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David contra Goliat, o la lucha por la tierra de los pueblos indígenas

 

«Cuando hayáis cortado el último árbol, contaminado el último río y pescado el último pez, os daréis cuenta de que el dinero no se puede comer «

 

 

Ya nos hemos sacado la mordaza de la boca y la venda de los ojos, y queremos ser actores principales de una vida mejor”. Me lo dijo Félix Díaz, líder de la comunidad indígena Qom de La Primavera. Son unos 4.000 miembros y viven en Formosa, al norte de Argentina. Llevan décadas, siglos de resistencia silenciosa, o más bien, silenciada.

El avance sojero es la última disculpa para expulsarles de sus tierras. Así funciona el capitalismo global: la demanda china impulsa al alza el precio de la soja, así que todo el Cono Sur se lanza a su cultivo. En Argentina, casi el 60% de la tierra cultivable ya ha sido invadida por ese nuevo ‘oro verde’ que se produce para exportar: cosas que pasan cuando la eficiencia sólo se calcula en dólares. La soja avanza de la mano del latifundio, las oligarquías locales –los terratenientes de toda la vida- y las multinacionales; los pequeños campesinos y las aldeas indígenas sobran. Resultan totalmente afuncionales al sistema. Marginales. Superfluos. No sirven. Así que son desalojados.

 

 

Como en aquella aldea gala de Goscini y Uderzo, muchas comunidades indígenas resisten al invasor con un tesón irreductible. En 2009, la comunidad de La Primavera se enfrentó a los empresarios sojeros, y ganaron la batalla. Por ahora. Pero viven muriendo. Cada tantas semanas, en la esquina de algún periódico se publica que un miembro de la comunidad ha muerto en circunstancias oscuras. Una situación idéntica a la que viven los guaraní-kaiowá en el estado brasileño de Mato Grosso, en la frontera con Paraguay. Esta vez, los cercan los ingenios azucareros.

La historia no alienta el optimismo, pero sí el sentido común. Félix sabe que la soja “no es un modelo de futuro”. Tampoco lo es la caña de azúcar, que avanza en Brasil sobre el delicadísimo ecosistema de El Cerrado para producir etanol con el que alimentar a los coches en un mundo con mil millones de hambrientos. Ni el petróleo, que sólo con esa mirada obstusa del beneficio a corto plazo puede ser más valioso que el aire limpio y el agua fresca.

 

Lo saben los indígenas de la etnia Huaraoni. Repsol opera desde 1993 en el Parque Nacional Yasuní, en la Amazonia ecuatoriana. La compañía, junto a BBVA y otros socios, invirtió con fuerza en la construcción de un oleoducto de 500 kilómetros de longitud, según leo en el informe Los nuevos conquistadores, de Greenpeace. El enorme oleoducto atraviesa la selva y zonas protegidas de la cordillera andina hasta llegar al Pacífico. Repsol tiene derechos de explotación sobre dos bloques que suponen unos 6,6 millones de barriles de crudo; uno de esos bloques está en la Reserva de Biosfera de Yasuní, donde ya se han producido derrames y vertidos en los ríos. El presidente Rafael Correa tuvo una idea singular: a través del proyecto Yasuní ITT, pidió en 2007 a la comunidad internacional que le ayudase a sufragar el ‘lucro cesante’ de la explotación de esos recursos, a fin de preservar la selva. De momento, no ha conseguido los resultados esperados; y el pueblo Huaraoni sigue enfrentándose al Goliat del progreso económico. Repsol, sin embargo, asegura que su proyecto es perfectamente sostenible y que la empresa no interfiere en el modo de vida de los indígenas. 

 

Yo quiero investigar la actividad de las multinacionales españolas en América Latina. En el foro de Goteo, un navegante se cuestionaba por qué las españolas, y no todas; pues porque por algún sitio hay que empezar. Y porque se trata de empresas que otrora fueron públicas y que siguen siendo apoyadas con firmeza por el Estado español; véase la expropiación de YPF en Argentina y, más recientemente, la de Iberdrola en Bolivia. Queremos escuchar todas las voces para saber si, como sostienen las empresas y algunos gobiernos, esas inversiones han llevado el progreso a algunas regiones, o si no ha sido así, o si ha sido a un precio muy alto para las mayorías o para minorías muy frágiles, como pueden ser las comunidades indígenas. 

 

 

“Nuestras tierras ancestrales nos sostienen como pueblo; sin ellas, vamos a ir desapareciendo”, cuenta Félix Díaz. La ley les da la razón: en Argentina como en muchos otros estados latinoamericanos, la legislación avala el derecho de los pueblos originarios a sus tierras ancestrales. Pero, en la práctica, la ley es papel mojado. Félix exige saldar una deuda histórica que el Estado argentino mantiene con su pueblo, como todos los demás estados de esta América Latina de venas todavía abiertas, donde, como dice Calle 13, una mirada es un discurso político sin saliva.

 

El pueblo Qom exige ser miembro de pleno derecho de la sociedad argentina, y sabe que tiene «conocimientos y valores» muy valiosos para ofrecer; esa cosmovisión indígena que protege la tierra, porque se siente parte de ella.  Para empezar, porque “la tierra no puede ser privada. ¿Cómo vamos a ser dueños de los animales, de los bosques?”, se pregunta Félix. 

Ya lo escribí alguna vez: algo anda mal, muy mal, cuando el sentido común más aplastante suena a utopía…

 

* Infórmate aquí de cómo colaborar con nuestro proyecto para investigar las multinacionales españolas en países como Colombia, Ecuador, Chile y Bolivia. 

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