¿Qué música serías
si no fueses agua?
Eugénio de Andrade
Venecia es una sociedad secreta. ¿Quién podría decir que la conoce de verdad? Un día uno decide adentrarse por sus calles y callejuelas, por sus infinitos patios y canales laterales –hechos de fragmentos, disyunciones y retorcimientos en los que ha estallado el espacio- y, a medida que avance, caminante distraído o sonámbulo por lo general crecientemente hipnotizado por las llamadas del misterio, no logrará dar con el corazón del laberinto. Ciudad sin espacios abiertos, ciudad para curvarse, desconocedora de los ejes y las perspectivas rectas, la de tornadizas horizontales y verticales desequilibradas. Venecia del pavimento inclinado e irregular de San Marcos que sedujo a Proust y Morand. Ciudad-deambulatorio, ciudad de callejas contiguas y cortes escondidas, de muros ciegos, de injertos arquitectónicos y palacios inclinados. En ciertas calles la circulación es –digámoslo claramente- imposible. Algunos puentes no conducen a ninguna parte, y otros son puro capricho empinado que te cierra la vista al frente hasta que has subido a suficiente altura por sus escalones.
Venecia es también una ciudad de niebla espesa y polvorienta. Ciudad de tardes grises cuando las cúpulas, las chimeneas, los campaniles de las iglesias se muestran cercados, oprimidos por las casas agarrotadas en la humedad de la sombra, el desvalimiento, el frío. Debajo de la piel ilusoria, el polvo de los patios lúgubres o de los pozos ciegos se mete en los ojos. Madera empapada, azogue descolorido, detritos verdes y marchitos. Y un inmenso astillero vacío y silencioso que custodia la ruina, aquel desvarío de poleas y óxido plasmado por el gran arquitecto veneciano: Giovanni Battista Piranesi. Venecia o el triunfo del cieno. Y entonces, hasta los puentes, incontables, consiguen llegar a asfixiar, al modo de una interminable pesadilla oriental, tan veneciana, ella también. En esos momentos, el agua enfangada de la Laguna se vuelve un espejo de tinta de las inalcanzables regiones del cielo. Pues nada más lejos que Venecia, la impotente, de toda pretensión divina, o regia. En todo caso, ella –que siempre gustó de jugar con espejos- sería dionisíaca, con su presteza y su júbilo, su desenfreno alocado por momentos y toda su vanidad a cuestas.
Ciudad, pues, de rumbos zigzagueantes. Maraña de rodeos y formas incompletas. Ciudad borrosa; sin barandillas: cimientos de Babel. Con vocación de Atlántida. Levemente pasiva, dúctil, maleable; ella, efectivamente, se desmaya en sus voluptuosas rotaciones, con sus nervios giróvagos debilitados, casi diríamos que consumidos. Bajo ese obstinado rumor de límites e intimidades sofocadas, siempre lejanas y vedadas al caminante, no nos quedan –en la soledad elemental y particular en que nos deja Venecia- más que los sonidos repetidos, ciertos ecos reiterados con la cadencia de un goteo precario y algo enfermizo, ciertas sombras demasiado intensas como para ser leídas. “En Venecia –escribió Goethe en su diario de 1786- lanza el hombre su voz potente hacia una vaga lejanía, ya que se siente aislado y anhela que otra voz se haga eco de la suya, y pueda, de ese modo, aliviar su desolación” [citado por Félix de Azúa en La invención de Caín. Alfaguara, Madrid, 1999, p. 242]. Tan sólo el sonido, pues, y la avidez vital de la putrefacción, su insaciabilidad, su desesperada energía. Esa húmeda pestilencia de fatalidad fragante. Tal vez el encanto de los canales venecianos se deba a su propia corrupción, como sucede, por ejemplo, con la figura de Casanova. Venecia o el amor por la destrucción, como si el arabesco de la destrucción a la misma destrucción llamase. Ciudad exánime, espectro al fin entre nuestro mundo y el otro. Bajo el bullicioso teatro del bazar y el primer plano se esconde un centro vacío en torno al cual se recogen todas las tramas. Nunca se dirá la última palabra sobre este secreto.
