060 La nada ocupa su puesto
Andaba el Maestro ocupado en preparar bien la llegada del invierno, y la partida de Ting Chang, así que los tenía lo más ocupados posible en el tiempo que no dedicaban a la meditación. Se entretenían en el estanque, limpiaban alcorques, podaba ramas secas, en espera de la gran poda de invierno. Pero Sergei se daba cuenta de que andaba algo preocupado por la partida del Noble Ting Chang, llamado por su padre a su residencia en Shangai. No a Pekín, como habían pensado.
– Maestro – le dijo Sergei -, aunque quizás no andes de humor para contar historias con esto de la marcha de Ting Chang a su casa, pero a mí me gustaría que nos contaras más cuentos.
– Vamos allá -liebre tierna -. En la corte de Tamerlán se celebró un banquete de gran esplendor y los más importantes personajes se aprestaban a participar. Eran enormes las colas, los guardas y las escoltas. Pero, entre ellos, acertó a pasar un humilde ermitaño en el que nadie reparó, quizás por la sencillez de su túnica.
Al ver la puerta abierta, el anacoreta se adentró y fue caminando hasta el comedor en donde vio casi todos los puestos ocupados menos los de la cabecera. Y hacia allí se dirigió, sentándose sin más. El maestro de ceremonias se acercó indignado y le espetó:
– ¿Quién eres tú? ¿Acaso tú eres más importante que el Primer Ministro?
– Mi rango es superior que el suyo -respondió.
– ¡No me lo puedo creer! ¿Te consideras más importante que el Gran Visir?
– ¿Cómo te lo diría? Mi rango es todavía muy superior.
– ¡Este hombre no sabe nada de nada! Es un ignorante que se cree superior al mismo Emperador.
– Así es, en efecto. En el escalafón que tú utilizas y que te hace padecer tantos quebrantos, mi rango es muy superior al del mismo Emperador, Conductor de los creyentes.
– ¡Por encima del Emir de los Creyentes sólo está el mismísimo Alá! ¡Por encima del Cual no existe nada! ¿Has entendido? ¡Nada!
– Ahora lo has descubierto. ¡Mira que eres corto, chambelán! Ahora ya puedes estar tranquilo y dejar de molestarme. Nada, esa es mi identidad.
Pero llegó el día de la partida y el Maestro se comportó como si fuera uno más en la aparente rutina de las chozas. Se despidió del noble médico con la naturalidad que hacía cuando los enviaba al pueblo con remedios y con alimentos. Pero esta vez, Ting Chang atravesó él solo la pequeña puerta que los separaba del monasterio en donde ya estaban aprestados los coches de la comitiva que los había de llevar hacia el Sureste, el mar de Huang Hai, tan alejado de las tierras entre Wulumuqi y Yumen, cercanas a Mongolia en donde se encontraban ellos. Sin volver el rostro, con un hatillo en su mano izquierda se dirigió a despedirse del Abad y de los Priores que ya esperaban junto con el resto de la comunidad. Ting Chang se inclinó sonriendo levemente, dio las gracias con breves palabras e inclinó su cabeza ante los monjes. Después, sin mediar más palabras, se sentó en la parte trasera del más grande de los vehículos que esperaban desde hacía ya días.
Sergei, a este lado de la verja, también sentía el húmedo frescor del amanecer en sus mejillas. El anciano se había sentado sobre su cojín, pero no en la choza sino en la orilla del río que como lleva trae.
José Carlos Gª Fajardo. Prof. Eméritus U.C.M. Fundador de Solidarios.