Vi a Theresa May ponerse a bailar de pronto en Nairobi, Kenia, ante la estupefacción de los presentes. La música de la orquesta que se veía y se oía en las imágenes impulsó sorpresivamente a la primera ministra británica a mover el esqueleto. No lo digo como una frase hecha. Yo no sé nada de Theresa May pero, hasta que logre saber algo de ella, permanece en mí la imagen de Trevor Howard en el papel del malvado capitán William Bligh de la Bounty intentado bailar la danza de los nativos tahitianos ante el jolgorio de éstos y de su tripulación.
Las imágenes son para reír un poco, pero May tiene aspecto de ponerse a bailar sólo para provocarte y luego hacerte pasar la noche subido al palo mayor. Yo veo a May y veo a Bligh con todo ese britanismo puro y poco sofisticado, la plebeyez matizada por la implacabilidad. Una austeridad seca y peligrosa y simple, antigua como la Bounty, en la que se raciona el agua para dársela a las plantas.
La ausencia de oído y de ritmo reafirman la sensación de insensibilidad. Una insensibilidad dotada para el mando en un castillo o en un galeón inglés del siglo XVIII. Esa risa suya en medio del baile. La risa artística en medio del desastre interpretativo. La risa sardónica de “me atrevo a bailar aun bailando así” es escalofriante. Invita a no reír, por si acaso. Yo el baile lo he visto en internet, pero aún así he mirado alrededor antes de esbozar cualquier mínimo gesto de chanza. Que se lo digan a aquel pobre guardiamarina.
Esa esquelética forma de bailar de Theresa May, más allá de aquella especie de recepción, y de gesto, colonial en Kenia, va construyendo una entidad nueva, como de salida dichosa de armario. De happy Brexit. Yo lo aprecié levemente tras verla iniciar la segunda vuelta en redondo, mientras movía los brazos como una gallina (era el baile de los pajaritos), completamente encorvada.
Los aplausos azorados del público sin duda la animaron al bis, que concedió con una magnanimidad de almirantazgo, la soltura que en su caso era un cada vez más notorio anquilosamiento. Fue el triunfo del anquilosamiento, de la rigidez, de las armaduras y de la dureza de oído convertida en éxito como en el karaoke de La boda de mi mejor amigo. Tanto debió de ser, que no encontró mejor manera de presentarse hace unos días en la Conferencia Anual del Partido Conservador que salir el escenario bailando, otra vez.
Si bien no fue tan intenso como en Nairobi (donde quizá sintiera la ebullición de la conquista, de la superioridad), sí se pudieron apreciar los movimientos esenciales de la coreografía teresiana como el estatismo de las extremidades, zarandeadas en bloque, que da la impresión de hacerlas chirriar. De ahí, quizá, el volumen elevado de Dancing Queen (y el gesto inseguro, vergonzoso, de la Premier), que no pudo acallar el griterío de sus conmilitantes quienes, a pesar de estar escondidos bajo las pancartas de “Opportunity”, también parecían una tripulación.