Maestro, leí en las Analectas de Confucio que, «No enseñar a un hombre que está dispuesto a aprender es desaprovechar a un hombre…
– «… y que enseñar a quién no está dispuesto a aprender es malgastar las palabras» – continuó el anciano que añadió -: No me parece una buena versión.
– ¡Eso me parecía a mí! – dijo con toda naturalidad Sergei.
– ¡Hombre, eso sí que está bien, liebre de las estepas mongolas! Tú lo que quieres decir es que…
– … no es eso lo que tú practicas. Tú enseñas a todos, lanzas el grano a voleo y, caiga donde caiga, ya se encargará la semilla de abrirse camino…
– … o de brotar y secarse, o de ahogarse entre zarzas, o de ser pisado por los búfalos si cayó en el camino.
– Como en la parábola del Rabí de Nazareth.
– Eso es, pero esa parábola ya está en tradiciones de dos mil años antes de ese Rabí, lo que ocurrió es que Occidente rompió los contactos.
– Aunque la enseñanza encerrada en la parábola se cumpla tan poco.
– ¡Filósofo estás, Sergei!
– Es que todavía no he comido, Maestro.
– Pues mientras te ayudo a batir los huevos con leche agria, escucha esta historia de lo que le sucedió al Maestro Zen Kakua cuando regresó de China, adonde había ido a practicar el Budismo Chan. (El Zen sabes que es una versión de Japón con algunas variantes)
– ¿Pero el primer patriarca japonés que llevó el Zen a Japón no fue Dogen? ¿El que dijo aquello tan gracioso de «los ojos son horizontales y la nariz vertical» para resumir toda la sabiduría que había aprendido?
– ¡Para, Sergei, mono de la jungla! Así, ¿cómo vas a aprender nunca si no te dejas invadir por la sabiduría? Ella te persigue, pero ¡tú corres más! ¿No ves que, razonando y discutiendo y aduciendo argumentos de autoridad y textos venerables, te convertirás quizás en un erudito, pero no alcanzarás la serenidad del despertar?
– Te escucho, Maestro, te escucho, pero es que yo quería…
– ¡Sergei! Me querías decir que «es difícil enseñar algo pero que siempre se puede aprender» ¿Nunca cambiarás? ¿La cabra siempre tirará al monte?
– Perdona a tu siervo, Bálsamo de todas las heridas, cuéntame ese cuento. Te escucharé en silencio.
– ¡Qué morro tienes, luz que agoniza! Pues resulta que, cuando el Maestro Kakua regresó al Japón, sólo se dedicaba a la práctica de la meditación y a arreglar su huerto, del que hizo un jardín. No abrió escuela, pero el Emperador oyó hablar de su sabiduría y de que sí que practicaba con algunos discípulos que venían a limpiar los alcorques. ¿Te suena?
– ¡Cómo Nicodemo y el de Arimatea!
– ¿No estarás preparando una de tus escapadas, Sergei? ¡Muy puesto te encuentro! Así pues, ¡si me dejas proseguir…! El Emperador lo convocó para que fuera a su palacio en Kyoto para que predicara a toda la Corte. Kakua acudió y permaneció en silencio ante el Emperador que estaba impaciente. Entonces, sacó una flauta y ante la expectativa general, tan sólo emitió una nota. Después, hizo una profunda reverencia ante el Emperador y desapareció.
– ¿…?
– No, Sergei, nunca más se supo qué fue de Kakua cuando abandonó el palacio del Emperador.
José Carlos Gª Fajardo. Prof. Emérito U.C.M. Fundador de Solidarios