El mar: esa pantalla gigante, ese mundo líquido. Quién soy yo comparado contigo. Te temo. O te temía, debo decir, porque hace mucho tiempo que no te enfrento como lo hacía de joven, en mis 20s, cuando me paraba frente a las peñas del Desembarcadero y me lanzaba hacia ti.
El océano de pulsaciones apagadas por ruidos que parecían provenir del centro de la Tierra me recibía, como diciéndome: Ok ¿y ahora qué vas a hacer? Era obvio que no lo sabía. Solo quería nadar. Entrar y salir. Miraba ese descampado de agua que se extendía más allá de las islas, los pelícanos y las gaviotas. Miraba las piedras enormes de la bahía y empezaba a nadar.
¿Cuál era el reto? Tal vez probarme que no era una construcción urbana, que no me desbarataba al sumergirme en el mar. Quizás sobrevivir: si acaso existió el peligro en las treinta y tantas (tal vez cuarenta) brazadas con las que me alejaba de la playa. Nadaba e iba midiendo el frío del agua, intentando predecir si mi cuerpo podría aguantar unos metros más en el Pacífico.
Ya escribía entonces. Más bien empezaba a tomar notas. Me había quedado unos días en la chacra, con una libreta, registrando los nombres de las plantas y de los pájaros que sobrevolaban los sembríos. Había intentado explicar la oscuridad en la que se hundía ese paisaje cuando desaparecía el sol.
Es posible que ya memorizara sensaciones: como la de estar a merced del océano. Como la de constatar mi insignificancia en ese paisaje salado.
Batallé contra las voces de mis parientes que me contaban que mi abuelo había cruzado la bahía a nado: desde el Pozo de las Viejas hasta el Pozo de los Hombres. Decían ellos que su compadre Belisario lo había seguido y terminó rebotando contra las espinas de los erizos, hincándose con ellos, sobreviviendo gracias a mi abuelo que lo sacó y lo cargó hasta la tierra.
Bien sabía yo que no era mi abuelo. Así que nunca fui muy lejos. Contaba con la dosis necesaria de cobardía para no intentar imitarlo.
Apenas sentía que «tal vez ya no», «ya estuvo bueno», me daba vuelta y nadaba hacia el Desembarcadero. Llegaba siempre con la energía suficiente para agarrarme de las lianas de los aracantos, medir a la distancia las piedras, calcular el espacio entre los erizos, dejarme empujar, poner los pies y trepar con la marea. Así volvía a la tierra.
Los años siguientes, ya en los Estados Unidos, nadar ha sido siempre un pasatiempo sin riesgo: un deporte, una debilidad por lo anfibio.
Alguna vez encontré una piscina temperada en el borde del condado de Westchester. El agua era dulce y mi cuerpo se sumergió expectante. Empecé a nadar todas las mañanas.
Pasaron pocas cosas. El ejercicio tuvo algún efecto en ese cuerpo que ya había cumplido los cuarenta años. Mi piel se acostumbró al calor del agua, al cloro, a esa réplica barata de las mañanas en Silaca.
Nunca fue lo mismo. Jamás volví a sentir la euforia de mi cuerpo metiéndose al mar abierto.
Encuentro en esa imagen cierto parecido con mi vida: alejándome por una ruta indefinida, sin límites visibles, dirigiéndome hacia la música lejana de mis años futuros.