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En la entrevista que Kathleen Wheaton hizo a Manuel Puig para The Paris Review en 1989 hay un pasaje que llamó mi atención desde la primera vez que lo leí, y que recuerdo a menudo. Wheaton le pregunta a Puig: “¿Cree que la gente está determinada por sus circunstancias?”. Y éste responde: “Es algo horrible. A todos nos determina muchísimo nuestra cultura. Sobre todo porque aprendemos a representar papeles. Para mí empieza con los espantosos roles sexuales, tan poco naturales. Creo que el sexo es totalmente banal, carece de peso o valor moral. Sólo es diversión, la inocencia en sí misma”.
Suscribo apasionadamente esta concepción del sexo como algo “totalmente banal”, sin por ello restarle –como tampoco hace Puig– ningún ápice de su interés, de su protagonismo, de su juerga.
“El principio del sexo es el placer, eso es todo –sigue diciendo Puig–. Considero que el sexo es un acto de la vida vegetativa, vegetativa en el sentido de comer y dormir. El sexo es tan importante como comer o dormir, pero del mismo modo carece de sentido moral”.
Para quien haya leído sus novelas, tantas de ellas inolvidables, estas palabras cobran unas connotaciones muy particulares. Más aún si se recuerda que Manuel Puig era, como es bien sabido, homosexual. Escribo esta palabra y me viene enseguida a la cabeza uno de sus últimos artículos, ‘El error gay’, de 1990, que empieza con esta categórica frase varias veces repetida a lo largo del texto: “La homosexualidad no existe”. Puig reitera en ese artículo, casi literalmente, las ideas sobre el sexo volcadas en la entrevista con Wheaton. Con ello explica su resistencia a clasificar a las personas en razón de su sexo. “Trascendencia, significados ocultos, peso moral: he aquí el malentendido peligroso, porque incluso los menos reaccionarios, al negar el componente demoníaco de la sexualidad, entraban en la dialéctica de los grandes significados y terminaban olvidando la característica más determinante del sexo, que es precisamente su no pertenencia a la esfera moral. Una vez establecida la artificial trascendencia de la vida sexual, se volvía importante, significativa, cualquier elección sexual. Y se establecían así los roles sexuales”. El artículo de Puig (recuerden: año 1990) terminaba con estas palabras:
“De cualquier manera, pienso que es imposible prever un mundo sin represión sexual. Me esfuerzo en imaginar como resultado una gran disminución de la llamada homosexualidad exclusiva y una gigantesca disminución de la llamada heterosexualidad exclusiva. Y nada de esto tendría ninguna importancia: todos estarían demasiado empeñados en su propio goce para preocuparse en contabilizarlo. Por eso, yo admiro y respeto la obra de los grupos de liberación gay, pero veo en ellos el peligro de adoptar, de reivindicar la identidad ‘homosexual’ como un hecho natural, cuando en cambio no es otra cosa que un producto histórico-cultural, tan represivo como la condición heterosexual. La formación de un gueto más no creo que sea la solución, cuando lo que se busca es la integración. Y por esto me parece necesaria una posición más radical, si bien utópica: abolir inclusive las dos categorías, hétero y homo, para poder finalmente entrar en el ámbito de la sexualidad libre. Pero esto requerirá mucho tiempo. Los daños han sido demasiados. Sexualmente hablando, el mundo es una disaster area. En el próximo siglo muy probablemente nos verán como un rebaño tragicómico de reprimidos; un montón de curas y de monjas sin el hábito, pero disfrazados de grandes pecadores, todos víctimas de nuestras represiones”.
Y bien, ya estamos en el nuevo siglo, pero ese “rebaño tragicómico de reprimidos” sigue ahí. ¡Somos nosotros! Por supuesto que las cosas se han movido un poco, y que lo han hecho, en el mejor de los casos, en la dirección apuntada por Puig, en varios sentidos un adelantado de la hoy tan en boga teoría queer, que empezó a articularse justamente a partir de 1990, el mismo año de su muerte. Pero conviene no dejarse engañar: los daños, en efecto, fueron demasiados, y la galopante liberalización sexual de las últimas décadas mantiene intacto el reparto de los roles y, sobre todo, la importancia que se concede al sexo, hoy menos abrumado por el peso de la moral religiosa, si se quiere, pero gravado, en cambio, de forma cada vez más acuciante, por la moral del capitalismo, que lo ha consagrado como índice de prestigio social y como mercancía.
