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De Brézhnev a Putin, 1977-1997. Crónica del final de la Unión Soviética y el origen de la nueva Rusia

Prólogo

El autor de este libro lo es a su vez de una trilogía[1] en la que narra su peripecia personal de relación con los soviéticos, la de la empresa en la que inició su actividad laboral y dejó catorce años después, y los casos de tres personajes con los que compartió vivencias y experiencias profesionales. La empresa en la que desarrolló las dos terceras partes de su actividad profesional en relación con los soviéticos fue Sovhispán. Era esta una empresa española, con el cincuenta por ciento de su capital soviético, que había sido creada en 1971, en tiempos de Franco, para el servicio de la flota de la URSS[2] en las Islas Canarias. Con el tiempo, la empresa serviría de modelo para otras empresas mixtas en diferentes países y alcanzaría un alto grado de diversificación e internacionalización. Se convertiría así en una pieza clave del formidable engranaje que propició el despliegue de la flota soviética de pesca por los mares de todo el mundo. Sovhispán permitía además un singular contacto con la realidad soviética a los españoles que trabajaban en ella, en especial en la excepcional oficina de representación que abrió en Moscú en 1975. Aunque la convivencia con esa realidad estaba por supuesto vigilada y restringida, era muy superior a la que se podían permitir la mayoría de los extranjeros residentes en la Unión Soviética.

A lo largo de los tres libros de la trilogía hay un esfuerzo permanente por situar esas experiencias personales y profesionales en el contexto político y social en el que se desarrollaron, visto a través de los aspectos que el autor consideraba más relevantes en esos momentos. El análisis y descripción de ese contexto a lo largo de veinte años se apoya en notas personales y en publicaciones y medios de comunicación de la época. Subyace así a lo largo de la narración una crónica que abarca el final de la etapa de Brézhnev[3], los interregnos de Andrópov[4] y Chernenko[5], la perestroika y el conjunto del mandato de Gorbachov[6], la desaparición de la Unión Soviética, la emersión de la nueva Rusia de Yeltsin[7] y la llegada de Putin[8] al Kremlin. Respecto a este último periodo, en marzo de 1997 el autor decidió finalizar su relación profesional con empresas rusas y por lo tanto su contacto cotidiano con la realidad de ese país.

Es esa crónica política, social y económica de veinte años, despojada de sus aspectos más personales y profesionales, pero sin renunciar a la perspectiva de la experiencia del autor, la que conforma este libro.

La primera consideración al abordarlo es la consciencia de la dificultad de tratar asuntos e historias relacionados con los soviéticos, y en general los rusos, por su desmesurada tendencia al secretismo.

En el caso de la Unión Soviética, e incluso en el de la Rusia anterior a la Revolución de Octubre, si se atiende a los escritos de los pocos pero cualificados viajeros que dejaron testimonio de sus expediciones, se tendía a practicar un secretismo frente a los extranjeros que hacía aparecer la realidad del país como algo impenetrable. Las motivaciones podrían estar en el aislamiento secular de la inmensa mayoría de la población rusa, con excepción de sus élites, un cierto complejo de inferioridad de los rusos frente a los nacionales de determinados países occidentales y, quizá lo más importante, el miedo por las fatales consecuencias que se podían derivar del contacto con extranjeros en algunos periodos de su historia.

A nivel personal, los soviéticos nunca hacían referencia a cuestiones políticas o ideológicas en su trato con los extranjeros, lo que no era extraño, dada la reserva en la que mantenían frente a ellos su práctica política, y mucho más sus conflictos y luchas por el poder. Con seguridad, todos los funcionarios que se relacionaban profesionalmente con los extranjeros, y los empleados de sus oficinas que pudiesen optar a esa condición, eran miembros del PCUS[9]. Sin embargo, nunca aludían a su militancia, con excepción de algún comentario de pasada sobre aspectos festivos de la misma, como la celebración de algún subbótnik[10] o la asistencia, dentro del grupo de los compañeros de trabajo, a alguna manifestación oficial. Para ilustrar mejor este aspecto del secretismo soviético sirva el ejemplo de un funcionario de Sovrybflot[11], la organización titular del 50 por ciento del capital soviético de Sovhispán, en cuya oficina en Moscú trabajó durante dos años. Allí coincidió con el autor de este libro, del que era un subordinado, mantuvieron un contacto diario y en alguna ocasión viajaron juntos. Posteriormente fue el director soviético de Sovhispán en Las Palmas durante varios años más, en los que siguió siendo un subordinado del autor. Pues bien, solo pasado el tiempo, y por casualidad, el autor se enteró de que durante toda su etapa moscovita, incluida su larga estancia en la oficina de Sovhispán, había sido el responsable de la organización del Partido Comunista en Sovrybflot.