Si el caminante decide dirigirse a Mestre, la cercana ciudad industrial al norte, debe penetrar en la Laguna exterior. Se trata de una fascinante sucesión de islotes rancios prácticamente deshabitados –algunos, sin embargo, de nombres muy hermosos: Malamocco, Torcello, San Francesco del Deserto, La Grazia, San Servolo, Santo Spirito… con su presencia inhóspita de planicies resecas punteadas por cañaverales anacoréticos y desmañados-. Entonces podrá comprobar cómo se cruza el infierno, en medio de calderas y monstruos de hierro, ruedas, anclas abandonadas e innúmeros fuegos de refinerías e industria. La naturaleza se quema. Los árboles se muestran raquíticos y desvencijados, las flores: supervivientes ásperos y marchitos. Mínima vegetación que se mustia y languidece bajo la caliente emanación del progreso. Mestre es, verdaderamente, un lugar negro y muy triste, donde el verde de Venecia –el del Veronés, por caso- tan sólo sobrevive en los charcos estancados. La otra Venecia, no lo contrario de Venecia, sino quizás su revés, o su trastienda, la esencia nefanda que ella misma trata de ocultar. Mestre es un paisaje-taller, monótono y humeante, allí donde las máquinas, insomnes, saturan el agua y el aire con el sofocante horror de la pesadilla piranesiana vuelta obscena realidad. Desde ese lado, es decir: de la parte del tiempo (nuestro), Venecia –joya en el barro- ha de verse, al cabo, como paradigma del paraíso amenazado, con todos sus presagios de hundimiento y sus mareas altas, con toda la industria y la agricultura de la terra firme del continente que envía sin sosiego a la laguna, en aluvión, sus desperdicios químicos y su presente ansioso. Venecia la precaria, la náufraga, un residuo momificado de otro tiempo.
Porque, ciertamente, Venecia es un país aparte, ella flota, sola, desprendida de todo, ausente en verdad de cualquier preocupación frente a todo, en su exótica voluntad de aire y nada. “Venecia –escribió Braudel- parece surgir de la nada, espontáneamente, sin esfuerzo, como un nadador que saca la cabeza por encima del agua”. Venecia del margen, ideal para la reflexión, para la rememoración proustiana o poundiana, para la anagnórisis –no en vano toda ella, como sabemos, es un teatro-: “En Venecia medito sobre mi vida mejor que en parte alguna; poco importa si aparezco en una esquina del cuadro, lo mismo que el Veronés en La casa de Leví” [Paul Morand, Venecias, Península, Barcelona, 1998, p. 36]. Venecia es, asimismo, el arte de ofrecerse sin darse, he ahí su pasión aristocrática, su indescriptible ligereza, su gracia elegante, en fin, que acaso oculte un alma vacía y helada, un tedio falsamente espoleado por radiaciones frenéticas que se filtran por el aire luminoso entre la destrucción y la muerte, por encima de la destrucción y la muerte. Es lo que da sustancia al oro de Venecia: oro ácido, esa luz furiosa y real de sus reflejos flotantes y de su puesta de sol, de tan larga secuencia, tan antigua en su incandescencia bíblica que parece que se recuerda a sí misma, o que se recuenta como un tesoro venido de la inmemoria del mundo y, por tanto, quizás también del futuro.
