Cuando Gary Lincoff sale de su apartamento en la calle 95 lo hace vistiendo pantalones de explorador caquis, un chaleco a la Indiana Jones y un sombrero de tela y ala ancha en color crudo. El hombre pequeño, de cara enrojecida y ojos chinescos, se va de caza a Central Park y sus armas son un cuchillo, un cartón de huevos vacío y un cesto de mimbre. Su objetivo: las setas de Manhattan. Además de trabajar en el Jardín Botánico del Bronx, Lincoff es uno de los micólogos más respetados en los Estados Unidos. Una sonrisa agrava todavía más su agrietada cara, pero sus ojos tienen un brillo infantil. Lincoff está rebosante de alegría porque esta temporada ha sido la mejor en décadas: han identificado más de 250 tipos distintos de setas dentro de Central Park, aunque Lincoff calcula que el número puede ser más bien cercano a los 400.
Lincoff prefiere cazar en la parte norte del parque, por encima de la calle 80: «Ésa es la parte más boscosa, hay menos gente, menos tráfico de viandantes, y por tanto hay más oportunidades de encontrar setas». Por desgracia, una de las mejores zonas para encontrar setas comestibles es junto al teatro Delacorte, donde cada verano representan obras de Shakespeare gratuitas y se forman colas eternas (mucha gente llega a las 5 de la mañana para conseguir entradas para las 8 de la noche). «Eh, ¿eso coloca?», le preguntan los curiosos de la fila a Lincoff cuando le ven merodear por allí. «¿Eso se puede comer? ¿Está seguro?».
El micólogo no recomienda comer las setas de Central Park por dos razones: «La primera, porque yo las quiero, y la segunda, porque pueden contener pesticidas. Las setas absorben todo aquello que las rodea rápidamente”. Pero eso no detiene a Lincoff: «Yo me las como todas. En esta vida hay algunos riesgos que hay que correr, yo lo acepto”.
Los cazadores de setas urbanos se enfrentan a más peligros de los que uno pudiera imaginarse. Uno de ellos son los cortacéspedes. «Tienes que levantarte antes que ellos, porque una vez empiezan a moverse, no hay opción», explica Lincoff con ojos negros y traviesos. El pelo blanco y reluciente asoma bajo el sombrero. «No te puedes agachar delante de ellos para coger una seta, porque no se paran”. Es todavía peor en el lado oeste del parque, el terreno de Lincoff, donde los cortacéspedes utilizan aparatos manuales: «Él llega al parque y lo arregla todo antes de las 8 de la mañana. Me mira, yo le miro a él, y él sabe lo que quiero; es como si me dijera: ‘Venga, inténtalo, no lo vas a conseguir’».
Otro de los obstáculos a los que los cazadores de setas tienen que hacer frente son los otros cazadores. La competencia es salvaje en Central Park. «Yo tengo muy buenos amigos que no me quieren decir dónde hay algunas setas en el lado este del parque. Son buenos amigos, pero sólo hasta cierto punto”. El carácter amigable de Lincoff también se pone a prueba ante las setas. Recuerda especialmente a una mujer que iba en silla de ruedas y que solía buscar setas en el lado oeste del parque. Le gustaban tanto las setas que la mujer incluso se levantaba de la silla y se acercaba al hongo renqueando con un bastón. «Nunca había tenido malas sensaciones sobre las personas disminuidas hasta que la conocí. Por un momento me planteé soltar el freno de su silla de ruedas porque no quería que estuviera en mi rincón del parque cogiendo mis setas. Lo siento, pero tengo estos pensamientos. Cuando se trata de cazar setas, la caridad no existe».
Últimamente, la compentencia se ha extendido más allá de los cazadores. Los rangers, los guardas del parque, han empezado a apreciar los hongos gracias a Lincoff. Pero sólo les interesa un tipo en concreto. Un día, Calvin encontró una seta enorme, de un palmo de altura, con un pie larguirucho y de un color terroso poco apetecible. «Oye, Gary, ¿esto qué es?», le preguntó el guarda al micólogo. «Es una seta mágica», le explicó Lincoff. «¿Y tú crees que con esto nos podemos colocar allí en la caseta con el resto?», soltó Calvin excitado. «No en horario laboral, Calvin, tendréis que esperar a que terminéis el turno», le advirtió el pequeño experto. Desde ese día, los guardabosques levantan poco la mirada del suelo, siempre pendientes de encontrar otra «seta mágica».
Como la comida local –la producida en la misma ciudad– está en auge, nuevos enemigos se han sumado al campo de batalla de Central Park. Lincoff admite su parte de culpa, ya que fue él quien le recomendó a un chef de Manhattan los agáricus, unas setas blancas parecidas a los champiñones, pero más grandes y que se crían en voluminosos ramos en algunos recovecos del parque. «Ahora resulta que los va a poner en el menú de temporada…», explica el micólogo. Y el gancho comercial va a ser, por supuesto, que son setas de Central Park. «Me pareció bastante valiente por su parte», dice Lincoff, «porque quién sabe si crecerán agáricus suficientes».
Otro enemigo potencial de los cazadores son las ardillas, especialmente si éstos están buscando russulas, unas setas comestibles de sombrero granate intenso y pie aperlado. «Las ardillas cogen estas setas con las patas, las sujetan por el pie y se las comen como si fueran cucuruchos de helado», explica Lincoff, «y yo estoy allí, mirándolas, y pensando: ‘¿Qué hago, les tiro una piedra?’. Estaba alucinado, no me podía creer que las ardillas fueran tan meticulosas». Parece ser que estos roedores de espumosa cola son también los más difíciles de vencer. «Las ardillas viven en el parque. Yo, no. Así que no puedo llegar tan pronto como ellas», refunfuña humorísticamente Lincoff escondiendo sus finos labios.
Tras décadas agachándose en cada rincón de Central Park, todavía hay un par de setas que hacen salivar a Lincoff cuando piensa en ellas. Son sus «setas de ensueño», dice, aquellas que todavía no ha encontrado pero sabe que existen (¡si incluso ha visto fotos de ellas!). «Nunca he encontrado ninguna colmenilla en Central Park. Mataría por una colmenilla. Pondré carteles bien grandes: ‘¡Recompensa! ¿Han visto esta seta? Sólo digánmelo!».