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Cuentos Singulares: La calculadora

El viejo Zejigut llevaba dos días muerto en la pequeña terraza de su casa en las afueras de la ciudad, envuelto en una sábana y cubierto de ropa sucia por si los vecinos sospechaban. Sin embargo, su muerte había sido completamente natural. Una cirrosis muy avanzada le había pasado la última factura por tantas copas de coñac invertidas en olvidar su patria lejana. La primera generación de emigrantes lamenta siempre morir en tierra extraña. Al final de sus vidas, acude con insistencia la idea del retorno al lugar que abandonaron buscando la prosperidad.

 

Su esposa -de edad muy avanzada- había caído en cama tras la impresión que le produjo tan lamentable pérdida.
       

          -¿Cómo puede sostenerse una mesa con sólo dos patas?, se preguntaba la viuda desconsolada. Con él morían sus últimas esperanzas de regresar en vida a Yugoslavia.

 

Domingo Zejigut -el hijo de ambos- estaba haciendo cálculos con las tarifas que le habían facilitado muy amablemente varias funerarias. Pero el balance de sus cuentas no le permitía enviar los restos del finado a la patria originaria como él hubiera deseado. Tras varias horas de trabajo agotador, su calculadora le convenció -con mucho tacto y muy buenas palabras- que el presupuesto más rentable era el de una incineración doble.
Domingo era un hombre cabal y no lo pensó dos veces; las cifras -en una situación tan delicada- eran las que mandaban. Ahogó a su madre en la cama con la ayuda de una almohada. No puso la víctima ninguna resistencia; para ella la muerte era una pesadilla más, que prometía ser la última. Tal vez por esa vía regresara su alma a Yugoslavia. Ayudó a su hijo conteniendo la respiración hasta que no sintió nada, y quedó inerte para siempre.

 

El huérfano se sentía orgulloso de su resolución, el sentido del deber era una de las más claras consecuencias de la educación que le habían inculcado sus padres. La calculadora fue la primera en darle la enhorabuena, había actuado como exigían las circunstancias.

 

Se celebró la doble cremación sin demasiadas complicaciones legales. Las cenizas ocupan poco lugar y no hay que gastar en nichos, ni tumbas a perpetuidad. Además, los finados no tenían nada que ver con esta tierra, lo único que realmente había sido suyo era aquella pequeña casa que compraron con tanto esfuerzo, privaciones y miserias. Por lo tanto era justo que ambos encontraran allí el descanso eterno.

 

Colocó Domingo las cenizas -en urnas separadas- sobre el cabecero de la cama, y dibujó con primorosa caligrafía dos rótulos con sus nombres respectivos para no confundirlos. A partir de entonces durmió Domingo con la calculadora debajo de la almohada. Ella sintonizaba emisoras nocturnas de onda corta, que emitían durante toda la noche tristes canciones yugoslavas. Las cenizas se sentían reconfortadas con la grata compañía con la que su noble hijo, les había sustituido.

 

Nunca había reparado Domingo Zejigut -hasta la pérdida de sus melancólicos padres- en que los aparatos de la casa se comportaban ante él como si estuvieran vivos. Lo de la calculadora era distinto, ella tenía cerebro y memoria y era más fácil creer en sus sentimientos. Pero, ¿y los otros?, -se preguntaba el huérfano  confundido-.

 

El exprimidor de naranjas y el tostador de pan se encendían cada vez que Domingo entraba en la cocina. Y aunque los desenchufaba irritado, a ellos parecía no afectarles: seguían comportándose igual. Era su presencia y no la electricidad la única razón que alteraba su reposo. La cafetera eléctrica hacía bullir su tapa cada vez que el hombre cruzaba por delante de ella. Se ponía frenética aunque no tuviera, ni café, ni filtro, ni agua siquiera. Pensaba Domingo si no serían cosas de su madre -tan organizadora como era- que -antes de su muerte- los hubiese adiestrado para que al faltar ellos se sintiera su hijo acompañado.
También el teléfono sonaba y sonaba -sin que nadie estuviese llamando- sólo para sentir el calor de la mano de su amo cuando lo descolgara.
       

