Después de una larga trayectoria como documentalistas, iniciada en 1974, y de adentrarse en la ficción con la realización de dos películas ignoradas por ellos mismos –Falsch (1986) y Je pensé à vous (1992)-, con el estreno de La promesa (La promesse, 1996) los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne parecieron levantar la mano, tímidamente, para convertirse en la voz de la conciencia de esta sociedad del bienestar construida bajo el amparo de una entelequia llamada Europa. Con su posterior Rosetta (1999) dieron un puñetazo encima de la mesa y todos abrimos los ojos estupefactos, y muchos parecieron escuchar por primera vez. El resultado fue la Palma de Oro en el Festival de Cannes de aquel año, además de un merecidísimo premio para la actriz debutante, Emile Dequenne –que compartió con Séverine Caneele, la protagonista de L’humanité (1999), de Bruno Dumont-. Sin embargo hubo más… La repercusión de la película obligó al gobierno belga a ponerse manos a la obra y modificar la legislación en relación al salario mínimo recibido por los trabajadores menores de edad.
Con los años, y a través de sus películas, los hermanos Dardenne han acabado convirtiéndose en unos cineastas superlativos y en la conciencia moral y social de nuestro continente. Y lo han hecho a través de un cine que no resulta ni doctrinario, ni solemne, ni convencional ni pretencioso. Deben abstenerse, por lo tanto, aquellos aficionados a lavar sus conciencias a través de películas que ponen de manifiesto discursos demagógicos y cuyos contenidos no son más que un cúmulo de anacronismos; aquellos que se acerquen a escuchar el sermón de siempre, llenos de buenas intenciones, y con la suficiente dosis de anestesia para que sus conciencias queden aliviadas e impolutas; los que no tienen reparos en ser testigos de sádicos ejercicios cinematográficos donde se promueve la conmiseración y la solidaridad respecto al dolor ajeno –y donde es mejor el que más sufre-. Para eso ya están otros, como Ken Loach, Fernando León de Aranoa, Alejandro González Iñárritu…
Su cine suele estar protagonizado por la misma tipología de personajes, casi siempre jóvenes, que se nos ofrecen como presencias en continuo movimiento, inquietas, como si huyeran o esquivaran unas circunstancias que les son adversas, de las cuales son responsables directa o indirectamente, y que los convierten en seres desprotegidos, desvalidos. Rosetta no está dispuesta a rendirse y sigue empecinada en conseguir un trabajo que les permita a ella y a su madre, una mujer que vive alcoholizada en una roulotte abandonada en un camping, salir adelante. La misma obstinación demuestra Ciryl, el protagonista de su última película, El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011), cuya determinación para volver con su padre, después de que este le haya dejado abandonado en un centro de menores y haya renunciado a su mantenimiento y educación para poder empezar una nueva vida, le ofrecerá una nueva y azarosa oportunidad a través de la figura de Samantha, una peluquera que decide hacerse cargo de él. Sin embargo, no todos presentan aspiraciones que podríamos considerar nobles, o cuanto menos justas. La homónima protagonista de El silencio de Lorna (Le silence de Lorna, 2008) no cejará en su empeño de obtener los papeles que le permitan obtener la residencia albanesa, aunque ello le suponga ser cómplice de un asesinato, el de su novio drogodependiente.
La vida no es un camino de rosas para los protagonistas de las películas de los hermanos Dardenne. Durante el trayecto, siempre se pierde algo. Rosetta acabará traicionando a un amigo para poder conseguir su ansiado empleo y Ciryl perderá su inocencia –y casi la vida- a causa de su participación en un crimen, antes de abrir definitivamente los ojos al mundo de los adultos, donde un padre no le quiere y mientras hay gente dispuesta a aprovecharse de él otros están dispuestos a abrirle los brazos y ofrecerle sentimientos cariño y perdón. Todos parecen aprender algo en el cine de los Dardenne, sin que estos aparenten ser doctrinarios, y aunque su cine sea profundamente moral y humano.
En la cinematografía de los Dardenne se pone de manifiesto el dolor, el sufrimiento y las contradicciones mediante personajes como Olivier, protagonista de El hijo (Le fils, 2001), un profesor de carpintería en un centro para jóvenes en periodo de rehabilitación social, que acabará enseñándole el oficio al chico que asesinó a su hijo; al final, obtendrá la gracia al aplacar su propia ira y con ello conseguir que el joven redima sus pecados. O como Bruno, protagonista de El niño (L’enfant, 2005), un irresponsable padre que vende a su bebé en adopción con la esperanza de que él y su novia puedan vivir de los beneficios y que después tratará de recuperarlo a riesgo de tener que enfrentarse a una peligrosa banda de mafiosos, gesto heroico y temerario que también le servirá para su propia expiación. Sin embargo nada resulta del todo liberador. Los títulos de crédito aparecen súbitamente, convirtiendo el momento en un anuncio, en un esbozo, que no apacigua del todo nuestra inquietud.
