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Cultos modernos, o El Quijote ha muerto en nosotros sin que haya valido la pena

Nos adentramos en el otoño, tal vez la más misteriosa de las estaciones por aquello de que la parca trabaja a destajo mucho antes de llegar las enfermedades estacionales: su cuenta de ilustres en las últimas semanas lo hace evidente y escandaloso, casi alarmante, en una cruel alegoría con la hoja caduca que se diría sobrenatural: lástima que hayamos abandonado en el páramo de la Ilustración la hermosa costumbre de atrevernos a rellenar los vacíos de nuestro saber a través de la literatura o el puro magín individual; las gafas de asombrarnos que nos regalaron al nacer pierden sus facultades una vez decidimos navegar la vida en el batiscafo de internet. Nos conformamos con más bien poco, El Quijote ha muerto en nosotros sin que haya valido la pena.

Pero la naturalización más evidente y universal de este equinoccio es su manifestación como rito de paso, de muerte con promesa de renacimiento o reencarnación en un proceso cíclico de las religiones extintas. Aquí, por cierto, descarrila por corto alcance el discurso etnológico paganocentrista (tan a la moda entre los historiadores) que reduce el simbolismo de la pasión y resurrección de la Pascua a una mera alegoría del florecimiento primaveral; la comparística la carga el diablo, pero con estos bueyes tenemos que arar. Esta transición marca el ritmo incluso al descreído hombre moderno, que la interpreta más bien como un nuevo inicio y oportunidad para ordenar el desván de su alma, mucho más que el vulgar arranque del calendario astronómico; justo aquí aparece el primer anhelo evidente de lo trascendental, necesitar síntomas externos que lo acompasen, reconociendo endeble su autarquía.

Lo más común en septiembre son los actos votivos en forma de propósitos más o menos provechosos (los que se hacen públicos, como mejorar el inglés o hacer ejercicio), y también otros más discretos asimilables a lo espiritual. A veces podrían ser reconciliaciones consigo o con otros, pero la tendencia es al opuesto: empezar a ser un poco más egoísta en lugar de pensar tanto en los demás, catequesis repugnante que se viene predicando desde que los palurdos empezaron a frecuentar las terapias, una vez hubieran encontrado el curandero de la mente que les dijese lo que querían oír. Una reciente adaptación al teatro de La Regenta recolocaba a Fermín de Pas de confesor a psicólogo por hacer la historia más reconocible en la vida actual, y la idea no podía ser más acertada: el cura ha quedado dispensado de hacer escucha activa o requerirse como consejero todoterreno por ser el único cristiano leído y viajado accesible dentro del pueblo o del barrio; pero el psicólogo, aun en ausencia de fe, ejerce a menudo el rol de establecer la objetividad (si no la verdad) en las vidas ajenas. No es algo baladí, porque en la cultura relativista en la que nos ha tocado vivir, el objetivo último es que el ciudadano pierda todos sus asideros morales y el discurso serpenteante de los que tratan de mandar constituya la verdad a párrafos o incluso a frases sin que esto nos suponga un conflicto. El posmodernismo ejerce, al menos desde la segunda mitad del siglo XX, el papel de una metarreligión que ha logrado influir en todas por dilución: el catolicismo laxo en muchas cuestiones tras el Concilio Vaticano II, medran los evangelismos (que, por lo demás, procuran ofrecer un cristianismo al gusto del consumidor o del estado que los legitima), surgen satanismos/luciferismos bajos en calorías como excusa para practicar el nihilismo sin cargo de conciencia… y los que si fueren oficialistas o paganos se mudan a la llamada “magia del caos”, que viene a ser lo mismo pero sin rituales.

