él. Recordaba con terror una noche, una única noche pasada últimamente en Barcelona, lo contó en una breve narración, no publicada, que se llamaba «Elegía en blanco». Era un poema seminal, pero lleno de tristeza, porque nacía del vértigo de la ausencia. Odiaba los hoteles nuevos si estaba solo. Igual que le dolían las despedidas de las gentes nuevas que iba encontrando en su camino. A veces se decía que no iba a hacer más amistades. Que no iba a hablar ya con camareros, con vendedoras de libros, con dependientes de tiendas de discos. Pero siempre caía en la misma trampa. Siempre terminaba conociendo a la gente, interesándose por ella. Preguntándoles y escuchándolos. Y al despedirse de ellos sentía como un no sé qué, que le partía el alma. Así le había ocurrido la víspera en La Habana.

Ricky no era hombre de afectos duraderos, sino eternos y se decía que parecía una paradoja contraponer la eternidad con lo duradero. Lo duradero es una mesura y una dimensión del tiempo. Lo eterno trasciende la propia existencia. Los cambios en los aeropuertos, cuando viajaba sólo, cuando no formaba parte de un equipo de televisión para el rodaje de un reportaje, le sumían en la lectura de un libro lleno de historias que atrajesen su atención. No soportaría nunca leer poemas en un aeropuerto. Tenían que ser libros cuya trama interesase para fustigar al tiempo, para fustigar al tedio. En su dilatada vida de reportero había conocido miles y miles de hoteles, cientos y cientos de aeropuertos. No le importaban los trayectos largos en aviones o en barcos, en autobuses o en un Land-Rover. Había hecho viajes por mar, por tierra, en el desierto, en la montaña, en helicóptero, en transatlánticos y hasta en balsa. Los trayectos en avión siempre le resultaban cortos. Tenía tal cúmulo de cosas por leer, notas que tomar, que organizar, que siempre le faltaba tiempo. Quizás porque el avión era un símil notable para su vida: trascender la realidad y apoyarse en el viento. Una vida que latía cálida, entre el frío (50 grados bajo cero en el exterior), la fuerza del viento, que sostenía precisamente ese pequeño mundo, ese pequeño cosmos en el que bullían tantas vidas dispares, y que a Ricky le hubiera encantado entrevistar, imaginar. Su pasión era inventar vidas, por eso, su más oculta vocación era ser director de teatro o novelista. El novelista vive otras vidas. El actor y el director de teatro las representan. Sin gran creatividad el actor. Como demiurgo el director. El novelista maneja como la arcilla a los personajes, los modela, los hace, los deshace, los alarga, los oblonga o los machaca con el puño cerrado como los trozos de plátano que en el Caribe sirven de aperitivo con las cervezas o con los tragos.

¿Por qué sentía tristeza Ricky en los aeropuertos? Era la sensación de abandono, de ausencia. No hay nada más impersonal que un aeropuerto. Nada más estéril, como útero vacío, como útero de prostituta, visitado por todos, frecuentado por todos, no querido por nadie, ni recordado con gusto. Un aeropuerto en las zonas de tránsito se le antojaba un cementerio de muertos vivientes. Le parecía un yermo, un barbecho. Ricky a veces se reconocía primario, no primitivo, sino muy muy primario, de hambres y sedes de vidas. Recordaba un ya lejano viaje a Beirut, cuando residió en el Hotel Al-Hamra. Como vivir en aquel hotel él solo le llevó a huir y a perderse por las callejuelas y los barrios de Beirut. Pero ahora que lo pensaba, igual le sucedió en Argel, en la Kasbah, huyendo de su hotel, y en El Cairo, un día memorable en que había ido tres veces en el día a las pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos, en Gizeg, y había montado a caballo desde las pirámides a las viejas mastabas y desde entonces guardaba una vieja cicatriz en su barbilla de un caballo rebelde que le había dado un cabezazo. Ricky comprendía que se había subido a aquel caballo, acompañado por aquel guía nubio, huyendo de su soledad para perderse en el desierto. De repente todos sus recuerdos de hoteles en París, Londres, Bruselas, Nueva York o México los veía asociados con huidas, con escapadas. Recordaba ahora vívidamente la estancia en el hotel Santa Catalina de México. Su noche con aquellos norteamericanos borrachos que antes de salir de su hotel para tomar unas copas y a cenar le dijeron con toda naturalidad «let’s get drunk first» (emborrachémonos primero). Nunca lo pudo comprender. Mezclaron whisky y cerveza, cerveza y whisky. Cuando ya estaban borrachos comenzaron su paseo por la noche mexicana.

A Ricky le daba tristeza recordarlo en su aeropuerto de Caracas. Fue su segunda experiencia con una prostituta, recordaba vívidamente aquel burdel, con los americanos jóvenes de veintitantos años como él, fueron llevados por un chulo a un burdel de la más rancia estirpe. Pasado un «comptoir» con una Madame rubia, teñida y repintada, con un traje de gasa, con unos lamées disparatados, llena de sortijas, vieja madame sabedora del oficio que sonreía insinuante. Les cobró por adelantado. Después, los hicieron pasar a un salón, si a aquello se podía llamar salón, un amplio recinto en que, sentadas en bancos, en sillas de enea, contra la pared, había probablemente, treinta o cuarenta prostitutas de todos los tamaños, de todas las etnias y de todos los colores. Ricky recordaba que, entonces, aquello le impresionó. Le hubiera gustado parar el tiempo e ir preguntándole a aquellas suripantas por sus vidas, ilusiones, amores y rebozos, por sus despechos. Por sus anhelos, si alguna vez los tuvieron. Hubiera querido hablar una por una con todas aquellas mujeres.