La anterior anécdota, además de una muestra del secretismo mencionado, puede ser útil también para ilustrar la enorme complejidad de las organizaciones soviéticas y la dificultad para orientarse respecto a lo que sucedía en ellas. Si bien aparecían como entidades muy jerarquizadas y, por lo tanto, con unas relaciones de poder claras, eso era respecto a la estructura formal para el desarrollo de su cometido. Sin embargo, esa estructura funcionaba en paralelo a otra que comprendía a los mismos individuos y era, ni más ni menos, la correspondiente a la organización interna del Partido Comunista. Pero eso no era todo. Como mínimo, habría que superponer otra estructura de adscripción obligatoria: la de los sindicatos, que funcionaban más como elemento de control que de defensa de los intereses de los funcionarios y los trabajadores y tenían un poder muy relevante como administradores de sustanciales prebendas. Habría que añadir además a los órganos de seguridad, como el KGB[12], cuya presencia era segura en organizaciones como las que aquí se mencionan, aunque secreta, o los órganos de inspección permanente u ocasional, como los comités del Control Popular…[13]

El hecho era que la sociedad rusa o soviética aparecía frente a los observadores extranjeros como algo de casi imposible comprensión. La consecuencia era la sobrevaloración de cualquier dato o información aislada que se pudiese captar, lo que a su vez llevaba a la inevitable simplificación de la realidad.

Cuando el autor llegó a Moscú en diciembre de 1977, significados miembros de la colonia extranjera allí estaban abonadas a la tesis de que en la etapa final de Brézhnev se estaba produciendo una lucha sin cuartel por el poder entre el Comité Central del Partido Comunista y el KGB. Al principio escuchó los argumentos en favor de la tesis con mucho interés, aunque los entendía con dificultad, porque carecía por entonces de información y práctica en aquellas elucubraciones. Sus numerosos y crecientes partidarios creyeron verla definitivamente confirmada por el ascenso al poder de Andrópov desde la dirección del KGB, aunque el análisis perdió fuelle con la sucesión de este por Chernenko, y más todavía con la del mismo por Gorbachov, en prueba, al menos, de que la cuestión era más compleja.

Las luchas por el poder en la URSS eran una constante. Están más que documentadas las que se produjeron entre las diferentes tendencias que convivían en el Comité Central del PCUS, así como las rivalidades y conflictos entre los diferentes órganos de inteligencia y seguridad del Estado, como el KGB y el GRU[14]. Pero una cosa eran las luchas por el poder, o parcelas del mismo, entre diferentes grupos o facciones, y otra el enfrentamiento permanente y en bloque de los dos organismos esenciales del sistema soviético, casi inconcebible en la práctica. Aunque parezca una consideración demasiado simple, es posible que crease confusión la presencia sistemática en las purgas de las dos organizaciones en aparente confrontación. Por una parte, el KGB reprimiendo; para eso estaba y era una de sus funciones básicas. Y por otra, la de los funcionarios represaliados, miembros del PCUS, como no podía ser de otra manera, y con contactos más o menos significativos, dependiendo de su nivel, en el Comité Central.

