La prosa de Álvaro Cunqueiro se mantiene con el paso de los años anacrónica y mágica. Su obra completa dibuja la literatura errante de quien escribió en español y gallego, a medio camino entre la cultura clásica y la sabiduría popular. Cunqueiro supo explotar con maestría los saltos apócrifos de sus narraciones, como encontrarnos a un avión sobrevolando el horizonte de Ítaca, y otras tantas situaciones extravagantes que le ofrecía una imaginación sin fin. Me resisto a creer que sea un escritor al que haya que rescatar, porque nunca lo debimos perder. Pero la realidad es inclemente: fue un genio literario incomprendido en su tiempo, al que seguimos buscando el lugar que merece dentro de la literatura española –y también de la gallega, aunque esté allí mucho más presente.
Su filiación falangista, aunque experimentase el desencanto ante la deriva del nuevo régimen, y el abandono tras la guerra civil del gallego como lengua literaria, que recuperaría posteriormente, le marcaron definitivamente. La sospecha le ha acompañado desde entonces en un país que disfruta con los retratos en blanco o negro. Y, para ahondar en su destino, se convirtió en un escritor fantástico cuando el realismo dominaba el universo literario español. Tuvieron que llegar los latinoamericanos con aquello del «realismo mágico» para poder resituarlo y hoy es un lugar común asegurar que el escritor mindoniense precedió a García Márquez y Macondo, pese a que el propio Cunqueiro afirmó que realmente fue Torrente Ballester quien primero lo había ensayado en El viaje del joven Tobías.
Cunqueiro logró crear una cartografía fronteriza e inventó un territorio original dentro de la república de las letras. Un mapa que le permitía viajar entre los pliegues de épocas distantes, de un lugar a otro del planeta, describiendo magistralmente paisajes que no conocía, como sucedió con sus jugosas y fantasmales Crónicas del Sochantre. Por ello, no me cabe duda, la experiencia literaria de Cunqueiro hubiese complacido a Jorge Luis Borges y uno no puede evitar pensar que han logrado mantener una conversación abierta a través del tiempo gracias a su abundante labor.
La excelencia del escritor gallego llegó con la prosa, pero sus inicios fueron los de un poeta de vanguardia y versos con sabor a mar. En 1944, el franquismo le quitaba el carné de periodista, pero no evitó que continuase desarrollando la profesión en diversos diarios de Galicia, llegando a ser director del Faro de Vigo en la década de los sesenta. Para entonces ya compaginaba el español con el gallego y, poco después, ganaba el premio Nadal con Un hombre que se parecía a Orestes (1968). Las periodísticas son las páginas más reeditadas en la actualidad, aunque nunca deberían oscurecer al fabulador intenso y genial, que supo beneficiarse de las diversas tradiciones mitológicas a las que tuvo acceso. Quizá, como han asegurado algunos de sus estudiosos, de esta forma intentó evadirse de la realidad pazguata que le tocó vivir.
Cunqueiro fue un escritor de oficio constante, que no se detuvo nunca en la elaboración de un proyecto literario que se interrogaba por lo humano desde un mundo propio y firme. Habrá que releerlo (o leerlo por primera vez), como homenaje a quien se definió como «vago, fantástico y cordial» y que, junto a su amigo Ánxel Fole, imaginó multitud de obras que nunca llegó a publicar.
(Este texto fue publicado a inicios de 2012 en una revista cultural que se llamó Ambos Mundos, patrocinada por la Universidad Internacional de la Rioja. La publicación desapareció y con ella también la gran mayoría de los artículos. Una selección se editó en un libro que recomiendo, por supuesto, Lo mejor de Ambos Mundos, editado por el alma mater de la revista, Ignacio Peyró, en la editorial Renacimiento).