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Acordeón¿Qué hacer?Cyrano y la necesidad de gigantes

Cyrano y la necesidad de gigantes

Que una película como Cyrano salga es casi tan difícil como recordar la fecha de cumpleaños de todos tus amigos. Necesitas abundante financiación, a un equipo de cientos de personas, escribir un buen –o rentable– guion, hacer localizaciones, castings, diseño de vestuario, planificación, etcétera, etcétera. En definitiva, un infierno. Sólo por existir ya deberíamos aplaudir la producción y darle una palmadita en la espalda a sus creadores: “¡Bien hecho, tíos!”. Pero como no invertimos nuestro tiempo en consumir la dificultad de hacer algo, sino en el valor del resultado final, también deberíamos ser críticos. “¿Y eso por qué?”, se puede preguntar alguien. Por una razón práctica. Si nos relajamos como espectadores, otros también lo harán como creadores. Ser crítico es ser sincero con educación. Si lo somos con el nuevo Cyrano –y hay que serlo– tendríamos que estrujarnos el cerebro para buscar un eufemismo con el que decirle a Joe Wright, el director de la película, que esta adaptación es casi tan horrorosa como escuchar a Maluma sin taparse los oídos.

Con el permiso de Scaramouche, Cyrano de Bergerac es el personaje más atractivo de la literatura de capa y espada. Todos los que lo hemos leído en nuestra juventud hemos soñado con su ingeniosa verborrea, su extraordinario manejo de la espada, su integridad, su libertad y su triste y resignada melancolía. ¡Ay! ¡Cyrano! Solo de pensar en él se me erizan los pelillos de la nuca y de los brazos. “¡Necesito gigantes!”, grita cuando la realidad no consigue calmar su fuego interior. ¡Qué coraje, que sensibilidad, qué sufrimiento! ¿Puede un hombre aguantar íntegro si sólo está rodeado de hipocresía y estulticia? ¡Cyrano lo hace! ¿Puede alguien reunir el valor suficiente como para enfrentarse a una multitud equivocada? ¡Cyrano lo hace! ¿Puede una persona destruir a alguien así en apenas cuatro minutos? ¡Joe Wright lo hace!

La primera blasfemia es que han hecho de la película un musical. Como desde mi más tierna infancia he tenido buen gusto para elegir mis prejuicios, reconozco que ya tenía el labio torcido al sentarme en el cine. Aún así, hice caso a Lorca (“El más terrible de todos los sentimientos es el de tener la esperanza muerta”) y confié en que la película estuviese bien. Soporté estoicamente el primer canturreo, también el segundo, pero cuando comenzó el tercero mi defensa numantina se vino abajo. Entonces recordé lo que había escrito Flaubert con respecto a las ilusiones (“Hay que poner el corazón en el arte, la inteligencia en el comercio del mundo, el cuerpo donde se encuentre bien, la bolsa en el bolsillo y la esperanza en ninguna parte”). Aquél sabio francés sabía de lo que hablaba, aunque desconocía que el ingenioso Cyrano sería presentado en el futuro al ritmo de un rap, vomitando un monólogo cargado de frases tan fantásticas como “¿Qué es lo que Dios ha estado fumando?”, “Halloween es mi fiesta preferida” o “No soy un rumor, soy la prueba viviente de que Dios tiene mal sentido del humor”. Es cierto que fuera de contexto estas frases no tienen mucho sentido, pero hasta donde llega mi intelecto, el mismo que dentro.

La segunda blasfemia está relacionada con la elección del protagonista: Peter Dinklage. Pese a ser un actor como la copa de un pino, la naturaleza fue injusta con él –frase dudosa, ya que la naturaleza no puede ser ni justa ni injusta– y le hizo nacer con acondroplasia. El hecho de que Peter Dinklage sea un enano hace que –lógica aplastante– Cyrano también lo sea. En uno de sus encuentros con Peter Bogdanovich, Orson Welles dijo haber fantaseado con hacer una adaptación de Cyrano de Bergerac en la que, para aumentar la sensación en el espectador del crecimiento espiritual del protagonista, agrandaría el decorado en las primeras escenas y, a medida que avanzase la película, lo iría devolviendo a su tamaño natural. Quizás Joe Wright leyó esto y quiso ir un paso más allá. Quizás pensó que era una buena idea. Quizás pensó. Pero por mucho que me esfuerce, no consigo imaginármelo golpeándose una noche en la rodilla y exclamando: “¡Eureka! ¡Cyrano tiene que ser un enano!”. Sería algo parecido a decir: “¡Ya sé qué necesita la Novena de Beethoven! ¡Timbales!”. Aún así me esfuerzo por pensarlo, porque si no tendría que llegar a la inevitable conclusión de que esta decisión no nace de una voluntad creativa, sino de una mucho menos interesante: la de la satisfacción social –íntimamente relacionada con la económica, por supuesto–.

La tercera blasfemia es que toda emoción ha sido amputada, el ingenio de Cyrano ya no supera al de un cuñado achispado y la complejidad psicológica del resto de personajes es prácticamente nula. Ver esta película es algo parecido a enfrentarse a la burocracia. Da igual el empeño que le pongas, al final vas a acabar apretando el puño, frustrado, y pensando por qué no saltar desde un séptimo piso. Pero al final no lo haces. Te tomas una tila, la escupes al darte cuenta de que es agua sucia, y te refugias en el libro original. Al principio pasas las páginas con nerviosismo, aunque a medida que lees te vas relajando. Los dedos ya no tiemblan de enfado, sino de emoción: “Cyrano desenvaina y la Parca hace el resto”. Sigues leyendo, buscando una escena que te reconforte. Una escena que aplaque tu sangre y te haga recordar quién es Cyrano: “VIZCONDE: ¡Espejo de arrogantes! Ese patán que, que, que… carece hasta de guantes, y que sale a la calle sin galones, ni lazos…” / CYRANO: Mis prendas son del alma, no las llevo en los brazos. No acostumbro a atildarme cual vulgar lechuguino, pero no por austero soy hombre menos fino. Así, jamás saldría, por pura negligencia, con una afrenta grave sin lavar, la conciencia legañosa o torcida, un escrúpulo ajado, una intención dudosa o el honor mancillado”.

Un ligero estremecimiento recorre tu carne. Respiras. No, no han conseguido destruirle. Cyrano sigue existiendo. Ni el dinero, ni la moda, ni la creciente brutalidad pueden hacer algo contra lo que una vez existió. Sonríes al imaginar que tú, como Cyrano, también perteneces a la más desamparada de todas las minorías: la del sentido común. Entonces levantas extasiado tu pluma y exclamas: “¡Necesito gigantes!”, mientras miras con el rabillo del ojo hacia un lado, confiando en que el vecino no esté viendo cómo alzas en calzoncillos tu mordisqueado bolígrafo BIC.

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