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Mientras tantoDe Alí a Bolt

De Alí a Bolt


 

Usain Bolt se mueve de un lado a otro. Pasa sus dedes por la frente, los besa, y señala a la cámara. Mira hacia arriba. Sabe que todos están pendientes de él. Justin Gatlin camina deprisa, como si no supiera qué hacer. Y realiza un saludo militar. Viste los colores de Estados Unidos. Asafa Powell le pone ojitos a la cámara. Está más acostumbrado a perder que a ganar. Uno piensa en Floyd Patterson, el boxeador que amaba al prójimo en ese precisamente instante en el que era noqueado. Yohan Blake enseña las garras. Qué crónica, pienso.

 

 

El deporte está para que lo cuenten los cronistas. Cien metros por delante. Apenas diez segundos y toda una historia que contar. Bolt es el personaje más carismático del atletismo en años: plusmarquista mundial, narcisista. Uno de esos «deportistas demasiado conscientes de sí mismos», escribiría David Gistau. No ha sonado la pistola y ya estoy pensando en la crónica que leeré poco después, porque el cierre del periódico aprieta.

 

Hay quien dice que los mejores recursos literarios en prensa están en las páginas de deportes. Yo diría que están en la crónica de guerra, pero me parece que los buenos periodistas deportivos saben quitarse el corsé del género noticia y son capaces trascender la inevitable caducidad del texto periodístico. «Camino de la leyenda, Usain Bolt hizo una breve pausa en Londres», escribía Carlos Arribas tras la victoria del jamaicano en los 100 metros lisos. «No se puede coger un relámpago con las manos», rubricaba Jesús Gómez Peña.

 

Las suyas han sido las mejores crónicas que he leído de un deportista fascinante como lo es Bolt. Fascinante porque el deporte necesita héroes, y el velocista lo es. Y fascinante por su carisma. Gana el oro en la prueba reina de los Juegos Olímpicos y todavía le queda tiempo para decir que de poco sirve, que aún no es leyenda. Después no tendrá ningún reparo en ponerse a la altura de Michael Jordan y Mohamed Alí.

 

 

De Jordan recuerdo su papel en ‘Space Jam’, sé que se dedicaba a coleccionar anillos y que ahora fuma puros. Sin embargo, cada vez que veo a Alí me pongo en pie. Hoy vemos a un hombre con dificultades para caminar por el Parkinson. Nadie podría imaginar que fue el deportista más irreverente de siempre, capaz de plantar cara al imperio americano. Sé que Alí fue antes Cassius Clay porque periodistas como David Remnick, Gay Talese o Norman Mailer hicieron de su vida una epopeya.

 

“Ali on the floor! Great Ali on the floor”. A Alí Joe Frazier le hizo besar la lona en 1971 y Mailer escribía esta frase inmortal en las páginas de Life.

 

 

 

 

«Cuando quedaban cuarenta y ocho segundos de asalto, Liston se encontró cubriéndose, completamente atónito -escribe con maestría Remnick sobre el combate entre Alí y Sonny Liston en 1964- no tanto por los golpe en sí, como por el hecho de que Clay estuviera pegando más que él. Muy al final de asalto, Clay alcanzó a Liston con ocho jaba consecutivos, y cuando Liston logró salir de la posición encogida y levantó la cabeza en busca de algo que golpear, Clay ya no estaba ahí».

 

Si admiro a Alí es porque hay periodistas (Remnick) que me contaron así su ascenso al trono mundial:

 

Clay captaba el insistente murmullo de los periodistas (…) “Nunca olvidaré las caras que pusieron, mirándome desde abajo, como si no pudieran creérselo”, le contó más tarde a Haley en su entrevista para Playboy. “Dio la casualidad de que tenía la mirada puesta en Liston cuando sonó el zumbido de previos, y no podía creérmelo cuando lo vi escupir el protector. No podía creérmelo, pero ahí estaba. Y, de pronto, algo me dijo que no iba a salir. Di un brinco y me aparté de la banqueta como si hubiera estado al rojo vivo. Es curioso, pero ni siquiera pensaba ya en Liston. En lo único que pensaba era en la prensa y en su hipocresía. La cantidad de cosas que habían escrito todos esos, los de ahí abajo, explicando el modo en que un par de puños enormes acabaría conmigo”.


Ahora Clay estaba en pie, con ambas manos en la cabeza. Supo inmediatamente lo que significaba la seña de Reddish.


—¡Soy el rey! –gritó–. ¡Soy el rey! ¡El rey del mundo! ¡Ahora os tragáis vuestras palabras! ¡Ahora os tragáis vuestras palabras!

 

32 años después, Talese acompañó al boxeador en un viaje a La Habana, cuando a Alí, que volaba como una mariposa y picaba como una abeja, escribir su nombre le llevaba treinta segundos. «Sabe que Alí se está divirtiendo (…). Pero la mente detrás de la máscara del Parkinson funciona normalmente; y, cosa típica en él, se entrega a lo que hace: escribir su nombre completo en las tarjetas o trozos de papel que le pasan sus admiradores. ‘Mohamed Alí’. No se conforma con el eficiente ‘Alí’ ni con las simples iniciales. Nunca fue cicatero con el público».

 

 

Bolt siente que la pista de atletismo es para divertirse. Es capaz de crear un ambiente electrizante, como escribió Carlos Arribas. Porque «Bolt es un fenómeno. El hombre más rápido del mundo. Y ni siquiera corre. Vuela. Pasa siete de esos nueve segundos en el aire. A cuatro zanzadas de 2,7 metros por segundo. A 44 kilómetros por hora». Palabra de Jesús Gómez Peña. “Psphhhhhh”, sonó en el estadio. Silencio. Flashes». 9,63 segundos después empieza -prosigue- su espectáculo: «Saludos, muecas. Chico jamaicano despreocupado y protagonista de una fantástica historia deportiva».

 

«Aún no soy una leyenda», concede. Para eso tiene que ganar en los 200 metros. Que lo cuente Gómez Peña: «Calza un 47. Y en Londres ha pisado otra Luna: nadie había ganado en dos Juegos la prueba de 200 metros. Al entrar mandó callar a Blake, su segundo, y al estadio. Tenía que hablar con la historia de este deporte. Su huella es la más profunda. Un paso más en la leyenda de Usain Bolt y otro salto para el atletismo».

 

O Arribas: «Y una vez más, Bolt cambió las leyes, las convirtió en propias, jugó con el tiempo y con el espacio, con todo lo conocido (…) Fue Bolt, increíble, el que abrió hueco, el que en los últimos 10 metros, lo menos nítido de la noche, miró a su derecha relajando, quizás, su zancada. Vio la impotencia en la cara de Blake, en su zancada, que ya empezaba a agarrotarse por la subida del ácido láctico brutal, y sonrió. Se llevó entonces un dedo a los labios, como los futbolistas chulos que después de marcar un gol quieren hacer callar a un estadio hostil, y así, insólitamente, cruzó la meta. Esa fue la foto con la que entrará, definitivamente, en la leyenda que tanto ansiaba».

 

«I am a legend now –dice–. Soy leyenda». También en español.

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