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Mientras tantoCuestión de tamaño, un cuento como la vida misma

Cuestión de tamaño, un cuento como la vida misma


Metodio se miraba al espejo cada día al despertar. Notaba los estragos del tiempo. La edad pesaba, pero la cabeza continuaba funcionando y el reconocimiento profesional lo mantenía con saludos, felicitaciones, presentaciones, artículos firmados y sobre todo un despacho con vistas a la calle con mesa, ordenador y estanterías abarrotadas de libros, que recibía gratuitamente de las editoriales y que apenas les echaba una ojeada.

La felicidad, su felicidad, era eso. Al menos así lo pensaba y lo sentía. En realidad, el despacho, su coqueto despacho, era símbolo de su poder y prestigio, granjeado a lo largo de una dilatada vida dedicada a la escritura. Medía su gloria en función del tamaño de ese espacio. Llegó hasta imaginar en sus días más negros y confusos, que los tenía, evidentemente, como cualquier hijo de vecino, que su funeral de cuerpo presente tuviera lugar en ese habitáculo. La imagen la había fabricado en su mente febril: el féretro en el centro, una gran foto suya sonriendo apoyada en la ventana, en los flancos los máximos dirigentes de la compañía y los pasillos repletos de compañeros y amigos. Una presencia humana abarrotando incluso escaleras de otras plantas y que se extendía hasta mitad de calle.

Qué bien, qué bello es vivir, todos me quieren y me dan palmadas en la espalda, se decía a sí mismo, admitiendo una vez más lo que una y otra vez le confesaba al terapeuta: “Mire, Bartal, yo necesito ser querido”. La nueva directora, Sira, una competente profesional que acababa de desembarcar en la empresa hacía un par de meses, le saludaba efusivamente cada vez que lo veía, le plantaba dos besos postpandémicos en sus mejillas y elogiaba lo último que había escrito sin reparar él que había un gran componente de engaño en lo que salía de su boca.

Metodio se deshizo en parabienes cuando ella llegó a la empresa. “Una mujer inteligente, competente, preparada y guapa, que aparece en el momento y lugar indicados”, exclamaba sin pudor a los colegas tan pronto se anunció el nombramiento. Más de uno de sus compañeros recordaba, con ese pudor que él no tenía, las mismas palabras que había utilizado con el anterior y con el anterior del anterior. Así hasta los mismos orígenes de la existencia humana.

Una mañana tranquila y soleada entró Sira en su coqueto despacho mientras él estaba supuestamente enfrascado en la lectura de un libro de poemas que le acababan de envíar. “Hola, Metodio, ¿cómo te trata la vida?”, le espetó la nueva jefa. Odiaba ese tipo de frases tan ampulosas, pero nada dijo. Hechos los saludos rutinarios y las preguntas sobre el ejemplar que tenía en las manos, y que a ella no le interesaba lo más mínimo, lanzó su bomba atómica verbal: “Oye, quiero ampliar mi despacho, vamos a tirar el tabique que lo separa del tuyo y este espacio lo destinaré a una pequeña sala de reunión y de mística femenina, una idea que quiero promover y de la que me encantaría que participaras. No es nada personal. No me malinterpretes”.

El pobre Metodio empalideció al instante, comenzó a sentir sudoración por las sienes y la espalda, notó que le temblaba un párpado (primero uno y luego los dos), al igual que el labio superior. No lograba articular palabra de su boca hasta el extremo que Sira pensó que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco: “Por favor, cálmate. No te vamos a despedir. Sigues siendo muy valioso para nosotros y nosotras”. Ella era una moderada simpatizante del lenguaje inclusivo como mujer que era. “He pensado que estarás divinamente en esa pequeña habitación independiente, la que ocupaba el pobre y añorado Braulio. No tendrás que soportar el ruido molesto de los demás. Verás qué bien, tío”. Le gustaba el tuteo y la campechanía.

Sira se fue intranquilizando conforme pasaban los minutos y el otro continuaba en silencio y esforzándose para articular una frase. “Metodio, por favor, Metodio. No me asustes. Dime algo”, gritaba la directora. Los gritos llegaron hasta el despacho donde se encontraban las dos secretarias de la dirección. Una de ellas se quedó atónita cuando vio a la jefa inclinada sobre el cuerpo del veterano empleado abanicándole con un periódico sábana. Avisó al médico de la empresa, quien tras una rápida inspección diagnosticó una afasia ligera: “Algo le ha impactado. Un disgusto, una noticia imprevista. Algo que ha roto sus esquemas. Pero nada serio. Lo mejor es que descanse y recuperará pronto el habla”, aseguró el facultativo. Sira, mirándole a los ojos y un tanto descompuesta le gritó: “Metodio, cariño. Vamos a llamar a un taxi para que te lleve a tu domicilio. Descansa y mañana estarás bien. Todos te queremos”.