Otra cuestión es que con el tiempo los órganos de inteligencia y seguridad hayan prevalecido sobre cualquier otra instancia de poder soviético, incluida la del Partido Comunista, que sencillamente fue eliminada. La estructura del antiguo PCUS, que abarcaba y vertebraba el conjunto de la sociedad, era consustancial al sistema soviético y al imperio que sustentaba. Su debilitamiento y posterior eliminación conllevó por lo tanto el colapso de ambos: sistema e imperio. Mientras tanto, quienes se hicieron con el poder, antiguos dirigentes del Partido Comunista todos ellos, tuvieron buen cuidado en preservar las estructuras de los órganos de seguridad, por más que los reformasen en apariencia y les cambiasen el nombre. Desde el primer momento trataron de consolidarse con el apoyo más amplio posible de esas fuerzas de seguridad, que a su vez actuaban en connivencia con los grupos de delincuencia organizada que habían surgido por todas partes. Es evidente que a lo largo de la década de los noventa los órganos de seguridad no actuaron como un solo bloque; por el contrario, sus diferentes facciones apoyaron a las instancias políticas que consideraron que más convenían a sus propios intereses en cada momento, y se disputaron con saña las redes de poder y el botín que la desaparición del resto del aparato soviético había dejado. Solo al final de la década se pudo constatar que una parte de los antiguos órganos de seguridad había conseguido establecer su dominio sobre el conjunto de las organizaciones. Su control paulatino del conjunto del poder político y económico incrementaría ese liderazgo hasta configurar una nueva estructura estatal de acuerdo con sus premisas e intereses.

No era la primera vez en la historia de Rusia que estructuras del antiguo sistema de gobierno acababan prevaleciendo en el nuevo, a pesar de haberse producido en teoría un cambio radical. Como se sabe, en el momento de la revolución de octubre de 1917, el partido bolchevique contaba con decenas de miles de militantes. Apenas seis meses después eran cientos de miles los miembros del partido que ocupaban la totalidad de los puestos del aparato del nuevo Estado. ¿De dónde se supone que habían salido todos esos funcionarios? Es más, el Estado que surgió de la revolución rusa tuvo desde el primer momento unas características particulares, que se alejaban de las previsiones de la ortodoxia del marxismo, la doctrina que lo había inspirado. Aparte de las novedades que fuese necesario introducir por las enormes dificultades a las que se enfrentó el nuevo Estado, también se apreciaba en él la pervivencia de instituciones ancestrales y tenía evidentes similitudes con las formas de gobierno del antiguo régimen zarista.

 

Respecto al colapso del sistema soviético se puede afirmar que no se produjo como consecuencia del enfrentamiento entre dos bandos opuestos, ni tan siquiera entre los partidarios del sistema y de su liquidación. Fue un proceso muy complejo, cuyo comienzo específico pudo ser la constatación casi generalizada de que así no se podía seguir, o no se podía vivir, como a menudo se decía. Esta idea acabó siendo asumida por el máximo dirigente del país sin tener una alternativa que ofrecer. También fue determinante que los diferentes colectivos que estaban en condiciones de alcanzar el poder, o al menos parcelas del mismo, llegasen a la convicción de que tenían más que ganar, personal y grupalmente, repartiéndose los despojos del sistema que manteniéndolo. Y no fue, además, un proceso lineal, como demuestran las diferentes alternativas que se fueron sucediendo y los constantes cambios de alianzas y posiciones de los actores en lucha. Si hubiese habido un enfrentamiento inicial entre dos facciones radicalmente distintas, estando una de ellas destinada a prevalecer sobre la otra y eliminarla, no se podría entender el statu quo alcanzado a principios de este siglo. A fin de cuentas, han sido representantes notorios del antiguo sistema soviético los que han establecido un férreo dominio político, social y económico, practicando una suerte de capitalismo a la rusa cuyas normas parecen depender solo de sus necesidades y deseos. Para completar el cóctel, en lugar de practicar el marxismo-leninismo de antaño, se han hecho ultranacionalistas y devotos de la iglesia ortodoxa rusa.

 

Otra dificultad para abordar en concreto la crónica del periodo de tiempo que precedió a la desaparición de la Unión Soviética es la idea que se ha instalado de forma casi generalizada en publicaciones y medios de comunicación de que la misma era previsible e inevitable desde mucho tiempo atrás. Muchos consideran incluso que su atraso económico y tecnológico respecto a los países occidentales la situaron siempre en un papel subordinado respecto a la gran potencia de la época que eran los Estados Unidos. En realidad, la Unión Soviética fue una potencia de primer orden, que no solo le disputó durante décadas a Occidente la hegemonía en el mundo, sino que pretendió instaurar a escala universal un nuevo modelo económico y social: el comunismo. En algunos momentos del pasado siglo parecía que, a medio o largo plazo, nada podría impedir el triunfo de la Revolución en el conjunto del planeta.