         – ¡Si tuviera dinero para comprar un contestador se le iban a acabar a éste pronto las bromas!, -pensaba Domingo afligido por su pobreza-.

 

Hasta la misma lavadora automática -en un alarde de militarismo prusiano- se ponía a centrifugar a toda marcha, imparable, como loca, cada vez que se oían las pisadas del dueño en el cuarto de la ropa. La presencia de un superior la electrizaba. Y eso que no llevaba el hombre zapatos con suela de hierro, ni usaba plantillas metálicas; ni siquiera guardaba ya imanes en los bolsillos, como sí hiciera de niño.
Siguieron los aparatos mucho tiempo obedeciendo a su presencia y poniéndose en funcionamiento. Aunque, poco a poco y sin darse cuenta, Domingo se fue acostumbrando.
La calculadora en sus sueños de almohada, no le dio al asunto ninguna importancia.

 

La curiosa influencia del hombre siempre se había ejercido -hasta entonces- sobre seres con cola de enchufe (algo que los hacía aún más demoníacos). Por esa razón se sorprendió tanto aquella noche cuando al entrar en el recibidor de su casa, la silla yugoslava se echara a llorar ante su llegada. Era una silla turca plegable que sus padres habían traído consigo desde su primer hogar. Tenía un asiento bruñido de cuero, sin respaldo; sus brazos rectos y sus patas arqueadas, estaban talladas en una madera noble; era la única pieza valiosa de toda la casa.

 

Al ver a Domingo observándola atónito, comenzó a tornarse roja la silla, clavel a punto de estallar de pena, y a gemir violentamente bajo la mirada incrédula del hombre. Cuando ya estaba a punto de desfallecer ahogada por tanta lágrima, en un arrebato se agarró el asiento con sus brazos y salió corriendo pasillo adelante, hasta encerrase con un sonoro portazo en el dormitorio de Domingo; bajo las cenizas de sus padres. No había cerrado con llave y la encontró el hombre tendida en la cama, sollozando desconsolada. Estaba tan impresionado que no sabía cómo actuar con ella. Demostraba la silla una pena tremenda, como si fuera ella la huérfana. El hombre intentó tranquilizarla con la más dulce voz que pudo entonar:

 

        – ¡Vamos, tonta, no llores más! Todo puede arreglarse si no cuesta mucho dinero.

 

Como la silla turca se resistía a abandonar la cama (muerta de vergüenza de imaginar lo que estarían pensando los demás en la casa), tuvo Domingo que dormir con ella. Se desnudó y se metió en la cama, pero por esas cosas del pudor no se atrevió a poner esa noche la calculadora bajo la almohada, la dejó en el bolsillo de su camisa colgada en una percha tras la puerta. Una vez bajo las sábanas se abrazó a la silla turca -que seguía sollozando- buscando sofocarla.

 

De todos resulta conocida la pasión que puede desatarse cuando alguien amigo quiere protegerte entre sus brazos, e inicia unas reconfortantes caricias, o unos besitos furtivos entre mimos. Pero, cuando se ve que no producen ningún efecto se pasa a un estallido de besos y abrazos cada vez más obscenos. Así nacen risas y llantos de placer propios de grandes gozadores. La carne se vuelve emoción en esos festines desenfrenados nacidos de la mejor intención de consuelo.