La mirada del veterano empleado fue recuperando viveza. No así el habla. Clavó sus ojos en los de ella como si fueran dos largas agujas. El rostro era una mueca de profundo odio. Sira lo notó. Sintió el daño psíquico y hasta el dolor físico, lo cual le hizo retirar el cuerpo bastante asustada. Ordenó a una de las secretarias llamar a un taxi, le dieron al chófer la dirección y en menos de media hora él entraba en su piso todavía balbuciente y aturdido. Fue al baño, encendió la luz, se acercó al espejo y dijo ya sin dificultad para hablar: “Me ha llamado viejo, a mí que tantas y tantas cosas hice para esta empresa cuando ella no estaba y no era nada. ¡Y sigue sin serlo! ¡Valiente hija de puta!”.

Volvió al salón, a su querido cuarto de estar, repleto hasta arriba de cuerpos de librería y notó que las mejillas se le humedecían. “Es el fin, Metodio. Es el fin. Esta zorra me ha clavado la banderilla de fuego donde más duele. ¡En el tamaño del despacho!”. Gritaba, blasfemaba. Él, que solía cuidar las palabras y que rara vez profería tacos. Se dejó caer en la alfombra persa comprada en uno de sus viajes iraníes durante la dictadura del Sha. “Me muero. Me muero de pena. De pena e indignación”, exclamó ya cuando las lágrimas se trocaron en sollozos.

A la mañana siguiente se despertó con una gran jaqueca debido a los tres somníferos que ingirió para dormir y evadirse de la gran tragedia. No estaba habituado a abusar de la farmacología, ni de tranquilizantes ni de analgésicos. Las gripes las curaba a pecho descubierto, frente al ordenador y recurriendo al teléfono. No había tiempo que perder. No se le conocía un día de baja por enfermedad. Lo confesaba orgulloso a todo aquel que quisiera escucharle.

Era el momento de poner en limpio las ideas, de no dejarse abatir, pese a que el drama era tan hondo, tan injusto, que no estaba seguro de poderlo superar sin necesitar la ayuda, el consuelo de alguien. Descartó llamar al extravagante terapeuta Bartal, que tan pronto le insultaba como regaba sus oídos de lisonjas exageradas. Valiente pieza está hecho ese baranda, masculló.

Pensó mientras tomaba una ducha para despejar la mente y continuó haciéndolo preparándose un café y una tostada con aceite. “Pues, claro, ¡cómo no! Qué tonto soy”, exclamó al decidir llamar a Bernie, su antiguo y en ocasiones odiado jefe, a quien tantísimos servicios había realizado. Y no siempre bien recompensados. Aunque sentirse útil ya era en sí un placer.

Bernie había perdido gran parte de su agenda social de antaño. Muchas veces comía solo en una amplia habitación de un apartamento alquilado en el centro de la ciudad. Compraba alimento preparado en una tienda de comidas que se encontraba en los bajos del edificio mientras echaba un vistazo a las últimas noticias de los digitales. Fingía leer mucho y cuanto más espeso fuera el texto mejor. Quería preservar su imagen de sesudo intelectual. La vida la tenía resuelta. Los nuevos dueños de la compañía le habían dado la patada, ingratos ellos, pero con los riñones bien forrados de dinero. Ya se sabe, musitaba, las penas con pan son menos.

El antaño poderoso ejecutivo soportó con educación los sollozos de un balbuciente Metodio al teléfono. Era como un gesto solidario expresado desde el mundo de la represalia. Como si le dijera a su antiguo subordinado: “Tú también, amigo. Tú también”. “Venga, majete, pásate por aquí y te invito a ensalada de mariscos que hacen muy buena en la tienda de abajo”, cortó los lamentos que empezaban a hartarle.

Mira, amiguete, eres un poco tonto pensando que te ibas a librar de la limpia que están acometiendo en esa empresa que yo ya no sé ni a lo que se dedica”, le dijo Bernie con algo de dureza. “Sácales una buena indemnización y vete a jugar con los nietos si los tienes. O escribe una novela de esas que están tan ahora de moda, de bioficción”.

Metodio lloró y lloró de pena y de rabia durante tres horas. Puso perdida la mesa de despacho y la pechera de su ex jefe, donde escondía la cabeza. “No puede ser. No puede ser, Hacerme esto a mí. Qué ingratitud. Qué zorrerría…”, hipaba.

Calma, tío, el mundo no acaba por un puñetero despacho. ¿Has pensado que hay más despachos en otros lugares? ¿Se te ha pasado por la cabeza cruzar al otro lado de la calle y llamar a la puerta donde jamás antes pudiste imaginar? Piensa, Metodio. Si eso te hace feliz, si la vida es un despacho, no lo dudes. Tu nombre aún abre puertas”, sugirió Bernie con voz calma pero con un punto de ironía.

No lo pensó ni un segundo el desairado empleado. Se despidió de su superior, bajó a la calle, cruzó al otro lado y allí frente a él encontró el edificio del que le había hablado Bernie. En el portal había un cartel que rezaba: “Son bienvenidos quienes deseen un despacho”. Tomó el ascensor hasta la séptima planta. Le abrió la puerta una joven sonriente, que sin permitirle hablar le espetó: “Por fin, le estábamos esperando. Pase, pase el director, don Natalio, se alegrara y le mostrara el despacho. Seguro que le gusta”.

Aquella noche Metodio durmió como un bebé. Era feliz. Qué fácil era lograr la felicidad, pensó. Todavía había gente que lo quería, lo admiraba y le ofrecía un despacho.

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