Aunque a principios de la década de los ochenta eran evidentes los graves problemas que enfrentaba el sistema soviético, no era posible presagiar los acontecimientos que se desatarían durante su segunda mitad. El autor nunca sospechó, hasta casi el último momento, que se podría producir la desaparición de la Unión Soviética y el hundimiento del estado que sustentaba ese Imperio. Estuvo claro además que la sorpresa por esos sucesos fue general, incluida la de los líderes de los países occidentales.

Si nos situamos en un año tan tardío y significado como 1990, la vorágine de cambios desatada en la Unión Soviética y los países de su entorno había alcanzado proporciones inimaginables pocos años antes y mostraba indicios de que algunos de sus efectos estaban fuera de control. Sin embargo, no era en absoluto previsible el colapso del poder soviético, que en esencia permanecía intacto y solo parecía estar tratando de buscar la mejor alternativa posible para su renovación y supervivencia.

En junio de 1989, el otro gigante del socialismo real en el mundo, la República Popular China, había tomado la decisión de seguir su propio camino, como les pedía Gorbachov a los países europeos aliados de la Unión Soviética, pero en sentido contrario. La andadura china en solitario se consolidó con el asesinato de miles de estudiantes en la plaza de Tianamen y la erradicación total del movimiento que reclamaba reformas democráticas. Alentados por las ideas que Gorbachov parecía promover en la Unión Soviética y otros países aliados, cientos de miles de estudiantes habían tomado en parte el control de las calles de Pekín y se manifestaban desde hacía semanas en la plaza central de la ciudad. La visita de Gorbachov a mediados del mes de mayo, que motivó la presencia en la capital china de una gran cantidad de periodistas occidentales, alentó la protesta y le dio una visibilidad internacional hasta entonces inédita que los estudiantes supieron aprovechar. Unos días después de la visita, las autoridades chinas decretaron la ley marcial, sin que las manifestaciones y las protestas remitiesen. Finalmente, el 4 de junio, dos divisiones de carros de combate del ejército popular chino restablecieron el orden y el poder gubernamental, con un terrible coste de vidas humanas y el inicio de una brutal represión de todo tipo de movimientos de protesta.

En noviembre del mismo año caería el muro de Berlín y, apenas un mes más tarde, a principios de diciembre, Gorbachov y Bush, reunidos en Malta, proclamaron el final de la Guerra Fría. Unas semanas después fue detenido Nicolae Ceaucescu, el que hasta entonces había sido el líder incontestado de Rumanía y el último representante del viejo orden europeo en el conjunto de los países de la órbita soviética tras la Segunda Guerra Mundial. El día de Navidad, el mundo pudo contemplar atónito por televisión escenas del estrafalario proceso al que fue sometido con su esposa Elena y, poco después, las tremendas imágenes de los dos cuerpos inertes tras la ejecución que siguió al juicio sumarísimo.

También en el interior de la Unión Soviética, a finales de la década de los 80, habían hecho acto de presencia todos los fantasmas que acechaban el futuro del país y del sistema. Por doquier se habían producido estallidos nacionalistas, con conflictos armados y desplazamiento de poblaciones por razones étnicas incluidos. Las dificultades crónicas para el abastecimiento de alimentos a la población habían alcanzado niveles insoportables y se había tenido que recurrir a la ayuda humanitaria internacional. Huelgas salvajes, que afectaban a sectores claves de la economía estatal, se planteaban a veces con carácter insurreccional. Se habían puesto además en cuestión aspectos esenciales del sistema, como el monopolio político del PCUS y su propia estructura y funcionamiento internos.

 

Un año después de su llegada al poder en marzo de 1985, Gorbachov había proclamado su voluntad de hacer reformas en el XXVII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, que comenzó sus sesiones en febrero de 1986. Parecía iniciarse una política de cambios, más formales que reales y de poco alcance y contenido.