Flotar en Venecia es el arte de la sucesión aprendido también en cada recodo, en cada momento que adviene con la inmediatez de una aproximación fulgurante y presentida. Tiempo que no es, por supuesto, el de la tierra firme, sino el de la oscilación y la transformación perceptible a cada momento: tiempo de la narración, continuidad enlazada y ritmada del cine. Travelling del tiempo, deslizándose y pintándose en el aire, sobre las aguas, como se desliza el canto, o la llama. O, simplemente, un cuerpo a la deriva (sumo goce estético, y erótico): “Yendo en góndola a mi hotel – contó Promio, el inventor del travelling cinematográfico, en la primavera de 1896, precisamente en Venecia- veía huir las orillas ante el esquife, y pensé que, si el cine permitía reproducir los objetos inmóviles, quizá se podría invertir la proposición y reproducir con ayuda del cine móvil los objetos inmóviles” [Cit. por Georges Sadoul, Historia del cine mundial, Siglo XXI Editores, México, 1972, p. 20]. Y Joseph Brodsky: “la lección más crucial en composición, a saber, que lo que determina que un relato sea bueno no es la historia misma, sino qué viene después de qué. Sin darme cuenta, di en asociar ese principio con Venecia” [Marca de agua. Apuntes venecianos, Edhasa, Madrid, 1993, p. 34]. Este principio no es propiamente el de la inteligibilidad, sino el de la sucesión misma y el fragmento. En Venecia la oscuridad, además, no lo anula, más aún: lo aumenta, porque la hora de las sombras es allí la hora del agua, y entonces tan sólo el gesto hirsuto de los leones que vigilan los canales querría interrumpir esa fluencia hipnótica y, en cierto modo, abismada, incorregible. La de una duración que se alarga elásticamente sobre la piel del agua, o que se difracta y estalla en deslizamientos sinuosos, recurrencias y ecos tan precisos como falsamente lejanos, tan seductores como, a veces, inquietantes, como al albur de un espectáculo que no es otro que el que la ciudad –demiurgo en la sombra- se ofrece a sí misma. Claridad también pasmosa de las voces y los sonidos que viajan –en una ciudad que carece de coches y vegetación para absorber los sonidos mismos- por las plazas y los callejones de piedra. Y, antes que nada, por los canales, que dan a las voces y los ruidos –como señaló Morand- una profundidad y una persistencia aterciopelada. En Venecia, es cierto, uno llega a saber que la música es la gemela del agua. Luigi Nono, nacido allí, aprendió de esa concreta experiencia existencial una dimensión generativa de la música, toda una concepción estética. “Venecia –decía- es un sistema complejo que ofrece una escucha pluridireccional… los sonidos de las campanas se difunden en varias direcciones: algunos se suman, son transportados por las aguas, transmitidos por los canales… otros desaparecen casi completamente…”. Habitar Venecia supone, pues, estar por completo a la escucha, la absorción y la porosidad absolutamente intensa de un cuerpo percolado bajo ese estado de espíritu que Filón ya definiera, con gran justeza, como akroasis.
En Venecia, el espacio jamás es una extensión, no puede serlo, sería más bien –utilizando una expresión querida por Octavio Paz- el imán de las apariciones. El propio sentimiento de soledad acogedora que se experimenta allí tal vez tenga su justificación en esta carencia: Venecia o la nostalgia del espacio común. Encontramos aquí otra vez la dispersión piranesiana del hombre, habitando en ese territorio anfractuoso, disgregado y errante. Espacio que se desgrana por insuficiencia en una colección ciertamente azarosa y sorprendente de fragmentos heterogéneos, donde el yo, indudablemente, también habrá de disgregarse. De hecho –enseñanza de Piranesi- su propia dispersión lo multiplica, su desequilibrio reiterativo y recursivo hace de él no un yo plural, sino fortalecido, por decir así, en su microparticularidad, en sus propias reverberaciones sensitivas: un yo crecido como hacia adentro en interioridad material –radical y sensorialmente material, nunca abstracta, sino en la más estricta y humilde condición de la materia: el limo mismo, el barro, el agua-. En medio precisamente de cosas que se expresan todavía en tanto que señal en el agua o el aire, arrastre o impresión pura, mínimos aconteceres que destilan átomos de sensación y permanecen como en la exterioridad de las formas o al borde de todo discurso; constituyendo, sin embargo, su mismo principio originario; alimentando a menudo el asombro, raíz al cabo de todo proceso de palabra o escritura. En la medida en que escribir –como señalaba Valente en Mandorla – “es como la segregación de las resinas; no es acto sino lenta formación natural. Musgo, humedad, arcillas, limo, fenómenos del fondo, y no del sueño o de los sueños, sino de los barros oscuros donde las figuras de los sueños fermentan”.