No sabe por qué ni cómo, ni cuan bebido estaría que eligió a una mujer alta, morena, con algo de raza negra, pero no mulata. Pasaron a un cuartucho en el que había una cama con una colcha de color rosa, una mesilla, un bidé, un lavabo y lo más trágico, lo más duro para el sentido de la estética de Ricky, un rollo de papel higiénico sobre la mesilla. Quedó mudo mientras aquella mujer empezaba a desnudarse. Llevaba un traje de una pieza, con cremallera atrás y sin sombra de coquetería, con una profesionalidad vacía le dijo a Ricky que le bajara la cremallera. Él revivió con su imagen cinematográfica, masturbatoria y poética, imágenes similares que tantas veces había visto en el cine y que servían de prólogo a una relación apasionada, furiosa, atormentada, rica, sobre sábanas que imitaban al satén, melenas rubias, lucha de cuerpos, delfines jalonados, y, sin embargo, lo que Ricky vio fue un corsé de ballenas de cuerpo entero. Le resultó tan espeluznante, cuando aquella mujer dejó caer a los pies su vestido y empezó a desabotonarse por delante aquel corsé, que Ricky, en asociación de ideas, recordó una de las huellas más traumáticas de su vida.

Ricky no tendría más allá de siete u ocho años. Lo recordaba porque aún no había hecho la primera comunión y todavía no sabía lo que era el sexo, ya que, en su primera confesión, el pecado más grande de que se confesó fue haber insultado a la cocinera de su madrina, a instancias de aquel chofer, «Paco el capullo», que buscaba tirársela y se servía, aunque fuera de la boca de un niño, para insultar lo que no podía alcanzar: a aquella Manuela, teñida y rubia, que se había de llevar Luis el de las gaseosas.

Ricky recordaba que había pasado unos días viviendo con su padrino, aquel Don Guzmán de Los Gazules, mientras su madrina, se había ido de viaje a La Roda, en Albacete, un lugar tan lejano como Dallas, Pittsburgh o Calcuta, para aquel niño de siete años. Ricky había sido feliz aquel tiempo viviendo con su padrino. Montando en bicicleta, la vaca Blanquita, los gallineros, los empleados del garaje de su padrino, los diecisiete hijos del organero, todos de la misma edad, la cocinera Manuela que le hacía comidas, que lo cuidaba, que lo festejaba como al niño que era. Ricky adoraba a su padrino, y precisamente después de regresar su madrina de viaje con todas las ceremonias que entonces suponía una llegada en tren, con humo, con hollín, con maletas, con la bolsa de la comida. Recuerda que había mantas de viaje para taparse por el frío. En la casa de sus padres, junto al cuarto de estar había una llamada habitación veneciana, es decir esas habitaciones que no tienen puerta sino una cortina que las divide. Allí lo llamó un día su madre, mientras ella se estaba vistiendo. Se estaba poniendo una faja de color salmón, el más odiado color de todos los colores para Ricky desde entonces. Su madre estaba ajustándose los cordones de aquella faja con ballenas. A Ricky le impresionó ver a su madre así, o quizás fue después cuando recordaba la escena que le marcó toda su vida cuando su madre a bocajarro, sin venir a cuento, le espetó, como un charco de sangre en la cara, como una mancha de alquitrán en una playa blanca: «¿Qué hacía tu padrino con la muchacha?» Y Ricky, con siete u ocho años le contestó sabiendo que le contestaba exactamente a lo que le preguntaba: «Jugábamos a caballitos.» «¿El padrino también se montaba?» Y Ricky sintió en el fondo de su alma infantil, que, por primera vez en su vida, por eterna vez en su vida, por cósmica vez en su vida, estaba traicionando a su padrino. ¿O no fue traición? ¿O fue la devolución del exabrupto? Fue el grito de libertad. Fue el ansia de proclamar: «Mi padrino es el hombre más maravilloso del mundo y hace siempre lo que quiere. Mi padrino es árbitro en el boxeo. Mi padrino va a buscar caballos al monte. Mi padrino sabe siempre lo que quiere».

Ricky salió de aquella habitación veneciana con el alma marcada, las estrías quebradas y ya para siempre en su vida, cuando después descubrió el sexo, había una mezcla de traición, de fajas de ballenas color salmón, parecidas a la de aquella prostituta, con la cual, evidentemente, no hizo nada. Le dio una buena propina como para justificar su decisión y salió, más borracho que los americanos, de regreso a su hotel con el alma apagada.

Quizás fue esto lo que le había conmovido en el aeropuerto de Maiquetía. Que, en el avión, de repente, cuando estaban bajando, una voz de mujer gritó «¡Ricky!». Era la amiga de su madrina que venía a recogerlos. La que la había traído a América, aquella Carmucha que, en lugar de a La Roda, se había venido a Venezuela abandonando a aquel hombre que, desde entonces, no le dejaron de llamar nunca más “padrino”, sino “el canalla”. Esa era la razón de su tristeza en el aeropuerto de Maiquetía, aquel 28 de junio, en que Ricky (había abierto la puerta a la memoria desdichada.) no estaba precisamente solo sino, por azar, del destino con el ayudante periodista más eficaz y más fiel que tenía para conferencias, proyecciones, cursos sobre comunicación en los medios, que había tenido.

En aquel aeropuerto había sonado, una vez más, el atardecer de sus días.

José Carlos G.ª Fajardo.

Prof. Emérito U.C.M

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