Después de más de dos años de vacilaciones, entre junio y julio de 1988 se produjo un giro radical en la XIX Conferencia del PCUS. Entre otras reformas, se definió un nuevo tipo de liderazgo del país, con la previsión de que el secretario general del PCUS asumiese además la Jefatura del Estado, a la que se dotó de amplios poderes; se aprobó también la creación del Congreso de los Diputados del Pueblo de la Unión Soviética, para el que se convocarían las correspondientes elecciones. Este nuevo órgano sería el encargado de elegir al Sóviet Supremo, que se mantendría como el órgano legislativo permanente, y de llevar a cabo las reformas más importantes, incluidas las modificaciones necesarias de la Constitución soviética. Las elecciones para el Congreso de los Diputados tuvieron lugar en marzo de 1989. En lugar de concurrir candidatos únicos del PCUS, como se hacía hasta entonces, pudieron presentarse también candidatos independientes de diferentes tendencias. La verdad es que a partir de la Conferencia del PCUS de 1988, y en especial del momento en el que el Congreso de los Diputados inició sus sesiones en 1989, ya nada volvería a ser como antes.

Gorbachov, que en marzo de 1990 sería elegido presidente de la URSS, parecía dispuesto a probar la resistencia de las costuras del sistema hasta el límite, pero no era posible presagiar su estallido. Al contrario, predominaba el escepticismo sobre el alcance final de los cambios que se estaban llevando a cabo, y se esperaban la conclusión del supuesto plan que los había propiciado y la recuperación próxima de un nuevo orden.

Aunque para entonces ya se hubiesen cuestionado el monopolio político del PCUS, y su propia estructura y funcionamiento internos, en esencia permanecía intacto, por lo que, al menos en teoría, era todavía posible revertir la situación. Se podría considerar incluso como una prueba del poder que conservaba el Partido Comunista, y su influencia determinante en todas las estructuras sociales y económicas, la forma en la que se estaba llevando a cabo la rehabilitación de las víctimas de la represión política aprobada en la última etapa de Gorbachov. En todas las organizaciones del PCUS se habían creado comisiones con esta finalidad. El monstruoso mecanismo que durante varias generaciones había sido esencial para el control y la represión de la población soviética se dispuso entonces, con la misma eficiencia, a reparar las injusticias cometidas con las víctimas inocentes de las últimas décadas. Eran los mismos, qué más da que fuesen solo sus herederos, que en los años treinta del pasado siglo se habían dedicado a imponer terribles castigos según las cuotas asignadas a cada una de las organizaciones, como si del cumplimiento de un siniestro plan de producción se tratase. La maquinaria se había mantenido a lo largo del tiempo perfectamente engrasada, eliminando o apartando a cuantos resultasen molestos al poder, por sus actitudes, peligros potenciales o simplemente para intimidar al resto de la población. Las mismas personas, desde las mismas instancias y con parecidos procedimientos, se aprestaron diligentes a finales de los años ochenta a restaurar la inocencia y la posición de aquellos a los que habían castigado injustamente a sabiendas, y todavía podían recibir esa reparación. En ambos casos, lo que motivó la actuación del conjunto de los funcionarios del Partido tuvo el mismo origen: así lo había ordenado quien tenía poder para ello. Como si del mismo Dios se tratase, en la cúspide de la organización se situaba un poder absoluto, capaz de decidir a voluntad sobre la vida y las circunstancias de las personas, en un sentido o en otro. No hay palabras para describir el grado de perversión que alcanzaron las maquinarias de represión y control de la población en las que se convirtieron los partidos comunistas en los países en los que alcanzaron el poder.

A finales de los años ochenta del pasado siglo, el PCUS también había sufrido un severo correctivo electoral en las ocasiones y en la medida en que había entrado en confrontación con otras opciones políticas. Mientras, el Estado que el Partido sustentaba comenzaba a hacer agua por todas partes, acosado por los estallidos nacionalistas y por el cuestionamiento generalizado de todas sus instituciones.