Y entre todo ello, la eterna cuestión veneciana, la recurrencia de lo mismo cada vez distinto: la repetición. Repetición extática, cuerpo de música. Que va con la música. La repetición promueve, es verdad, una nueva relación con el tiempo. Venecia delimita, en este sentido, el lugar de la repetición. Pero también del instante vivido al fin como tal, por gracia no sólo de la diferencia que la repetición misma instaura, sino además por la multiplicación de la visión, y también de la propia intensificación del color, o del olfato. Un espacio, en definitiva, para el disfrute de ser. Y para el movimiento: lo inmóvil, allí, no existe. Soledad, por tanto, feliz, la del yo abandonado, confiado a la deriva, como los destellos radiantes en el curso del agua que se persiguen bajo los puentes. Hermosa combinación de tiempos y cuerpos diferentes en los mismos espacios, deleitación de los tránsitos bañados por la luz que cambia. He ahí una específica experiencia del tiempo, del tiempo en sí, lo que acaso tan sólo permite un lugar situado al margen, separado como un reflejo especular, precisamente. Lo que representa Venecia es, en este sentido, un verdadero enigma o reserva de felicidad, claramente baudeleriana, por ejemplo: out of the world, o una completa heterotopía al modo de Foucault. Venecia o lo apartado. Un espacio que alberga la posibilidad –en su carácter fuera de ámbito, desvinculado de lo familiar y los lazos terrestres- del despliegue de algo esencial. El desarrollo, primeramente, de las formas o los modos de transformación de la percepción y del pensamiento de la duración. Es –ya lo sabemos- lo que Marcel Proust denominó el tiempo recobrado. Y en el centro de su experiencia: Venecia. Venecia como aparte, en su dimensión radicalmente separada, irrecuperable, sin duda, para cualquier ejercicio que se conforme con transitar únicamente por la conciencia.
Venecia de las fluctuaciones y las tremolinas, del calor oscuro y pegajoso del siroco, de las luces que describen círculos al viento, de los aguaceros que caen de súbito de un cielo despejado que se nubla repentinamente, para volver a abrirse, tan rápido. Venecia de las intermitencias. O Venecia como inmenso paño o telón, à la Turner, por ejemplo. Entre la bruma y por encima de un largo trecho de mar “cuyas aguas parecen hervir levantando oleadas de niebla” (Harold Brodkey). De esa atmósfera matutina e invernal de la Laguna, que es como un umbral entre el sueño y la vigilia, umbral donde se confunden las primeras reflexiones conscientes con los últimos vestigios oníricos, Proust habló a menudo, refiriéndose, por ejemplo, con ocasión de comentar a su admirado Nerval, como del efecto-niebla. Es la creación de un estadio de realidad interválico, de donde vienen las esencias de las cosas y cuya persecución o aroma complica siempre la discursividad y la secuencia de los propios hechos o las imágenes. Ese mismo efecto-niebla es el que genera un universo metamórfico, donde una imagen se esfuma en la otra y se superpone. Realidad de un momento cualquiera absolutamente singularizado, sin embargo, en una transición instantánea. Vida trémula, errante, incontable, agitada, modulable pero perfectamente precisa en el lezamiano súbito. Es este conocimiento y este trato los que imponen el afecto particular de Venecia, con su matiz intenso de soledad, lejanía y singularidad. Con su extraña y paradójica sensación de totalidad serena y, en última instancia, feliz, en su pura absorción: “Lentamente –escribe el barón Corvo- por el norte de Burano, desembocamos en la laguna abierta y remamos hacia el este en busca de la noche, hasta el punto señalado por cinco pali, donde el ancho canal describe una curva hacia el sur. Navegábamos despacio. Había algo tan sagrado, tan majestuosamente sagrado, en el silencio de la tarde que no quise romperlo siquiera con el suave chapoteo de los remos. El tiempo y el lugar eran míos. No había obligaciones que exigiesen mi atención. Podía ir y venir a mi antojo, a la hora que me apeteciese, rápidamente o despacio, lejos o cerca. Y escogía ir cerca y despacio. Hice más. Tan indeciblemente gloriosa era la paz que reinaba en la laguna que me inspiró el deseo de no hacer nada en absoluto salvo sentarme y absorber las impresiones sin moverme. De esa manera vienen los pensamientos, nuevos, generalmente nobles” [Cit. por A.J.A. Symons, en En busca del barón Corvo, Libros del Asteroide, Barcelona, 2005, p. 242].