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Valgan estas consideraciones –algo subidas de tono, me doy cuenta– para encuadrar problemáticamente la lectura de Mundo cruel, el debut como narrador de Luis Negrón (Guayama, Puerto Rico, 1970). Y digo “problemáticamente” porque, a la luz de ellas, tanto cabe celebrar la banalidad, la comicidad, la frescura de estos cuentos como, más ceñudamente, objetarles el énfasis que parecen poner en la identidad homosexual y en, por decirlo así, cierta estética del gueto.
Comencemos por lo primero, por esa banalidad que, después de leer a Puig, sabemos que es –o que puede ser– todo lo contrario a un defecto. Antes de Puig, Italo Calvino había propuesto la levedad como uno de los rasgos que habían de caracterizar la literatura del nuevo milenio –este que ahora habitamos–, pero cuidándose bien de no confundirla con la frivolidad. Admitamos que los cuentos de Negrón se sitúan en la difusa frontera que media entre estas dos cualidades, cuyo punto más equidistante quizá sea, precisamente, esa banalidad que Puig invocaba. Para ser ecuánimes, tracemos un campo semántico jalonado por estos tres conceptos: banalidad, levedad, frivolidad; en él diría yo que se instalan no sólo los cuentos de Negrón, sino, más ampliamente, la más conspicua literatura gay, en la que se inserta la de Negrón sin aprensión ni disimulo algunos, también sin ningún prurito de originalidad.
Las marcas características de esa literatura son, en buena parte, las mismas que estos cuentos tienen: loquerío desmelenado, picaresca sexual, irresistible propensión al melodrama y empleo recurrente de los registros lingüísticos del habla, lo cual se refleja en la incorporación a la escritura de toda suerte de modismos y, por lo general, en un excelente oído para los diálogos… Todo ello envuelto en un humor a veces grueso, a veces malvado, a veces disparatado, a veces conmovedor, a veces desgarrado; pero humor, siempre humor, mucho humor.
A esta panoplia de recursos cabe añadir, en según qué autores, la voluntad de transgresión o, más comedidamente, de provocación. Pero eso es algo por completo ajeno o estos cuentos de Negrón, en los que todo lo más se amaga cierta denuncia dirigida sobre todo a la hipocresía que en materia sexual sigue manifestando una sociedad regida en este terreno –como en tantos otros– por una doble moral.
Pese a la impostada amargura del título, los cuentos de Mundo cruel están escritos con un talante desenfadadamente cáustico, alegre, extravertido. Sus argumentos son a menudo los propios del vodevil, al menos en la acepción con que el DRAE recoge este término: “Comedia frívola, ligera y picante, de argumento basado en la intriga y el equívoco”. Pero la fuente en la que Negrón bebe más espontánea y asiduamente es mucho menos sofisticada y se remonta mucho más atrás en el tiempo: es la “comedia humana” del Decamerón de Boccaccio (“una biblia para mí”, declaraba en una entrevista) y, muy ligada a ella, la picaresca. Estos referentes clásicos sirven para subrayar dos rasgos significativos de estos cuentos: su amoralidad y su perspectiva desclasada.
Respecto a su amoralidad, ésta se relaciona profundamente con eso que hemos visto que dice Manuel Puig acerca de que “el sexo es tan importante como comer o dormir, pero del mismo modo carece de sentido moral”. Lázaro de Tormes no sabe pensar en otra cosa que en llevarse pan a la boca y con este objetivo no duda en engañar y estafar a sus amos, por lo que sale no pocas veces escaldado. Si en lugar del hambre –o simplemente a su lado– ponemos la libido, comprenderemos que la mecánica vital de los personajes de Negrón viene a ser sustancialmente la misma.
Como los pícaros, no pocos de esos personajes habitan en los márgenes. Sus enredos tienen por escenario recurrente el viejo y abigarrado barrio de Santurce, del que se ofrece una plástica panorámica al comienzo del cuento titulado ‘El vampiro de Moca’: “Cuadras y cuadras llenas de oficinas de médicos, templos católicos, evangélicos, mormónicos, rosacruces, espiritistas, judíos y yoguísticos, si es así como se dice. Peste a alcantarillas las veinticuatro horas del día. Calor insoportable. Reguetón, salsa de la vieja, boleros, bachatas, velloneras, billares, máquinas tragamonedas. Barras de mujeres desnudas, barras de dominicanos, barras gais…”. Tal es el trasfondo de unas historias que se desarrollan en un ambiente naturalmente promiscuo y bajo el signo de la precariedad.
