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Mientras tantoCuentos Singulares*: El cero

Cuentos Singulares*: El cero


 

«Justo antes del orgasmo, cuando desaparece lo físico, nace el estado grito: un alarido interminable tan profundo como inaudible; tan punzante que todas las fuerzas de los sentidos se concentran en él; un punto de intensidad en tal equilibrio, que desaparece el peso del ser». Así describía su noción del cero absoluto: dejar de ser humano, manteniendo la posibilidad de volver a serlo. Un acceso a una muerte controlada que le aliviaba profundamente del dolor de la vida.
 
Una tibia mañana de octubre se adentró en la Sierra, dejando atrás rápidamente carreteras y caminos. Avanzaba monte arriba por rutas -para otros- impenetrables; a esas alturas, hasta los senderos habían desaparecido. Campo a través, comenzó a dibujar con sus pies nuevas vías, trazadas según las posibilidades de marcha. Alcanzó un lugar donde covergían varias montañas, formando un pequeño circo de fieras paredes, que dejaban aislado aquel paraje. Aunque desde allí ya podían divisarse los Alayos de las cumbres, se detuvo ante un bosquecillo de pinos rastreros y chaparros. El terreno ascendente y las ramas de los árboles -cada vez más cercanas al suelo- formaban caprichosamente algunas cavidades, donde se respiraba una paz y una tranquilidad inusuales. Cansado de tanta ascensión montañera, decidió descansar en aquella cuna apacible y tranquila que le ofrecía la Naturaleza.

 

Tendido sobre la tierra, comenzó a gozar de la serenidad inviolable de la espesura. Unos acariciadores rayos de sol matinal atravesaban la tupida bóveda de ramas, encendiendo en él la sensualidad de un animal adormecido, el principio de una lujuria incontrolada. Sintió que la ropa impedía el contacto del sol con su piel. Así que sin pensárselo dos veces, ni levantarse siquiera del suelo, comenzó a desnudarse como una serpiente macho que se desprende de su camisa; con los pies unidos, reptando, sin manos, sin perder aquel magnético contacto con la tierra. Al quitarse la ropa, seguro de que hasta allí no llegaría nadie, sintió que empezaba a transformarse simplemente en un ser vivo; atrás quedaba el hombre.

 

La primera erección se la provocó el mantillo de agujas de pino al clavarse en su espalda. Impactado por la brutal sensación de placer ante el dolor inesperado, se dio la vuelta, buscando el mismo efecto sobre su carne creciente. No le importaba que aquel contacto punzante pudiera herirle; el dolor aumentaría la intensidad del placer y ella sola se encargaría de contraerse para evitar cualquier sangría posible.

 

Cuando ya se encontraba tendido boca abajo, esperando que la tierra le clavara sus uñas punzantes, notó que alguien estaba acercándose. Se trataba de un grupo de pajarillos, que se acercaba a inspeccionarlo, como si de un Gulliver caído se tratase. Aquellos gorriones de torpes andares no parecían tenerle miedo alguno. Hasta esas alturas no debía haber llegado nunca la maldad de los hombres, pensó regocijado. Fue la primera vez en su vida, que una interrupción tan directa de su intimidad no le despertara pudor alguno. La falta de recelo de aquellas criaturas aladas aumentó su sensación de libertad y aislamiento. No le resultó difícil olvidarse de su humanidad y de la mera existencia de sus semejantes. Cuando las primeras patas se posaron sobre su hombro izquierdo, las sintió como las manos de un nuevo amante que se declara, agarrándote por los genitales con la mejor de sus sonrisas. El pajarillo clavaba sus uñas en la piel, por no caerse.

 

Se dio la vuelta lentamente para no espantarlo, y el gorrión saltó del hombro hasta su vientre, donde la erección se manifestaba en plena efervescencia. Su espada vibraba en el aire, exigiendo calor de carne donde clavarse. Un segundo gorrión se posó sobre uno de sus pies, y otro –aún más atrevido- voló hasta lo alto de su frente. Sorprendido ante la osadía del pajarillo, el hombre se quedó inmóvil como una mantis religiosa. Con precaución elevó su mano izquierda hasta el avecica, que se dejó atrapar como si lo estuviera deseando.

 

La certeza de tener aquella bola caliente de plumas entre sus dedos le hizo sentirse nido y gato al mismo tiempo. Por encima del puño cerrado asomaba una cabecita que le observaba con curiosidad en la corta distancia. Sentía su latido suave -casi un acento- entre los dedos, y respondió al impulso de acercárselo a la cara, para observarlo lo más cerca posible. Dos esferas de mercurio azabache no cesaban de mirarle, sin dejar de mecerse sobre aquel pico entreabierto.