La ciudad, por lo demás, ofrece de sí misma y de forma magnífica su propio modelo –autorreflexividad que habría que ubicar en el orden, de nuevo, del arabesco y la sofisticación-: como la continua producción de saltos, posibilidades y redimensiones de lo real a través, justamente, de las oscilaciones, las colisiones sinuosas y las transferencias. Diríamos que esto se percibe, incluso, en la captura y mezcla de códigos artísticos o plásticos que proceden de territorios muy diversos: Oriente y Occidente, el mar y el cielo, Bizancio y Tintoretto, la luz y los pantanos, la putrefacción y la redención, el esplendor y la ruina, Wagner y Vivaldi, el carnaval y la cárcel de los plomos. Por eso mismo, como ya señalara Brodsky, se da una correspondencia –si no una total dependencia- entre la compacta naturaleza rectangular de los edificios de Venecia y “la anarquía del agua que rechaza la noción de forma. Es como si el espacio, consciente aquí, más que en ningún otro sitio, de su inferioridad con respecto al tiempo, le respondiera con la única propiedad que el tiempo no posee: con la belleza” [Brodsky, op. Cit., p. 39]. El agua, decía también el poeta ruso, es igual al tiempo, y proporciona a la belleza su doble. Experiencia antigua del tiempo, curso inmemorial por donde se desliza la conciencia del hombre hacia el limo de sus esencias. Percolación. Por el agua –nos avisa Morand- , se tiene la sensación de bajar a los fondos más profundos [Paul Morand, op. Cit., p. 141].
Nos interesa pensar la ciudad como una suerte de milagro de la naturaleza, verdaderamente nacida en un sitio imposible. En cierto sentido, un buen modelo para lo que entendemos como milagro del arte. Así, debemos enfrentarnos a la soberanía del color, y al triunfo de la sinestesia. En la medida en que, por ejemplo, la experiencia de la ciudad es la de un oír que es un ver y viceversa. Se trataría de estudiar o presentar la forma en que se pueden despertar todos los sentidos a la vez. Habría que partir, pues, de la idea de Venecia como un gran ejemplo de sí a la vida. Nietzsche, claro, pero también Pound, o Proust. Para todos ellos la ciudad significó una suerte de acceso o promesa de felicidad, y también de redención y salvación frente a la pesantez de la existencia. Venecia, además, como república eminente de los cuerpos, de la encarnación y del secreto iniciático de la desnudez. Una Venecia, por tanto, lasciva y lujuriosa, la de la exhibición de las carnes y las venus de Tiziano. Venus venecianas: perfección de los cuerpos, fluencia de la música. Conviene recordar lo que decía Cézanne del Veronés, pintor veneciano: nada se ha vivido ni pensado como separado. Hibridación, pues; signos que saltan de territorios. Por ejemplo, y singularmente: entre el agua y el cielo, las dos dimensiones elementales del lugar. Defender al tiempo la mezcla: contra todas las purezas, iconoclasias y puritanismos. La indagación misma en las texturas complicadas de lo visible. La realidad incluso como película, como una fina piel en la que se proyectan todas las derivas (así la vio Luciano Emmer con Cocteau, así la pintó Monet).