No es fácil entender, desde el punto de vista occidental sobre la naturaleza de los partidos políticos, lo que el PCUS representaba en la vida soviética. Dominaba todas y cada una de las instituciones del Estado y era también una instancia de poder indiscutible en las organizaciones sociales y unidades de producción y distribución económicas. Por lo tanto, el Partido no solo era indisociable del Estado, sino también del conjunto del sistema económico y social de la Unión Soviética. La fuente de ese poder absoluto no era otra que la voluntad de su cúpula dirigente. Por eso, y a pesar de todo, a finales de los años ochenta del pasado siglo era inimaginable el colapso del Partido o del Estado, porque la única alternativa era el caos. A ello se añadía el escepticismo acerca de las posibilidades de reforma del sistema, alimentada en parte por los muchos anuncios de cambio, en algunos casos reiterados sobre la misma materia, que una vez producidos formalmente apenas tenían incidencia en la práctica.

Era además inimaginable que no se estuviese actuando de acuerdo con un plan preestablecido mucho tiempo atrás. La prudencia demostrada en el pasado por los dirigentes soviéticos, hacía que hasta la propia sucesión de líderes achacosos y sus respectivos funerales de principios de los años ochenta, pareciesen una etapa previa necesaria para ganar tiempo en la consolidación de quien lideraría las reformas. Los primeros pasos tímidos y titubeantes de la perestroika, que seguramente se consideraban en ese momento suficientes, habrían constituido el inicio del plan. El torbellino político que se puso en marcha después habría sido la consecuencia de la constatación de que se requerían reformas más profundas antes de proceder a sentar las bases sólidas de un nuevo paradigma. Mientras se mantuviesen el PCUS y su liderazgo, y la realidad era que ninguno de los secretarios generales que le precedieron llegaría a acumular tanto poder formal como Gorbachov, siempre sería posible reconducir la situación. Hasta los casos más extremos, como el de las independencias declaradas de Lituania y Estonia, era previsible que se acabasen resolviendo mediante una propuesta que no podrían rechazar.

 

Desde el exterior nada amenazaba el futuro y la integridad de la Unión Soviética, y no solo por la capacidad de disuasión que le proporcionaba su arsenal atómico. Las potencias occidentales habían obtenido mucho más de lo que podrían haber soñado pocos años atrás y se sabían los ganadores de la Guerra Fría. En esos momentos, estaban más que nada interesados en consolidar lo obtenido y preocupados por el potencial desestabilizador que tenían a nivel global los conflictos que se habían desatado en la Unión Soviética. Además, el rumbo que estaba tomando este país en su relación con Occidente, y su debilidad manifiesta, hacían muy poco probable que en el futuro volviese a emerger como el enemigo a abatir del sistema capitalista. Tampoco por lo tanto desde el exterior era previsible que se actuase en contra de la integridad de la Unión Soviética, y ni siquiera contra el sistema de poder soviético, sino más bien que se apostase, una vez reformado, por su permanencia y consolidación.

Quizá el exponente más significativo de la posición y actitud real de los líderes occidentales fuese la que manifestaba Margaret Thatcher. Se encontraba en las antípodas ideológicas de Mijaíl Gorbachov y defendía posiciones radicalmente distintas en algunas cuestiones fundamentales, como respecto al mantenimiento de los arsenales nucleares, del que era firme partidaria. Sin embargo, ella fue su principal valedora ante los demás líderes occidentales, sobre todo Ronald Reagan. Ya en diciembre de 1984, todavía en vida de Konstantín Chernenko, y meses antes de que Gorbachov fuese nombrado secretario general del PCUS, le recibió en Londres, y declaró al final del encuentro que le gustaba el señor Gorbachov y que creía que se podía trabajar y llegar a acuerdos con él. La visita fue una muestra del buen hacer y de la perspicacia de la diplomacia soviética, que supo elegir el lugar y la persona adecuados para hacer la presentación internacional de quien sería poco después el líder de la Unión Soviética. La apuesta parecía en principio arriesgada. El apelativo de Dama de Hierro se lo había asignado el diario del ejército soviético Krásnaya Zvezdá al referirse a ella en 1976. Ocurrió siendo Margaret Thatcher líder de la oposición en el Reino Unido, después de que en un discurso llamase a plantarle cara por las armas a la Unión Soviética y a su pretensión de establecer su dominio sobre el mundo. Pues bien, si algo le preocupó a la que fue primer ministro del Reino Unido hasta finales de 1990, acerca de las reformas de Mijaíl Gorbachov, fue la velocidad de las mismas y su potencial desestabilizador. Se mostró contraria a la reunificación alemana, y a la rapidez con la que los países miembros del Pacto de Varsovia estaban emprendiendo su propio camino de reformas, a instancias de Gorbachov, ya que consideraba que algunos de ellos no estaban suficientemente maduros. Si le preocupaba el potencial desestabilizador de la desaparición precipitada del Pacto de Varsovia, y de la modificación de las fronteras en el este de Europa que conllevaba la unificación alemana, se puede fácilmente imaginar la alarma que le causaban las noticias sobre los conflictos interétnicos y nacionalistas y cualquier otro indicio de una posible desintegración de la Unión Soviética.