 

Lo condujo con mimo hasta su boca, y el gorrión comenzó a picotearle los labios, como el que toca un tambor con las uñas. El hombre cerró los ojos entregándose y dejó hacer al pajarillo. Su cabecita ansiosa se salía del puño para tamborilearle todos los dientes con el pico, produciendo una melodía de sonidos acristalados. En pleno éxtasis, el macho desnudo y bestializado comenzó a segregar una salivilla placentera que el pájaro comenzó a libar insistentemente. El humano se encontraba cada vez más excitado, y comenzaba a presentir la necesidad de poseer de cualquier forma a su emplumado amante. Giró el puño hacia abajo, y con la cabeza del gorrión se acarició cada uno de sus párpados. El mundo se redujo para él a aquel contacto mullido y templado. 

 

El vertiginoso ritmo alcanzado por el concubinato de su mano y su falo, parecía estimular el paseo de sus alados visitantes. Uno descendía a saltitos por su muslo hasta la rodilla, otro escarbaba afanosamente con su patita en la espesura del pubis, un tercero subía por la pierna contraria, mientras el de los pies le picoteaba entre las uñas.

 
En un arrebato animalesco, el hombre besó la cabeza del gorrión que tenía en la mano, y rápidamente nacieron en él unas tremendas ansias de engullirlo. Abrió ceremoniosamente sus fauces y condujo al pajarito hasta el cielo del paladar, sin percibir en el ritmo del corazon del ave, la más mínima allteración posible. Se dejaba llevar tan confiadamente como al principio.  
 
       

        – ¿Se asfixiaría dentro?, se preguntó el hombre.

No, él le daría oxígeno y respirarían al unísono, como dos amantes enfermizos que pasan toda la mañana besándose y asfixiándose.

 

Aunque la ansiedad le desbocara, no estaba dispuesto a soltarlo para que volara garganta abajo. Sin prisa, lo sacó de nuevo a la luz de los pinos y miró al gorrión fijamente. El pájaro seguía con la misma expresión de serenidad del que va volando y ve el paisaje por debajo. Bruscamente y sin pensarlo, condujo el puño hasta el extremo de su inflamado glande.

 

        -¿Pico, o curva?”, se preguntó el macho, eligiendo por prudencia la segunda.

Deslizó la cabeza del animal por las redondeces ardientes de su miembro, regodeándose con aquellas caricias nuevas, que le producían sensaciones hasta entonces inimaginables.

  

Sólo recuerda que el ave guiñó un ojo antes de que naciera en él la imperiosa necesidad de matarlo. Con la nuca retrasada, el hombro erguido, y tenso el antebrazo, su puño iba recibiendo toda la fuerza constrictora de su organismo. Sólo aspiraba a sentir ya aquel cuerpecito crujiendo en el interior de su mano. Su instinto oprimía al gorrión, y cuánto más lo hacía, mayor era su afán por reventarlo y experimentar -una a una- todas las sensaciones que produce la destrucción de un ser vivo con tus propias manos. De su puño comenzaría a rezumar sangre caliente, pero no por ello se detendría, seguiría apretando hasta triturar aquella bola de huesos, plumas y carne. En ese ritmo de fiera cardíaca en el que había caído, ya no había quien pudiera pararlo. Quería sentir la muerte líquida fluyendo por los vellos de su antebrazo. Y cuando se hubiera extinguido cualquier hálito de vida, con los restos del ave se untaría el pecho, el ombligo, el estómago; otra vez el pecho, el cuello, las sienes, los cabellos, los oídos… Y sobre el vientre, como un cañonazo silencioso, saltaría el semen victorioso, uniendo el origen de la vida con los excrementos de la muerte; alcanzando el cero a través del crimen.

 

Extenuado por el éxtasis, sus brazos cayeron de golpe al suelo. Las agujas de los pinos le devolvieron al mundo de los seres conscientes. Con el pinchazo se le abrieron las manos y sintió cómo un pájaro vivo se le escapaba de una de ellas volando. Abrió los ojos el hombre, y sobre su vientre descubrió un lago lechoso que fluía armoniosamente hacia sus caderas en precipicio. Recuperó el oído con los silbidos rumorosos de los gorriones presentes, que en su mente sonaron como un alegre concierto de campanillas. Al abrir los ojos, el sol dejó en su retina la silueta de un pájaro con las alas abiertas, que -como mancha negra intermitente- se desplazaba sobre el tamiz de ramas, por el tapiz de nubes, ascendiendo hasta desaparecer en la alta cabellera de las cumbres.

 

Juan Antonio Vizcaíno * *

 

* Estos Cuentos Singulares que hoy comenzamos a publicar en este blog, fueron escritos por Julio José de Faba en 1996,  siendo publicados en Nueva York, en 1998, cómo se informa en el perfil de este blog. El hecho de permanecer inéditos en España (donde fueron escritos), nos impulsa hoy a ofrecérselos al lector como lectura veraniega, cortesía de Fronterad.

 

* * Por último, señalar que estos cuentos aparecen firmados por Juan Antonio Vizcaíno, seudónimo que utilizaba Julio José de Faba por aquellos años, en su producción ficticia.

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