Nos interesa, en este sentido, la conocida divisa de Casanova: sequere deum. Seguir el azar, la oportunidad, el instante, el encuentro inopinado, la casualidad, la fortuna. Porque Venecia representa, también, el propiciamiento de los complots. La confusión permanente, la mezcla de los elementos, al cabo: la transposición de las sustancias del aire, el fuego, el agua, la piedra. Venecia esotérica y alquímica. Estamos también ante lo facticio, el simulacro permanente, el ilusionismo engañoso, su poder, o sus potencias. Si la ciudad ha sido fuente permanente de fantasmas a lo largo del tiempo ha de constituir también el lugar ideal para la rememoración. Como los espectros de la Historia que acompañan sin pausa ni fatiga a Pound, en sus Cantos, esos fragmentos reunidos –al igual que la propia ciudad de la laguna- contra el desmoronamiento y la ruina misma. En ellos, sin embargo, y por encima del remolino criminal del curso de la Historia y los hombres, se percibe, al modo de un recodo veneciano, la fulguración paradisíaca: “El paraíso, he aquí lo que he intentado escribir / no te muevas / deja que el viento hable / el paraíso está ahí”. Y eso que, o precisamente porque –utilizando palabras del propio poeta- “detrás de los Cantos hay algo podrido”. Como detrás de nosotros, y, singularmente, de Venecia.
Una gran enseñanza, no obstante, nos ofrece esta ciudad: todo lo que aparece está hecho para ser raptado, transportado. La vida, pues, como la imagen, oscila, levita, se tambalea, parece estar a punto de quebrarse y desvanecerse: imagen reflejada y furtiva –pública y al tiempo íntima, afectuosa y distante, como en la intimidad que presta, por ejemplo, un jardín veneciano, o una corte sconta-. Imagen que ondula –con la ligereza de un reflejo- en las sofocadas aguas de un mar encauzado como por mohosos espejos. Estigia de ébano o agua estancada, agua por la cual los espectros mismos habrían de sentir, sin duda, una predilección comprensible. ¿Acaso no corroe la Laguna el tiempo con la misma severidad sensual y cansina con que desgasta las piedras? He ahí el ritmo de Venecia: el del líquido golpeteo contra la solemnidad del mármol, la mordida insistente de las aguas –inahuyentables- del tiempo. A veces parece que allí, precisamente, todo el tiempo hubiese transcurrido ya y, por tanto, nuestra vida presente no fuese otra cosa que mero reflejo especular, suplemento falseado –y por tanto teatral- de algo –yo- en vías de desaparición o incluso ya desaparecido en una dimensión del tiempo difícilmente recuperable. Y en ello también se puede apreciar el brillo de una extraña felicidad, la de una absorción liberadora, por cierto. Pero, ¿de verdad no hay nada estable? La escena, es verdad, se recompone una vez tras otra, trasiego éste cercano al juego de la memoria que no hace más que ahondar la sensación de una realidad que se nos hurta. Una duda angustiosa nos asalta, entonces, ante ese sentimiento de irrealidad, ante esa ciudad fantasma que nos corteja con éxito, volviéndonos, a su vez, otros fantasmas. Temblor, desvanecimiento de lo que ya vuelve a temblar, y va a desvanecerse. La escena, entonces, puede ser un magma o un estertor, o mejor: un pensamiento a medio formar, una voluta ávida por desplegarse en su imposible perfección y belleza. Extraña visibilidad, concluimos, la de un reino –retirado, sugerido tan sólo a medias- que prefiere, sin duda, las cosas invisibles.
Venecia, al fin, la inalcanzable. Con razón, Charles Dickens, absolutamente intimidado, confesaba en carta de 1844: “Nunca antes había visto nada que temiera describir”, y concluía, también él: “Venecia está más arriba, más allá, lejos del alcance de la imaginación de hombre alguno” [Cit. por Ian Warrell, en Turner y Venecia, catálogo de la Fundación La Caixa, Barcelona, 2005, p. 43].
Efectivamente: nunca se dirá la última palabra sobre este secreto.
Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Ha publicado, entre otros, los libros Maurice Blanchot: una estética de lo neutro, Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo y Paisaje fotográfico. Entre Dios y la fotografía. En FronteraD ha publicado Atrapar el gesto. Los dibujos de Kafka y Fanny y Alexander, o los poderes de la representación