 

Otra extraña percepción de la realidad política rusa, que ha pervivido hasta nuestros días, es la de considerar el mandato de Yeltsin como un permanente conflicto entre los demócratas, de los que él mismo sería el máximo exponente, con los partidarios de reinstaurar el régimen comunista y la dictadura. De este auténtico espejismo sí participaron analistas y mandatarios occidentales, al menos en apariencia y de forma seguramente interesada. Si nos situásemos en una fecha tan tardía como 1996, cuanto se habían producido tantos hechos reveladores sobre la verdadera naturaleza del régimen instaurado por Yeltsin y los suyos, resulta sorprendente que recibiese un apoyo tan incondicional de los líderes occidentales. Ese año tuvieron lugar las primeras elecciones presidenciales en Rusia después de la desaparición de la Unión Soviética. Fueron muchos los que vivieron el acontecimiento como si todavía a esas alturas existiese un enfrentamiento global de resultado incierto entre “los partidarios de las reformas” y los que querían retornar al sistema antiguo. A nadie se le ocultaba que la presidencia de Boris Yeltsin había sido un auténtico desastre y que este, que no perdía ocasión de poner de manifiesto su condición de alcohólico irrecuperable, y había sufrido dos infartos meses atrás, no era un candidato respetable. Su nivel de aceptación popular según las encuestas en el inicio de la precampaña electoral era inferior al 5 por ciento.

Esta situación, vista desde la perspectiva occidental, podía llevar a la conclusión de que era posible una alternancia en el poder y de que la misma implicaba la vuelta al antiguo sistema soviético, al menos en Rusia. Pero en realidad era inimaginable que a esas alturas se produjese un relevo en el poder que llevase aparejado semejante vuelco como resultado de unas simples elecciones. Si hubiese existido esa posibilidad, quienes controlaban el poder político y económico hubiesen hecho cualquier cosa para evitarla. De hecho pensaron en anular la convocatoria de elecciones, y solo las permitieron cuando estuvieron convencidos de que las ganarían. Para ello no hubo el menor empacho en utilizar todo tipo de irregularidades y al conjunto de los medios de comunicación, públicos y privados, no solo para desacreditar a las opciones políticas contrarias, sino para desatar entre la población una auténtica reacción de pánico ante la posibilidad de vuelta del sistema comunista. Los sufridos ciudadanos, que mantenían el miedo al poder soviético casi intacto y a flor de piel, se vieron bombardeados de forma inmisericorde por las imágenes y testimonios más truculentos que puedan imaginarse sobre la represión comunista. Si eso no hubiese sido suficiente, y el resultado de las elecciones les hubiese resultado desfavorable, sin duda no lo hubiesen respetado.

 

El autor es consciente de que algunos puntos de vista de esta introducción, así como del resto del libro, puede sorprender y no ser compartidos. No pretende defender la absoluta certeza de los mismos, conocedor de las dificultades que presentaba la realidad soviética, y en particular la rusa, para su indagación y correcta comprensión. A lo único que aspira es a hacer partícipe al lector de su experiencia y de las circunstancias políticas y sociales que parecían más relevantes en el transcurso de la misma. De esa crónica viva podrá sacar sus propias conclusiones.

 

Notas:

 

[1] Réquiem por una quimera (El caso Timoféev, El caso Koval y El caso Kotlyar, publicados por Editorial Bomarzo en octubre de 2021, octubre de 2022 y abril de 2023).

[2] Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En ruso СССР (Союз Советских Социалистических Республик) o SSSR (Soyuz Soviétskij Sotsialistícheskij Respúblik).

