La historia del fútbol, como la del mundo, está repleta de hechos que nunca debieron ocurrir: si la historia tuviese voluntad, entonces seguramente Austria habría ganado el mundial del ’34, Argentina no habría organizado la copa del ’78 e Inglaterra no se habría coronado campeón en el ’66. Pero la historia no es más que crónica, y el 30 de julio de 1966 en el legendario estadio de Wembley la Reina Isabel habría de entregar la copa a Bobby Moore, no a Uwe Seeler, frente a 93,000 espectadores y una audiencia televisiva de cientos de millones de peronas.
El primer mundial en disputarse en un país que hubiera participado en la Segunda Guerra Mundial, la copa del mundo se convirtió en en muestra fehaciente de que el horror de la post-guerra, con su pobreza, su racionamiento, su desolación, había pasado.
Inglaterra, con la ventaja de jugar en casa, arrasó con las primeras rondas del torneo, durante las cuales Corea del Norte dio la gran sorpresa al ganarle 1-0 a Italia en el último partido de la fase de grupos y brindar la derrota más humillante de su historia a la squadra azzurra. La misma Corea que en cuartos se pondría adelante por 3-0 contra Portugal, antes de que La pantera de Mozanbique, Eusebio, volteara el marcador con cuatro goles.
De hecho, Portugal fue la gran atracción del torneo, hasta que se encontró con Inglaterra en las semifinales. Un gran equipo, basado fundamentalmente en los jugadores del Benfica –Coluna, Augusto, Simoes, el arquero Costa Pereira y, por supuesto, la perla negra–, esa selección portuguesa tenía montañas de talento, pero carecía de roce internacional. En el encuentro contra Inglaterra, a Eusebio lo marcó (a patadas) Noby Stiles, aquel sahueso del Manchester United (apodado en Italia «Nosferatu»), y perdieron 2-1. Inclusive, es posible que si el cruce hubiera sido con Alemania, Portugal hubiese llegado a la final, y, en todo caso, se puede afirmar que Portugal fue, si no el mejor equipo del mundial, sí el más espectacular. Pero ganarle a los ingleses esa final del mundo en Wembley iba a ser, como se enterarían los alemanes pocos días más tarde, una tarea imposible.
En la otra semifinal una Alemania capitaneada por Uwe Seeler (Hamburg SV) que ya contaba con un jovencísimo Beckenbauer (Bayern Munich), se enfrentó en un partido bastante menos que espectacular a la URRSS que, con su mítico Lev Yashin, venía de ganar la Eurocopa del ’60 y de perder la final contra España en la del ’64. Pasó Alemania con un 2-1 insípido y se enfrentó a lo imposible en la final, contra una Inglaterra que, todo sea dicho, contaba con un gran equipo, con Moore (West Ham) y Jack Charlton (Leeds) en la defensa, con el gran Gordon Banks (Leicester City; Stoke City) entre los palos, con un jovencísimo Alan Ball (Blackpool; Everton; Arsenal) por la banda, y con Geoff Hurst (West Ham) en el ataque.
La polémica jamás habría existido, de no haber sido por Wolfgang Weber (FC Colonia), central alemán, quien apareció en el minuto 90 para marcar el empate (2-2) para los visitantes: Alemania no estaba dispuesta a regalar el partido y lo pelearía a cara de perro hasta el final.
Inglaterra salió a la prórroga con nervios, pero aquel no-gol de Hurst lo cambió todo: es posible que, en ese momento, los alemanes se dieran cuenta de que sería imposible ganar ese partido –algo impensable en su contexto histórico, que la selección de Alemania viniera a territorio inglés a conquistar, finalmente, al eterno bull-dog. Inglaterra se quedó, al fin y al cabo, con una copa que, tan pronto llegó a Londres, no tenía dispensación divina para marcharse a ninguna otra parte –mucho menos Berlín!