Esto último, la precariedad del mundo que Negrón describe, procura una pista sobre la poética de estos cuentos. Volvamos a Calvino y a su conferencia sobre la levedad, un rasgo al que era especialmente aficionado. Considerándola desde un punto de vista antropológico, Calvino reconocía en ella una estrategia, precisamente, frente a la precariedad. “A la precariedad de la existencia de la tribu […] el chamán respondía anulando el peso de su cuerpo, transportándose en vuelo a otro mundo, a otro nivel de percepción donde podía encontrar fuerzas para modificar la realidad…”. Para Calvino, “este nexo entre levitación deseada y privación padecida es una constante antropológica” que la literatura perpetúa. Y pone como ejemplo los frecuentes casos de vuelo y de levitación entre los héroes de la literatura oral y popular. También recuerda a Kafka y de su breve relato ‘El jinete del cubo’.
Por supuesto que en los cuentos de Negrón nadie vuela por los aires ni cosa semejante. Pero, en un sentido afín al apuntado por Calvino, la “levedad” de estas historias podría ser tomada como el modo que su autor tiene de replicar a la “crueldad” del mundo del que son cordial testimonio.
3
Ahora correspondería, conforme a lo antes insinuado, fruncir el ceño y, asumidas las posiciones de Manuel Puig, objetar a Luis Negrón su regodeo en el estatus gay y en cierta estética del gueto, como la he llamado más arriba. Pero cómo hacer esto con un libro tan amable, tan divertido. Además, Negrón no postula ningún modelo de homosexualidad (palabra que, por cierto, no escribe ni una sola vez), menos aún se le ocurre hacer ningún tipo de reivindicación al respecto. La suya es una literatura de raigambre costumbrista que documenta humorísticamente una realidad ya constituida: la de la comunidad gay de Puerto Rico –de Santurce, en particular– con sus enredos, sus maneras, su jerga, su modo de interactuar tanto interna como externamente. Como es frecuente entre los miembros de esa comunidad, los cuentos de Negrón destilan cierto pansexualismo que se traduce, en definitiva, en la convicción de que, con pluma o no, lo admita o lo niegue (peor aún si lo niega con vehemencia), quien más, quien menos tiene su côté gay. Considerada con amplitud, esta convicción no sólo encuentra cierto fundamento en la teoría psicoanalítica, sino que es consecuente, además, con ese cuestionamiento de los roles sexuales apuntado por Puig.
Respecto al gueto, por mucho que no sea, ciertamente, la solución, como dice Puig, su existencia no deja de promover una interpretación política, vamos a decirlo así. Al menos en el caso de la realidad social y cultural de la que Mundo cruel es reflejo, y si se tiene en cuenta que este gueto en particular se ubica en un barrio en buena medida residual como el de Santurce. El gueto sería resultado de cierta resistencia de la comunidad gay a integrarse en el sistema que tiende a excluirla y, a la vez, una construcción de naturaleza casi utópica, una especie de falansterio que se rige conforme a sus propias leyes, al menos en lo que respecta a la “gestión” del deseo sexual.
No deja de resultar elocuente el dato de que Mundo cruel adopte el título del último relato del libro, en el que la súbita transformación de San Juan de Puerto Rico en una ciudad absolutamente permisiva en materia sexual es contemplada con espanto por José A., el protagonista. José A. es la encarnación de lo que Pedro Lemebel, refiriéndose a “la metamorfosis de las homosexualidades” a finales del siglo XX, definía como “modelo importado del estatus gay, tan de moda, tan penetrativo en su transa con el poder de la nova masculinidad homosexual”. Más violentamente, el mismo Lemebel denunciaba en otro lugar (corría el año 1991) cómo “lo gay se suma al poder, no lo confronta, no lo transgrede. Propone la categoría homosexual como regresión al género. Lo gay acuña su emancipación a la sombra del “capitalismo victorioso”. Apenas respira en la horca de su corbata, pero asiente y acomoda su trasero lacio en los espacios coquetos que le acomoda el sistema. Un circuito hipócrita que se desclasa para configurar otra órbita más en torno al poder”.