Es posible que con su última película, El niño de la bicicleta, los cineastas belgas nos hayan ofrecido una propuesta más luminosa en la que las imágenes, con su habitual nervio y fuerza, resulten menos ásperas y ofrezcan una breve tregua al espectador. Algunos acusarán al tándem de haberse relajado; tal vez los mismos que criticaron la anterior, El silencio de Lorna, donde también se les cuestionó por hacer supuestas concesiones al espectador al deslizar su historia por una trama propia del cine de género. Tanto una como otra me parecen propuestas muy válidas, en las que los Dardenne van haciendo ligeras variaciones pero sin perder jamás de vista el programa estético que hasta ahora les ha guiado: sus imágenes siguen impregnadas de un realismo que renuncia a cualquier artificio, que tan solo busca la autenticidad de los paisajes poco vistosos –su habitual Sereign- y la belleza en bruto de sus personajes; su estilo se basa en una cámara en mano –gentileza de su habitual operador, Alain Marcoen- siempre en movimiento, siempre supeditada a los movimientos de los actores principales a cuyas espaldas parece adherirse; unos actores que acostumbran a ser jóvenes e inexpertos, pero que en el caso de Jérémie Renier –quien era un niño en La promesa y ahora ya es un adulto en El niño de la bicicleta– han ido creciendo de la mano de sus mentores hasta el punto de darle cara y ojos, y cierto aire de familiaridad, al cine de la pareja de realizadores.
La caracterización de los personajes, el compromiso ético de su cine, las presencias constantes y siempre fieles de algunos actores y algunos rasgos estilísticos que definen y distinguen sus imágenes han hecho reconocible un cine como el de los Dardenne, que se ha convertido en objeto preciado del Festival de Cannes, donde obtuvieron con su última película el Gran Premio del Jurado. Sin embargo, más allá de todo aquello que haga reconocible su cine y de todo lo que este tenga de denuncia o crítica social, la clave de películas como Rosetta, El niño o El silencio de Lorna reside en dos conceptos: la dialéctica constante entre el azar y la determinación y la distancia física y moral que establecen respecto a sus personajes. La tensión, a veces asfixiante, que transmite el cine de los Dardenne, pero también la consternación que provocan sus incómodos debates internos, tienen ahí sus orígenes.
Como aplicados y aventajados alumnos del maestro francés Robert Bresson, un cineasta siempre preocupado por poner de manifiesto la continua confrontación entre la determinación del destino y la imprevisibilidad del azar, tal y como evidenciaban obras como El diablo probablemente (Le diable probablement, 1977) o El dinero (L’argent, 1983), los Dardenne han aprendido también a manejar esa dialéctica para construir historias donde la tensión entre uno y otro extremo dejan al espectador sumido en una constante incertidumbre. De alguna forma, ya sea por los indicios diseminados magistralmente a lo largo del relato ya sea por el fatum que parecen arrastrar los personajes desde el inicio de su existencia cinematográfica, todo parece conducirnos a un desenlace trágico. Sin embargo, por el contrario, la aparente improvisación que transmiten sus imágenes, ese recurso al corte directo de montaje, sin respetar el raccord, y la aparición de abruptas elipsis en el relato, causan una sensación de “obra abierta” en la que todo está por ocurrir. En esa encrucijada se sitúa un espectador en permanente tensión, a veces angustiado, a veces desconcertado, pero siempre arrastrado.
Así es como uno se siente frente al cine de los hermanos Dardenne y como entra en juego el otro elemento crucial de su cine: la distancia. Esa cámara móvil que caracteriza su cine y que se pega a la espalda de sus protagonistas es la que nos obliga a seguir a Oliver e inquietarnos por su obsesión por ese joven aprendiz recién llegado a su escuela de formación, es la que nos lleva tras los pasos de la obstinada e irreductible Rosetta y a caernos con ella hasta tres veces para volver a levantarnos antes de un intento liberador y fallido de suicidio. Pero también es la que nos obliga a mirar, a descubrir qué se oculta tras la trastienda de una Europa que saca a relucir su bandera unificada, la Europa del bienestar y del progreso. La cámara nos arrastra, sí, pero jamás con el afán que podría propiciar el elemento morboso, el gesto de recrearse en el dolor y la miseria de los demás, ni la supuesta acción comprometida por lanzar un lamento o una crítica por un determinado estado de las cosas. La distancia del cine de los hermanos Dardenne también reside ahí, en una postura moral que nos hace comprender los motivos que llevan a actuar a sus personajes sin que podamos juzgarlos desde una perspectiva confortable y segura. Por mucho que andemos pegados a su cogote por ahí sí que se nos escapan. Y por mucho que sus creadores les ofrezcan la posibilidad de la liberación o de la expiación, siempre nos quedan resto de sudor en las manos, un nudo en el estómago y la conciencia malherida.
Josep Carles Romaguera, nacido en Palma de Mallorca y licenciado en Filología Hispánica por la UIB, colabora como crítico cinematográfico en diversos medios locales. Sus últimas contribuciones a FronteraD han sido: Nicholas Ray, rey de reyes Desmontando a Woody y El cine convicto de Jafar Panahi.