 

Domingo había alcanzado una sublime erección, pero no encontraba ningún orificio por donde penetrar a su amada; era sólo brazos, patas y cuero. Pero su deseo de fusión era tan alto y estaba tan excitado -con las tetillas de explosión y los esfínteres dilatados- que se dio la vuelta y, untando saliva en una de las extremidades de su silla amada, fue ajustándose poco a poco a ella hasta que consiguió metérsela entre sus nalgas. La silla turca lloraba de emoción haciéndole el amor mientras Domingo Zejigut entre extenunates convulsiones descubría las mieles de la penetración. Cuando estaban a punto de alcanzar furiosamente las cumbres del orgasmo, la Calculadora irrumpió con un despliegue de sonidos estridentes: despertadores, cláxones, palas mecánicas, martillos, gritos de niños… Lejos de amedrentarse, los amantes galoparon con más fuerza jaleados por el ruido, estallando en un repiqueteo de palmadas por todo el cuerpo, que hizo a Domingo fugarse entre las finas patas de su amada.

 

El hombre y su silla yacieron vencidos sobre la cama. Los espantosos ruidos de la Calculadora les seguían molestando, pero ninguno de los dos hizo ni dijo nada. A partir de la noche siguiente, la calculadora durmió en el cuarto de estar junto a un libro de cuentas y un montón de facturas pendientes de pago.

 
Era una calculadora de bolsillo, pequeña y negra; con una pantallita gris-ceniza sobre la que aparecían los números y palabras escritos con un verde fosforecente. A Domingo le recordaba el brillo de los ojos de los peces.  Sus números tenían luz propia (algo que en Aritmética es equivalente a que tuvieran alma) y ella estaba orgullosa de ello. Por otra parte, estaban sus distintas memorias: era una Calculadora con recuerdos, y en todos estaba Domingo.

 

El destierro la dejó desolada. Cuando él iba a usarla se hacía la muerta y en su pantalla no encendía nada. El hombre se marchaba y ella se pasaba en silencio toda la jornada esperando su regreso. Pronto cambió de táctica, porque pensó que si no lo hacía, el destino que le aguardaba era quedarse cubierta de polvo en cualquier rincón de aquella mugrienta casa. Debía mostrarse más bien indulgente, como si no pasara nada, y ella fuera sólo una calculadora; pero al mismo tiempo, iba planificando a fondo su venganza.

 

Pasaban los días y a pesar de las largas sesiones de amor ininterrumpidas, la silla turca no se recuperaba de su aflicción. Había que cuidarla a todas horas. Ella sólo se alejaba de la melancolía cuando hacían el amor. Mayoritariamente sucedía por las noches, o por las tardes cuando él regresaba de su trabajo. Por las mañanas, sólo lo hacían los domingos, celebrando siempre su onomástica semanal en la cama.

 

Domingo estaba seguro de que la silla era mujer, aunque fuera ella quien le penetrase a él. Tras las largas batallas del lecho, la veía salir a la terraza con su largo camisón de encaje negro, y su alta cabeza calva. Domingo la seguía mansamente envuelto en su viejo albornoz de rayas y se sentaba sobre ella, junto a las flores y plantas que le había dejado su madre en herencia. Relajados de amor, como si ya estuviesen muertos y no pudiera pasarles nada, recibían juntos los primeros rayos de sol en el cuerpo.

 

No pudo ya separarse de ella. Trasladó definitivamente la silla al dormitorio para que en su ausencia hiciera compañía a sus padres. La dejaba a los pies de la cama, y ponía encima sus calzoncillos sucios, para que lo recordara mientras él se ausentaba.

 

Aunque esta pasión desbordada no le permitía acordarse de ella, Domingo terminó reconociendo para sus adentros que no se estaba portando muy bien con la calculadora. Seguro que se sentía agraviada y mancillada y motivos no le faltaban. Pero por otra parte, ella sólo le había dado muy buenos consejos financieros y una paz y una comprensión propia de hermana; porque, si de algo estaba seguro, era de que su vida con la silla turca le resultaba mucho más estimulante.