[3] Leonid Ilich Brézhnev. Primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética desde el 8 de abril de 1966 hasta el 10 de noviembre de 1982. Presidente del Presidium del Sóviet Supremo de la Unión Soviética desde el 16 de junio de 1977 hasta el 10 de noviembre de 1982.

[4] Yuri Vladímirovich Andrópov. Primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética desde 12 de noviembre de 1982 hasta el 9 de febrero de 1984. Presidente del Presidium del Sóviet Supremo de la Unión Soviética desde el 16 de junio de 1983 hasta el 9 de febrero de 1984. Director del KGB desde el 18 de mayo de 1967 hasta el 26 de mayo de 1982.

[5] Konstantín Ustínovich Chernenko. Primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética desde el 13 de febrero de 1984 hasta el 10 de marzo de 1985. Presidente del Presidium del Sóviet Supremo de la Unión Soviética desde el 11 de abril de 1984 hasta el 10 de marzo de 1985.

[6] Mijaíl Serguéievich Gorbachov. Presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas desde 15 de marzo de 1990 hasta el 25 de diciembre de 1991 y primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética desde el 11 de marzo de 1985 hasta el 24 de agosto de 1991.

[7] Borís Nikoláievich Yeltsin. Presidente de la Federación Rusa desde 10 de julio de 1991 hasta 31 de diciembre de 1999.

[8] Vladímir Vladímirovich Putin. Presidente del Gobierno de la Federación Rusa desde 9 de agosto de 1999 hasta 7 de mayo de 2000 y desde 8 de mayo de 2008 hasta 7 de mayo de 2012. Presidente de la Federación Rusa desde 31 de diciembre de 1999 hasta 7 de mayo de 2008 y desde 7 de mayo de 2012 hasta ahora.

[9] Partido Comunista de la Unión Soviética. En ruso КПСС (Коммунистическая Партия Советского Союза) o KPSS (Kommunistíchieskaya Partiya Soviétskogo Soyuza).

[10] Referido a los sábados comunistas, es decir, a los días de trabajo voluntario no remunerado, que fueron instaurados por el poder bolchevique durante los primeros años tras la revolución soviética y permanecieron. En los años setenta y ochenta del pasado siglo solían organizarse para limpiar las calles.

[11] 9 V/O Sovrybflot. Organismo dependiente del Ministerio de Pesquerías de la URSS, con sede en Moscú, encargado de realizar todas las operaciones contractuales para el suministro y funcionamiento de la flota soviética de pesca en países extranjeros.

[12] KGB (Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti o Комитéт Госудáрственной безопáсности. Comité para la Seguridad del Estado). Nombre de la agencia de inteligencia y principal organización de policía secreta de la Unión Soviética desde el 13 de marzo de 1954 al 6 de noviembre de 1991. Desapareció con la disolución formal de la Unión Soviética y fue sustituido en Rusia por el SVR (Sluzhba Vnéshney Razvedki o Служба Внешни Разведки. Servicio de Inteligencia Exterior) y el FSB (Federálnaya Sluzhba Bezopásnosti Rossíyskoi Federatsii o Федеральная Служба Безопасности Российской Федерации. Servicio Federal de Seguridad de la Federación Rusa). Ambos están bajo la jurisdicción directa del presidente de Rusia.

[13] Creados en diciembre de 1965 por decisión del Sóviet Supremo de la URSS y reforzados mediante su inclusión en la nueva Constitución de octubre de 1977, tenían amplísimos poderes de control en empresas, granjas, instituciones y organizaciones, incluidas las militares. Podían solicitar todo tipo de informes y auditorías, suspender órdenes de los funcionarios, imponerles castigos y revocarlos, utilizando sus propias normativas y leyes, ya que tenían capacidad legislativa.

[14] GRU (Glávnoye Razvédyvatelnoye Upravlenie o Главное Разведывательное Управление, Dirección Principal de Inteligencia). Servicio de inteligencia militar de las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa y anteriormente de la Unión Soviética.

 

Este texto corresponde al prólogo del libro de mismo título, que se puede adquirir aquí: info@de-brezhnev-a-putin.com y www.de-brezhnev-a-putin.com. También disponible en Amazon en rústica

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