El anciano estaba sentado en la terraza que daba al río, sobre una pequeña alfombra que había terminado de tejer esa mañana. Como hacía recodo, podía contemplar la puesta de sol, y a quién llegara desde el monasterio por el senderillo de piedras. Sergei abría camino y venía exultante precediendo a un hombre alto y fuerte, de pelo negro y paso firme pero sosegado, que caminaba sonriente y admirado, pero contenido. El médico candidato a monje vestía la negra túnica que le habían prestado los monjes al ver que estaban inservibles los vestidos del camino. Calzaba sandalias de esparto con tiras negras y mantenía sus manos cruzadas ante sí, bajo las mangas perdidas. Al llegar ante el anciano, se postró con la frente sobre el suelo y las palmas de sus manos abiertas hacia arriba. No se alzó hasta que aquél le tocó en su hombro y le ofreció asiento con una acogedora sonrisa.
– ¡No ha debido ser fácil convencer a los cancerberos!
– No, Noble Señor. Ya me lo temía porque, hace más de un mes, sin que él se diera cuenta, vi como me adelantaba uno de los consejeros de mi padre que venía para alertar al Abad.
– Como ya imagináis – respondió cómplice el anciano -, éste no me dijo ni una palabra, pero yo veía cómo mejoraba la comida que nos envían de la comunidad. Bien, ya ha pasado el año convenido y estáis en dónde habéis querido.
– Alma Noble, he empleado este tiempo en seguir tus instrucciones y me he limitado a saborear el Libro de Chuangtzú. Y, por supuesto, a servir y a atender a los pobres en el hospital que fundaran mis abuelos.
– ¡Que no es poco!
– Por eso, solicito de tu Paternidad que me aceptes para servirte en cuanto pueda.
– ¡Me imagino lo que le habrá costado al Abad acceder a vuestra insistencia y no a la de vuestro padre!
– Si me aceptas en tu servicio, Maestro, dame un nombre y apeemos el tratamiento. No seré más que uno de tus asistentes.
– ¡Tan sólo tengo un asistente! Este Sergei que ya conociste en tu viaje anterior. Te aseguro que es suficiente. Pero si aceptas ayudarle, los tres nos ocuparemos de este jardín… y de atender a un “colega” que Sergei se ha agenciado.
– ¿Vivirá con nosotros ese «colega», Maestro?
– Todavía no conoces a Sergei, pero, como él dice, «en esta zona el Abad no tiene jurisdicción». Ya lo irás conociendo. ¡Sergei! – llamó, sabiendo que se encontraba a dos pasos detrás de los bambúes con la antena desplegada.
– ¡Señor! ¡Aquí estoy porque me has llamado!
– ¡Menos mal que no lo dijiste en hebreo! ¿A que te has olvidado de la palabra que Samuel dijo en la noche?
– No, Maestro. Dijo Hinnení, ¡Héme aquí!, pero él iba a convertirse en profeta. Y, además, no quería deslumbrar al huésped.
– Bien – dijo dirigiéndose hacia el recién llegado -, todavía no te puedo poner un nombre. Dinos tú cómo quieres que te llamemos.
– Ting, el destazador, si te parece bien, Maestro.
– ¡Hermoso propósito! ¡De acuerdo! – y volviéndose hacia Sergei -: Ayúdale a construir una cabaña al lado de la tuya. Que no tenga humedades y que esté al abrigo de los vientos. Compartiremos juntos las comidas y las dos meditaciones principales, antes del alba y antes de ponerse el sol. Y, ahora, Sergei, prepáranos el té mientras yo converso con Ting Chang.
Sergei se inclinó alborozado porque sabía que el médico iba a ocuparse del conejo sin nombre que ¡había sido aceptado!
José Carlos Gª Fajardo. Prof. Emérito U.C.M.