La sociedad actual no vive ajena al pensamiento mágico, y explora maneras de cultivarlo sin sentirse atrapada en una religión concreta o el infantilismo. Desde hace unos doscientos años, la burguesía (aristocracia más amoral, inculta y degenerada que ha conocido la humanidad) consiguió sintetizar algo similar a una doctrina confundiendo la ciencia y la filosofía con opiniones personales de científicos y filósofos y lo llamó positivismo, pues pareciera que por bautizar los conceptos se los legitima, aunque sean perfectas estupideces. Resulta reconocible hoy en el fenómeno primero conocido como “calentamiento global” y más tarde “cambio climático”, la teoría queer, o también en las segundas y terceras derivadas de la mecánica cuántica: todos vivieron una epifanía al leer un artículo con dibujitos sobre la posibilidad de sincronización en el giro de un electrón para átomos aislados entre sí, por el hecho de haber sido en algún momento colindantes… Pero como resulta que en el huevo primigenio que reventó con el Big Bang todos los átomos se conocían, y la materia solo se transforma, bien podría explicar el entrelazamiento cuántico la telepatía, la telequinesis, el don de profecía o el funcionamiento del karma en forma de energía física que se libera al tener buenos o malos pensamientos. Los hay que llegan más lejos y, entusiasmados con la posibilidad de que el universo sea multidimensional, proponen una cosmovisión original no teísta: el origen de todo lo prodigioso e inexplicable (desde los ovnis a los milagros y las taumaturgias, pasando por las apariciones de la Virgen o la niña de la curva) son interacciones con otro plano o dimensión, desde el que a veces se personan sus paisanos al oír nuestros ayes en este valle de lágrimas; y al entrar en el nuestro adquieren sus facultades extraordinarias, algo así como Supermán llegado a la Tierra desde Krypton. La idea se la apuntan a mediados de los setenta varios divulgadores de temas forteanos y hoy día se le siguen sumando adeptos, pero surge más bien de la novela Los propios dioses, de Isaac Asimov. Así pues, el hombre de hoy no utiliza su fe para poder caminar sobre las aguas del Mar de Galilea, pero sí para que un ginecólogo aplique sus conocimientos especializados atendiendo a un individuo con vagina sintética o mismo pirindola, si es que esa mañana se ha autopercibido como mujer. También diremos que, de algún tiempo a esta parte, ciertas revelaciones han conseguido convertir de entre ellos a los más minimalistas para reunirlos en torno a la religión totémica de la inteligencia artificial generativa, que se utiliza como una suerte de oráculo que responde a sus inquietudes de manera textual o mediante ilustraciones sintéticas; no son pocas las voces que claman ya por un cambio de régimen, tal vez teocrático, en el que gobierne una IA.

Pero, por supuesto, también hay quien prefiere un culto estructurado. Tradicionalmente, las creencias alternativas se habían manifestado casi siempre en forma de secta y apariencia cristiana, es decir, a las afueras de la cruz, como reza el libro de Luis Santamaría del Río: todos los iluminados eran barbudos, melenudos y gastaban togas blancas, pero con regusto a todo a cien, de modo que ninguna de esas fórmulas llegó a tener un verdadero éxito salvo para los intereses particulares de sus líderes; en sentido estricto, esto ha sido siempre así, solo que al principio se les llamaba herejías y a partir del siglo XVI, ramas minoritarias del protestantismo… tal vez sea un simple problema de perspectiva; y aunque todavía sobrevivan entre el vulgo los despojos del gazpacho orientalista que tanto gustaba en las clases altas a finales del XIX (la mayoría de las religiones asiáticas no tienen un dios propiamente dicho, algo que entusiasma al homo posmodernus), la opción al alza en este especto son las religiones paganas. El paganismo o wicca es una amalgama de religiones que se dicen herederas de los cultos ancestrales de origen prehistórico. Naturalmente son todas inventadas, pues es imposible conocer hoy de ellas más que algunos detalles, lo que les permite una maleabilidad sin cota y múltiples variedades localistas… Pero su principal atractivo es que, por pugnar con el cristianismo en los primeros siglos de nuestra era, representan más una oposición a él que una alternativa; de hecho, a menudo se definen por mera contraposición. En otras palabras, son una opción pintona para un ritualista que odie la religión cristiana pero no tenga pelotas a ser satánico. Con frecuencia los paganismos son solo caballo de Troya de alguna corriente política: en los 70 se incorporó parte del esoterismo a una de estas religiones para poder legalizar la quiromancia y el tarot en California; hoy se presenta a menudo como una suerte de religión sorora, femenina y feminista reparadora de todos los agravios históricos, en la que las brujas (a sus ojos, sofisticadas curanderas con perspectiva de género) serían las custodias de tal tradición.

Por casualidad, termino de escribir este artículo el día de la exaltación de la Santa Cruz, y les prometo que el primer borrador (redactado por ventura el año pasado por estas fechas) incluía las mismas referencias cíclicas que como lo he dejado. Guardemos el teléfono, cerremos el portátil, miremos por la ventana. No hace falta nada más para creer.

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