Conozco hombres que no pueden vestirse de otra manera que no sea con su traje y su corbata bien anudada. Mujeres que cuando cambian su pantalón vaquero por una falda tableada, parecen disfrazadas de algo que les resulta incómodo. De la misma manera, hay personas que no pueden ser otra cosa que músicos.
Pensad un momento en Jimi Hendrix, en Keith Richards, en Ron Wood, Tom Petty… Intentad imaginar cómo serán sus vidas más allá del escenario. ¿Llevarán la misma ropa? ¿Pantalones a rayas ajustados? ¿Los anillos de calavera? ¿Pañuelos y sombreros? ¿Botas repujadas con puntera y tacón cubano? Yo estoy seguro de que sí porque su música no es más que la expresión de su modo de vida que más repercusión tiene entre el público. Por eso, cuando se suben a un escenario, no parece que se hayan disfrazado para tocar. Es una cuestión de actitud.
No sé si será por ese pudor tan hispano del cual también yo me confieso algo contagiado, pero yo aquí no lo veo igual. Aquí, lo habitual es que se suban al escenario con la misma ropa con la que han ido a comprar el pan por la mañana. Casi cualquiera de entre el público podría subirse y no desentonar demasiado. Me cuesta menos entenderlo con los cantautores; veo a Joan Manuel Serrat o a James Taylor con unos pantalones chinos, camisa y jersey con cuello de caja y no me extraña. Pero el rock es otra cosa.
Pues de esto hablaba, en una fecha tan señalada como el pasado martes 13, con las Mercedes mientras cruzábamos los dedos para que entrase alguna persona más, que hiciese algo de bulto en el desolado patio de butacas de una de las salas de los Teatros del Canal, donde nos disponíamos a ver la actuación de Los Mádison. Un grupo de señores que celebraban sus diez años juntos, pero que son como la mayoría de los grupos ahora: discretamente conocidos. Yo no confiaba en que la llenasen, pero finalmente lo lograron, aunque seguro que ayudó mucho estar arropados por invitados de la talla de Carlos Tarque, Álvaro Urquijo. Miquel Erentxu o Miguel Ríos.
Aparte de equipo, en aquella sala faltaban varios kilos de esa actitud de la que hablo. Podemos considerar que la música estaba por encima de la media, pero no llegaba a ser nada especial. No estar acostumbrados a estos escenarios se traducía en una falta de ritmo en el concierto, constantes cambios de guitarra… Aunque no lo parezca, el concierto me gustó y los invitados subieron la media, pero me fastidió no poder quedarme hasta el final para ver a Miguel Ríos. Mi amiga Mer sí se quedó y, aunque vive enfrentada al mundo, confío en su criterio musical y estético. Tres palabras le bastaron para mandarme una crónica escueta y certera: fue el mejor.
Este hombre lleva unos años poniéndonos la zanahoria de su retirada, pero no acaba de bajarse de los escenarios. Desde mi punto de vista, es una de esas excepciones nacionales que no se disfrazan para hacer música. Son así.
Desde los años 60, cuando empezó como Mike Ríos, siempre ha mantenido esa actitud. Siempre ha tenido clara esa idea tan sajona de que en el escenario hay que dar espectáculo. Que un artista tiene que se coherente no sólo ahí arriba sino hasta cuando va a comprar el pan. El martes pasado me lo perdí y seguramente no vuelva a tener ocasión de verle, pero yo estuve en Rock and Ríos en el Pabellón del Real Madrid en 1982 y flipé. La música te puede gustar o no, pero la actitud de Miguel Ríos siempre ha sido una de esas rara avis que han sobrevolado los escenarios patrios.
@Estivigon