 

Para la Calculadora, pasar las noches a solas junto a un libro de  cuentas no era muy divertido; se sentía desahuciada. ¡Ella que había almohadillado con la mejor música los tristes sueños de una familia rota! La vida era ingrata. En esas noches tan largas, sólo la aliviaba sintonizar alguna emisora yugoslava; se había acostumbrado a esa música y, aunque sin él no era lo mismo, entre esos tristes aires se inspiró su venganza.
Teniendo en cuenta el nivel adquisitivo de Domingo Zejigut -pensaba la Calculadora deleitándose en pronunciar su nombre- ella era el aparato más inteligente de toda la casa; por eso habían estado tan encariñados los dos -ella y el hombre- haciendo planes comunes para toda la vida. Hasta que se desató esa pelleja con sus artimañas, interponiéndose en su camino. Desde la primera noche tenía a Domingo secuestrado en aquel cuarto; y a ella, desterrada entre los trastos.

 

Una mañana que simuló depresión, Domingo la dejó dentro del bolsillo de una camisa colgada tras la puerta de la alcoba. Cuando el hombre se marchó, y quedaron las dos rivales a solas, la calculadora (haciendo honor a su nombre), se asomó por el borde del bolsillo para vigilarla. La Turca -como ella la llamaba- se comportó como una silla vulgar cubierta de ropa toda la mañana; sin moverse, estática todo el tiempo. La Calculadora llevaba rato dando vueltas desenfrenada por sus circuitos, intentando averiguar lo que estaba pasando, hasta que se paró en seco porque había comprendido: cuando Domingo se marchaba de la casa, La Turca perdía su existencia animada; cataléptica de melancolía volvía a ser sólo silla. El plan -por tanto- tenía que ejecutarse cuando Domingo no estuviera en la casa -concluyó satisfecha la máquina-.

 

Encontró su aliado idóneo en un viejo infernillo que Domingo se llevaba al dormitorio cuando llegaban los primeros fríos del otoño. La presencia del hombre también afectaba al rudimentario calefactor que -no obstante- se ponía como una caldera cuando él estaba cerca. Jadeaba de deseos por quemar a su amo, aunque sólo fuera un ratito, media hora, no más; tampoco pretendía calcinarlo. Así que la astuta Calculadora comenzó a trabar amistad con Guillermo el infernillo,  prometiéndole que si colaboraba en su plan, le conseguiría esa media hora de calor tan anhelado con el amo.

 

Las cenizas de los padres seguían sobre la repisa del cabecero de la cama, aunque sus almas estaban muy lejos de la casa. Según las previsiones de la Calculadora ya debían estar llegando a Yugoslavia; porque de pobres que eran, los espectros tuvieron que regresar andando a su patria.
La silla notaba, sin embargo, que se alegraban de lo suyo con su hijo. Ella, aunque turca, era una silla yugoslava, reliquia de la familia materna; la única pieza que integraba su ajuar cuando llegaron a esta tierra. Y como además, los padres veían feliz a Domingo en tan grata y sencilla compañía, podían contar con sus bendiciones para continuar su idílica convivencia.
La vida común de Domingo Zejigut y su silla era armoniosa y a la vez apasionada; y hasta hubiera podido ser larga si no se hubieran precipitado ciertos acontecimientos.

 
Con los primeros fríos otoñales, Domingo trasladó una noche -que se prometía lujuriosa- al viejo infernillo hasta su alcoba. A pesar de sus muchos años, seguía calentando. El hombre, temeroso del frío como todos los pobres, le cambiaba cada invierno la vieja resistencia por otra nueva. Lo enchufaba y lo ponía debajo de la cama y, al rato, rugía de calor el colchón de lana. Excitado con aquella ardiente flama, Domingo se entregaba -con un deleite cada vez más enfermizo- a introducirse los brazos y apéndices de su amada. Se había dejado crecer el hombre una barba rubia que a la silla turca le encantaba; se la restregaba por todo el asiento, mordiéndole al final en el cuero, mientras él se vaciaba aferrado a alguna de sus nobles patas. Aquellos orgasmos cruciales lo hacían sentirse más hombre y con más ambición.  Con su amor la silla había cambiado toda su vida. Esa estabilidad emocional le permitía abrigar grandes esperanzas. Tenía toda una vida por delante para compartirla con ella.

