En la inmensidad superpoblada de un inespecífico centro comercial se oye el desgarrador grito de un niño: ¡Dame galletas!
Con ese característico in crescendo de la rabieta infantil, ya todas las miradas se volvían hacia la criatura, cuya madre enrojecía por momentos: ¡Dame galletaaaas!
Ante las rabietas infantiles mi consejo es no perder la sonrisa. Son cosas de niños. Cero enfados. Aunque a veces cuesta bastante controlarse.
No obstante, a veces los niños tienen razón. Ante la insistencia del niño, y una vez descartada la torta, por agresiva e ineficaz, hay que reflexionar sobre qué es en realidad una galleta.
En todas las provisiones de los barcos y en las raciones de supervivencia de los soldados de Afganistán hay galleta. La galleta funciona en estos casos como un sucedáneo del pan, con mucha mayor capacidad de conservación sin frío porque es un alimento deshidratado.
Su alto contenido en sal y en azúcar obliga a beber agua. Tienen bajo peso unitario y por tanto su aporte en grasas es pequeño. Además en su mayoría son aceites vegetales (girasol) que se añaden a la harina y al huevo para hacer una masa que se extiende y se hornea.
Las galletas generan bastante placa y un buen cepillado dental es aconsejable después de consumirlas.
Las alternativas a las galletas suelen ser bollería industrial, mucho más blanda y espumosa, cuyo peso unitario es mucho mayor y su contenido en grasas trans es mucho más alto. No digamos nada si contienen crema pastelera, aditivada con sabores artificiales y conservantes diversos. Por tanto la elección es bien sencilla si queremos prevenir la obesidad infantil.
Así pues, dale una galleta (en el sentido alimentario).