Cada verano desde que cumplí los dieciocho siempre he encontrado algo más apetecible que sacarme el carnet de conducir. Cuando las circunstancias me obligan a confesar, las personas a mí alrededor tuercen el gesto y se miran entre ellas con escepticismo. A continuación comienza el interrogatorio. Mientras contesto abrumado a sus preguntas algunas no pueden evitar la soberbia y otras terminan observando mi rostro con cierta benevolencia. Como si acabara de reconocer que me da miedo tirarme de cabeza, que jamás coleccioné el álbum de cromos de la liga o que siempre fui con Federer en sus maratonianos partidos contra Nadal.
No negaré que en determinadas situaciones me he arrepentido de no poder conducir. Fueron diez los meses que pasé en un pueblo algo remoto del Medio Oeste americano y fueron muchos los ratos en que me sentí menos independiente que un niño de diez años en una gran ciudad.
También me hubiera gustado recogerla en la estación cuando ella me visitó este verano en mi ciudad natal. En el camino de la estación a mi casa, mientras veía pasar mi infancia por la ventanilla, podría haber sonado nuestra canción. Pero no. El caso es que acabamos cogiendo un taxi y en vez de la canción tuvimos que lidiar con el humor de un taxista que parecía no haber dormido demasiado la noche anterior. Como sucede siempre, el recorrido por la ciudad fue un recorrido por nosotros.
Pero lo que más fastidia tiene que ver con las canciones. O mejor dicho, con no poder experimentar la sensación de esos viajeros solitarios, de esas personas que se adentran en la carretera sin más compañía que la de unos cuantos discos destartalados en la guantera y el ruido del motor. A veces es de noche y solamente de vez en cuando las luces de neón de los lupanares de carretera alumbran el camino. Entonces al conductor sólo le queda sincerarse con las canciones. Esas cancione que te vuelven a salvar del abismo. Una y otra vez. O al menos algo así me imagino, quizás influido por los testimonios de algunos amigos melómanos. Pero nunca lo he vivido en primera persona.
Recuerdo que una vez estuve muy cerca. Era el último fin de semana de noviembre, un par de días después del Día de Acción de Gracias, y había viajado de Minneapolis a Chicago en autobús para visitar a un amigo. Aquella tarde fuimos al estreno de Nebraska, la conmovedora película de Alexander Payne. Después nos acercamos al Lincoln Hall para el concierto de Ha Ha Tonka, una banda de americana de Missouri con un puñado de buenas canciones. “Ojalá me acompañen algún día en la carretera” pensé pasadas tres o cuatro canciones. Al acabar el concierto mi amigo Will condujo de vuelta a Highwood, un barrio residencial al norte de Chicago. El viaje de vuelta a casa nos llevó más de lo esperado y pudimos escuchar Yankee Hotel Foxtrot casi entero. Cuando sonaba Radio Cure le reconocí a Will que siempre me había imaginado escuchando ese disco mientras conducía. A poder ser pasada la medianoche. A poder ser en Chicago. Y cantar aquello de:
My mind is filled with silvery stars
Honey, kisses, clouds of fog
No esperaba que mi suerte fuera a cambiar cuando me trasladé por unos meses a Copenhague. Porque este pasado verano tampoco comparecí en la autoescuela. Había visitado la ciudad hacía un par de años, así que era más o menos consciente de la cantidad de bicicletas que la invadían en todo momento. No tardé en dar con una bicicleta muy barata –relativamente, claro, dentro de los estándares daneses– en una pequeña tienda cerca de mi apartamento, en el barrio de Norrebro. La bicicleta, más allá de darte mucha libertad para moverte en el día a día, te hace sentirte algo más integrado en la ciudad y con un poco de suerte dejas de parecer otro turista más. Además, el poder mirar a un Ferrari de tú a tú cuando el semáforo está en rojo tiene algo de democrático, o mejor, como dirían los seguidores de Errejón, te empodera.
Pasados unos días pedaleando la ciudad había algo que no dejaba de llamarme la atención: muchos ciclistas escuchaban música en sus auriculares y nadie parecía extrañarse. En aquel momento ni se me pasó por la cabeza que algún día yo podría cometer tal imprudencia.
Hace un par de semanas lo probé camino de la universidad y la experiencia resultó adictiva. De cuando en cuando, cuando no me ve nadie y conozco bien el recorrido recurro a la música. Hace un par de noches llovía, como casi siempre, y volví en bicicleta del concierto de Kevin Morby. Como aquella noche de invierno en Chicago sonó Radio Cure. Esta vez no había nieve pero sobre el canal llovían canciones de otoño.
Aquí van algunas recetas eclécticas para transitar hacia el otoño. En coche, en bicicleta o caminando, pero que no paren de sonar las canciones. Canciones infalibles.