 

A la mañana siguiente, Domingo no sacó a la Silla Turca de la cama; hacía frío y aquellos miembros de madera tan bien torneados requerían ahora todos sus cuidados. Fue a comprobar si la Calculadora estaba de baja o dispuesta a ir a trabajar. La trataba con delicadeza, nunca le llevaba la contraria. Además, desde que había aceptado la situación y se comportaba solo como una calculadora, administrando la casa, Domingo le concedía cualquiera de sus caprichos. La encendió y la pantalla siguió tan negra como al principio. No insistió, y la colocó en el bolsillo con sumo cuidado para no despertarla. El hombre dulcemente barbudo, le dedicó una última mirada a su amante y, metió entre las sábanas los calzoncillos y calcetines sucios que se había mudado esa misma mañana. El olor de Domingo reconfortaría sus sueños.

 

Cuando desde el dormitorio se oyó el ruido de la puerta de la calle al cerrarse, la calculadora asomó del bolsillo rápida como un disparo. Tenía la pantalla encendida y sus circuitos ansiosos funcionando a toda marcha. A punto estaba ya de gritar: ¡Guillermo y acción! cuando vio asomar por encima de las mantas, una cabeza de mujer, dormida y calva. El calor de Domingo se había quedado en la cama junto al aroma profundo de su ropa interior; y ella se seguía sintiendo abrazada.  

 

         – Pues si además es mujer, mejor que mejor; -pensó la calculadora impía-.

 

Todo sucedió en poco tiempo. Sin salir de su guarida -una excelente atalaya para contemplar su venganza- la calculadora encendió la resistencia del infernillo para que fuera caldeando la cama. Al ponerse caliente, sintió el infernillo el olor de Domingo atravesando todo el colchón. Su excitación tuvo una reacción inmediata: la fina resistencia ardía como un Alto-Horno, frenético y rojo.

 

Comenzó a oler a chamusquina y a salir humo de entre las sábanas. La silla se iba quemando mientras la cabeza calva soñaba plácidamente que estaba paseando con Domingo bajo un rojísimo atardecer de otoño. Feliz la Calculadora de ver aniquilada a su rival, hacía sonar marchas triunfales en sus memorias; y pasar por su pantalla el signo del Dólar, como señal de victoria en aquella casa de tanta pobreza.
Las llamas de la cama comenzaban a alcanzar los botes de las cenizas paternas sobre el cabecero. La calculadora sonrió mientras ardían también los nombres de los muertos. Cualquier cosa que Domingo amara debía ser destruida para infringirle el máximo castigo; así lo exigía su irreversible venganza.
Los largueros carbonizados de la cama cayeron vencidos al suelo, destrozando el cuerpo y la resistencia de Guillermo que en pleno éxtasis se había vuelto incandescente. Que su calor inicial se perdiera, ya no importaba nada: el incendio se había extendido por toda la casa.

 

Intentó serenarse la Calculadora ante aquella terrible catástrofe desbordada. No tenía ningún control sobre el fuego, era una bestia que no se sometía a ninguna inteligencia. Antes de que la alcanzaran las llamas, miró la calculadora con regocijo las cenizas de su rival calcinada. Y se alegró al imaginar la cara de terror que pondría Domingo cuando encontrara en ese estado a la que había sido su última amada. El  fuego subía ya por las mangas de la camisa, y cuando comenzaba a prender en su chasis, le asaltó a la Calculadora un último pensamiento: ¿conservaría Domingo Zejigut algún afecto por ella? A su mente ardiente acudió una única frase por respuesta:

          – Pues, si es así, mejor que mejor, que también yo muera.

 

 Y feneció de placer la calculadora antes de que el fuego acabara con ella.

 

Juan Antonio Vizcaíno

 

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