Voy a confesarles una cosa: llevo, aproximadamente, medio mes con veinticinco años; y es algo a lo que aún no me acostumbro. Me siento como estrenando un frasco de Chanel nº 5, pero siendo yo Marilyn Monroe: nada especial, algo anodino, como si me hubiese despertado el día de mi cumpleaños exactamente igual a como había ido a dormirme el día anterior: desnudo y sin pretensiones; aturdido, sin canas en la barba, entradas en el pelo ni arrugas en la sien. Bueno, desnudo no; con un par de gotitas de perfume y un frasco de Channel nº 5 -en mi caso, con dos enes; por supuesto-.
Ciertamente, ronda por mi cabeza el mismo pesimismo que le rondaba a Sylvia Plath cuando alcanzó su mayoría de edad: «Así es la vida. Creo que en mi cabeza aún no he aceptado el hecho de que ya no tengo 17 años. Me siento muy vieja con 18; me siento engañada». Eso es, al menos, lo que le contó a su compañera de cuarto en la universidad, Marcia B. Stern, en 1951; y que recientemente ha recogido la editorial Tres hermanas en el primer volumen de su relación epistolar con el mundo: Cartas de Sylvia Plath. Vol. 1 (1940-1951), publicado también hace medio mes, aproximadamente. «Si sigo deambulando mucho más tiempo, me voy a quedar sin aliento», añadió; y eso es, de hecho, lo mismo que yo siento.
La cosa fue mejor cuando cumplí los veinticuatro; para qué mentir. Entonces, me encontraba redescubriendo un poemario de Constantino Cavafis, y leí:
«Vino a leer. Están abiertos
dos, tres libros: historiadores y poetas.
Pero apenas leyó unos diez minutos,
y los dejó. En el sillón
dormita. Pertenece por entero a los libros-
pero tiene veintitrés años, y es muy hermoso;
y hoy después de mediodía pasó el amor
por su carne ideal, por sus labios.
Por su carne que es toda belleza
el ardor erótico pasó;
sin pudor ridículo por la forma del placer…».
A veces resulta curiosa la forma en que tus lecturas coinciden con tu personalidad, pero es más curioso todavía cuando éstas logran doblegarte y hacerte sentir -y ser- algo diferente. Tal y como dejó escrito el autor gallego Juan Tallón en su última novela, Rewind (Anagrama, 2020), existen muchos libros donde «la historia de sus personajes casi seguro que contenía la historia de su propietario», y eso fue, exactamente, lo que me sucedió a mí con Cavafis. A fin de cuentas, si con veintitrés años perteneces «por entero a los libros», cuando cumples veinticuatro no, ya no; y es momento de entregarte sutilmente al «ardor erótico», a la «forma del placer», a la pasión. Cumplir años, en el fondo, es ir dejando de pertenecer a los libros; poco a poco.
Ahora que he cumplido veinticinco, me temo, estoy más angustiado que nunca por el simple hecho de madurar, de ir perdiendo el tiempo, de no tener tantas horas, minutos y segundos para, simple y llanamente, sentarme a leer. La sensación no es otra que la que tenía el personaje de Paul Madiot en la mismísima novela de Tallón, pero con un quinquenio menos: «solo tenía veinte años, pero ya había dejado atrás mis mejores días». Y, si no me equivoco, es lo que todos sentimos -o hemos sentido- cuando la infancia se desliza por debajo de la puerta y se despide de nosotros para siempre, desde el puerto y con el brazo alzado y en silencio, preparando amargamente su partida -definitiva- hacia el país de Nunca Jamás.
De todos modos, crecer también tiene sus ventajas. Ahora, por ejemplo, sé que no debo irme a la cama desnudo ni con prisas, acompañado, exclusivamente, de un pequeño frasco de Channel. ¡¡Qué frío, Dios santo!! También sé que -directamente- la marca buena, la de Marilyn, se escribe Chanel, con una ene, y que la culpa de no saberlo corresponde -en efecto- a ese cúmulo de responsabilidades que dejan a uno sin momentos propicios para leer. Habrá que darse al amor, a la «carne ideal», como decía Cavafis; pero hay ciertas cosas que, en el fondo, es mejor no repetir. Como aún no me han salido canas, ni arrugas, ni entradas, quizá pueda fingir que sigo teniendo veinticuatro años un par de meses más, ¡¡o veintitrés!!, y pasarme todo el rato leyendo, con dos o tres libros de historiadores y poetas, durante más de diez minutos seguidos; es decir: siendo feliz. Quién sabe, igual ese es el precio que pagamos todos por vivir. Y no es tampoco un mal regalo, por cierto; por si alguien -ejem, ejem- quiere sorprenderme y celebrarlo conmigo a destiempo. Sólo pido eso.