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Cuentos para el camino. 054

Una de esas tardes algo frías pero llenas de una luz especialmente doradas, el anciano aprovechaba cualquier oportunidad en sus descansos para prepararlos a la inevitable partida del noble médico. Así, habiendo recogido las redes del copo, y distribuido la pesca, se sentaron en torno a una amplia mesa para preparar las carpas que aliñaban para guardar en conserva. Entonces, les dijo:

– El Maestro Tenno había alcanzado la plenitud en el tiro con arco, el noble Kyudo, mientras que el Barredor de Esmeraldas había alcanzado la iluminación como Maestro indiscutible de Taichi, en plena Revolución cultural china. Había servido en el Ejército y sobresalió en todas las artes del Bushido, o Camino de detener la flecha en el aire, que encierra todos los caminos que en Occidente llaman impropiamente artes marciales.
– ¿Por qué sucedió así, Maestro?
– Por el afán reduccionista de las gentes. Cuando el budismo llegó aquí, a China, se encontró con la sabiduría muy extendida del Tao. El pensamiento de Confucio servía para formar a las personas para convivir en sociedad, y a los funcionarios para desempeñar sus cometidos, mientras que los dirigentes deberían educar su espíritu y sus formas en el noble arte de dirigir, o Arte de la Estrategia.
– ¡Qué bueno!
– Pero Confucio no fue escuchado y hasta fue calumniado y, durante trece años, tuvo que vagar por diferentes cortes de reyes para intentar que sus príncipes aceptaran educarse en la sabiduría contenida en los Libros de la antigüedad, que él había recopilado con sus discípulos. No logró nada y tuvieron que pasar siglos hasta que la Corte de Pekín aceptara sus enseñanzas, pero ¡convirtiéndolas en religión de Estado!
– ¡Siempre igual! ¡Qué manía!
– Así es, por eso el Maestro Barrendero de Esmeraldas abandonó su puesto de instructor en el Ejército y se retiró al monasterio de los monjes Saolín, en donde había tenido lugar, hace dos mil años la feliz integración del taoísmo y del budismo, dando lugar al Chan.
– Que tanto había de asombrar a los monjes japoneses que vinieron a practicar con los maestros chinos, desde el patriarca Bodhidarma, dando lugar a las dos más célebres escuelas del Zen – comentó Ting Chang.
– Maestro, ¿por qué no se unifican todos los conocimientos y experiencias para que así podamos seguir el verdadero camino? – preguntó Sergei.
– El verdadero camino es el de cada uno. No existen dos iguales. Escucha lo que le sucedió a un explorador que se fue a recorrer las fuentes de los ríos sagrados de India. Cuando regresó a su pueblo y contó lo que había visto, le pidieron que se lo pusiera por escrito. Él arguyó que eso era imposible pues así no tendrían la experiencia personal. De nada valieron sus objeciones de que era imposible conocer la sensación de contemplar las flores al amanecer y de las puestas de sol y el canto de los pájaros de hermosos colores. Las gentes insistieron tanto que el explorador les dibujó un mapa muy completo para que no se extraviasen en el camino.
– ¿Le hicieron caso?
– Nada de eso. Hicieron una copia para cada vecino. Se aprendieron de memoria los meandros y las veredas, los saltos de agua y dónde estaban las más hermosas colinas. Pero nadie se puso en camino. Al contrario, enmarcaron el mapa original y lo colocaron en una urna de plata en el más espléndido salón del ayuntamiento. Lo contemplaban con veneración.
– ¿Y el explorador?
– Toda su vida lamentó haberles dibujado ese mapa. Las gentes se contentaron, como tantos hombres “religiosos”, leyendo sus Escrituras.
– ¿Qué hubiera hecho el Buda?
– Ni escribió nada ni hizo mapa alguno. Se cuidó mucho de no hablar jamás de Dios en sus charlas.

José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M. Fundador de Solidarios
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