Con una actitud mucho menos crispada que la de Lemebel, también mucho menos combativa, Luis Negrón no deja de traslucir, en la imagen agridulce que ofrece del gueto santurcino, cierta querencia a la marginalidad, en cuanto subsiste en ella un germen de subversión. La integración debe ser conseguida gracias a una emancipación colectiva de las barreras morales, de género, de clase, que configuran la sociedad actual. El gueto como territorio distintivo y de exclusión, según se desprende del susto que embarga a José A., el protagonista de Mundo cruel, es justamente lo opuesto a la visión que tiene del mismo Negrón, a su personal manera de vivirlo y de describirlo.
Por lo demás, conviene no hacer oídos sordos a lo que, en un momento dado, dice la voz que enhebra el monólogo telefónico titulado ‘LaEdwin’: “Nena, agúzate, que este ambiente es así. Todas las locas son iguales y ustedes las jovencitas lo quieren cambiar todo de la noche a la mañana. Que si la bisexualidad, que si gay es una identidad política, buchas y locas juntas todo el tiempo, pero, entérate niña, que el mundo es mundo desde hace mucho tiempo. Y este mundo de nosotros es así”. Palabras representativas de la perspectiva deliberadamente inestable, múltiple, que en estos cuentos se traza del mundo gay, en el que conviven y se confrontan maneras muy diversas de asumir –y de repudiar– lo gay como identidad.
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He dicho antes, muy de pasada, que estos cuentos de Negrón se insertan sin disimulo ni prurito alguno de originalidad en lo que cabe entender –no sin los escrúpulos que suscita toda etiqueta clasificatoria– por literatura gay. Quien esté mínimamente familiarizado con ella no se verá sorprendido por estos cuentos, pero sin duda apreciará la nota de genuina alegría y de autenticidad que emiten. Son cuentos llenos de una “gracia” narrativa con la que colabora el colorido local, el hibridaje cultural y lingüístico propio de una tradición literaria, la portorriqueña, que sabe asumir irónica y hasta gozosamente su relativa excepcionalidad.
La habilidad con que Negrón consigue hacernos oír a sus personajes es sin duda portentosa y revela una bien aprovechada influencia de los modelos que él mismo no tiene empacho en exhibir. Entre ellos se cuentan, por lo que toca a España, las novelas de Eduardo Mendicutti y el cine de Pedro Almodóvar. A estas referencias cabe sumar otras muchas bien asequibles para el lector español: los citados Puig y Lemebel, por supuesto, pero también Copi, Reinaldo Arenas, Monsiváis… Y el cine mexicano, y el cubano (el cine, en general), y las fotonovelas, y…
Negrón, que ha trabajado durante años en una librería, es un lector voraz, abierto y expectante. Alejado de toda fatuidad, su arte narrativo no está construido solamente a fuerza de buen oído. Éste de poco le serviría de no haberse adiestrado en la tarea de “encarnar” diversa y eficazmente en su escritura el registro oral. Mundo cruel llega precedido de un éxito avasallador en su país de origen, Puerto Rico, y de una rápida traducción al inglés. En 2014 obtuvo el Premio Lambda, de Estado Unidos, a la mejor obra de ficción con temática LGBT (lesbianas, gais, bisexuales y transgénero). Es un libro que acredita un talento y una vocación literaria nada improvisados, unas dotes del todo infrecuentes para la parodia y la sátira entrañables. Negrón conecta con no pocos escritores del ámbito caribeño, centroamericano, latinoamericano que, pertenecientes a una misma franja generacional, vienen renovando desde hace ya más de una década la literatura del continente. Muchos de ellos están todavía por llegar a las librerías españolas, razón de más para saludar la inesperada publicación en Malpaso de este volumen cuya adscripción al campo de la literatura gay no debería restringir su circulación ni disuadir a nadie de disfrutarlo, mucho menos constituirse en su exclusivo reclamo dado que, antes y después de eso, se trata, ya sin etiquetas, de viva, palpitante literatura.
Este texto prologa la novela Mundo cruel, de Luis Negrón, que acaba de publicar la editorial Malpaso.
Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) es filólogo, editor y crítico literario. Su trabajo como crítico comenzó en la revista Babelia, el suplemento literario del diario El País, que abandonó en 2004 tras quince años de colaboración. Ha estado al cuidado de la edición de obras de autores como Franz Kafka, Juan Villoro, Mario Levrero, César Aira, Roberto Bolaño, Rafael Sánchez Ferlosio y Nicanor Parra. Ha publicado los libros Trayecto. Un recorrido crítico por la reciente narrativa española y Desvíos. Un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana.