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Frontera DigitalCuentos del camino. 037 El monje ciego

Cuentos del camino. 037 El monje ciego

 En el cercano monasterio sonó el tambor de madera, mokugyo, y un gong, keisu, de sonido transparente para acompañar la salmodia de los sutras que sigue a la meditación de la tarde. El anciano se dirigió en silencio a la baranda sobre el río para deshacer su mente, así como había deshecho la postura del zazén. En esos momentos nadie hablaba. Los tres compartían la serenidad del crepúsculo en ese hermoso septiembre recién iniciado. Sergei había ido a echar un vistazo a la cena que había preparado junto con Ting Chang antes de la meditación. Ambos trajeron un refresco de jengibre que ofrecieron al Maestro con profundo respeto. Ya sabían que no era el hombre anciano quién estaba ante ellos sino el Cosmos bajo apariencia de atardecer sereno sobre el río que nos lleva.
El Maestro paladeó el jugo que tanto le gustaba y les contó una historia que había vivido de joven en su monasterio.
– Caminaban dos monjes de regreso hacia su morada cuando les sorprendió la noche. Se habían demorado bendiciendo al hijo recién nacido de una pareja de campesinos que también les pidieron que bendijeran su casa y su rebaño. Los monjes lo hicieron de buen grado y compartieron un chupito de sake con la joven pareja. El marido, de joven, había practicado en un monasterio y continuaba la meditación junto con su mujer, en la mañana y en la noche.
– ¿Chupito, Maestro? – preguntó con malicia Sergei. ¿No serían unos vasos de sake y por eso los monjes se retrasaron?
– Serían, Sergei, serían. Como los vasos que te bebiste la otra tarde cuando fuiste a llevar un remedio a la viuda de Nanking.
– Me lo había dado el monje enfermero, Maestro.
– Otro día hablaremos de los males de la viuda, liebre bastarda, y de los remedios que le procuras porque, bueno está atender a los enfermos, pero regresar casi al alba saltando el muro del monasterio, ya me dirás, Sergei.
– Era para no despertar a los monjes, Alma noble.
– Ya, pero no tienes por qué saltar encima de los rododendros. Eso es que traes más de un chupito. Bien. El caso es que uno de los monjes era ciego y lo guiaba su compañero, más joven y aguerrido. «No temas, hermano, agárrate a mi brazo y yo te guiaré con los ojos bien abiertos para protegerte contra los demonios del bosque», le dijo muy resuelto. Cuando se adentraron en el bosque, una serie de ruidos y una extraña presencia paralizó los pies del joven monje que no acertó a decir palabra. «¿Qué sucede, hermano – preguntó el monje ciego -, has enmudecido? Siento tu mano paralizada en mi brazo.» El joven, lleno de fuerza y con una vista excelente, no podía articular palabra por el terror que le invadía ante las sombras envolventes y la furia que imaginaba en los árboles frondosos. Entonces, el monje ciego, agarró por el brazo con gentileza a su amigo y le dijo «No temas, yo te guiaré. Apóyate en mí y procura cerrar tus ojos.»
– ¡Un ciego guía a otro ciego! – espetó Sergei.
– No – dijo sonriendo Ting Chang – un despierto conduce a un vidente cegado por el miedo.
– El caso -prosiguió el Maestro -, es que una especie de monstruo se alzaba en medio del sendero y el joven monje bien lo veía pues no se fiaba del ciego. Crispado por el terror se aferraba con las dos manos al brazo del monje ciego, pero éste caminaba con paso firme y sin miedo alguno. El monstruo se alzó para devorarlos, pero el monje ciego, como no lo veía, avanzó por el camino del medio y condujo al joven pálido y con la boca seca hasta la entrada del monasterio.
– ¡Menudo corte le debió dar al joven al verse conducido por el brazo ante los demás monjes! – exclamó Sergei.
– Nada de eso. Cuando hubieron cruzado el bosque, el monje ciego soltó el brazo del joven y se apoyó en el suyo con toda tranquilidad y afecto.

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